INTRODUCCIÓN
El miedo es, en su forma más desnuda, el guardián de nuestra supervivencia. Nos paraliza frente a lo desconocido, nos obliga a retroceder cuando nos enfrentamos a un peligro real o imaginado. Sin embargo, hay un tipo de miedo que no busca protegernos, sino destruirnos. Es un parásito silencioso que se instala en nuestra mente, alimentándose de nuestras dudas y transformando nuestra percepción de la realidad. Este miedo no nos salva; nos consume.
La cordura, por otro lado, es una ilusión frágil, un delicado equilibrio que pocos cuestionan hasta que es demasiado tarde.
—¿Quién puede decir con certeza dónde termina lo racional y comienza la locura? — A veces, un pequeño detalle basta para romper esa ilusión: un susurro en la oscuridad, un rostro que aparece donde no debería estar, el simple conocimiento de que algo no está bien.
Josh Brown, mi padre, entendía el miedo de una manera que pocos pueden imaginar. Lo manipulaba como un artesano maneja su herramienta, tallando el caos en las vidas de quienes lo rodeaban. Pero si había algo más aterrador que su capacidad para infundir miedo, era su absoluta falta de temor hacia lo que otros consideraban sagrado: la vida, la moral, la humanidad misma.
Esa mañana en el cementerio, todavía creía que lo conocía. Todavía pensaba que había límites que no cruzaría, líneas que no se atrevería a borrar. Mientras esperaba en el auto, mirando el vaivén de las sombras entre las lápidas, mi mente estaba ocupada con pensamientos triviales: el circo que visitaríamos más tarde, los colores brillantes de la carpa, la promesa de risas y maravillas. Pero el cementerio tenía su propia magia oscura. Allí, el tiempo parecía detenerse, y cada crujido de las ramas, cada ráfaga de viento llevaba consigo un susurro de advertencia.
Pasaron más de treinta minutos antes de que algo rompiera la monotonía: el sonido de un vehículo acercándose. Lo vi desde el espejo retrovisor. Era la camioneta de los hermanos Mike y Enrique. Reconocí su risa incluso antes de que el motor se apagara. Sabía que no los soportaba. Ellos lo provocaban con bromas pesadas, disfrutaban de su enojo como si fuera un espectáculo. Pero ese día, algo en mí intuyó que su visita no terminaría como las demás. El tiempo se deslizó de manera extraña después de eso. No recuerdo cuánto tiempo pasó antes de que mi padre saliera del cementerio. Pero cuando lo hizo, su expresión era serena, casi complacida. Se subió al auto, encendió el motor y comenzó a silbar. Era una melodía que no reconocía, una que más tarde asociaría con el horror.
Esa noche, mientras veía las noticias, sentí un vacío en el estómago al escuchar los nombres de los hermanos. Desaparecidos, dijeron. Nadie sabía dónde estaban. Pero yo lo sabía. Aunque no podía probarlo, lo sabía.
A partir de ese momento, las cosas comenzaron a cambiar. Pequeños detalles que, en retrospectiva, eran piezas de un rompecabezas que aún no podía armar. Recuerdo el olor a tierra húmeda que impregnaba su ropa, las marcas de barro en sus zapatos incluso en días soleados. Las largas ausencias que justificaba con excusas vagas, los susurros que llegaban desde el sótano cuando creía que todos dormíamos.
Luego llegó la tormenta.
Fue una de esas noches en que el cielo parece enfurecido, con relámpagos que iluminan la oscuridad como si fueran flashes de una cámara celestial. Me desperté cerca de las once, sobresaltada por un trueno particularmente fuerte. Fue entonces cuando lo vi. Desde mi ventana, distinguí una figura en la vereda, inmóvil bajo la lluvia. No podía ver su rostro, pero su postura, su presencia, me llenaron de un terror indescriptible. Era como si la oscuridad misma hubiera tomado forma humana y estuviera allí, observando.
Luego desapareció y tras unos minutos... escuché algo...
Los gritos de mi madre y mi hermana. Salí corriendo de mi habitación, con el corazón latiendo tan rápido que apenas podía pensar. Cuando llegué al pasillo, lo vi. Su rostro estaba distorsionado por una furia que nunca había visto, sus manos manchadas de algo que no quise reconocer.
Corrí, mis pies descalzos resbalaban en el suelo mojado por la sangre en el piso. Encontré la llave de repuesto que siempre estaba colgada junto a la puerta trasera y escapé. Mientras corría bajo la lluvia, lejos de esa casa, no sentí alivio, solo un vacío que aún me acompaña.
El camino hacia la casa del comisario Fernández fue una neblina de confusión y terror. No recuerdo cuánto corrí ni cuántas veces tropecé. La lluvia seguía cayendo con una furia incesante, cada gota un golpe frío que se mezclaba con las lágrimas que surcaban mi rostro. Las calles estaban desiertas, iluminadas solo por el parpadeo de farolas solitarias que parecían apiadarse de mi desgracia.
Cuando llegué, golpeé la puerta con una desesperación que no reconocía como mía. Cada segundo de espera era una eternidad en la que imaginaba a mi padre detrás de mí, su sombra alargándose hacia mi alma aterrada. Pero finalmente, la puerta se abrió, y allí estaba la hija del comisario, mi amiga de la infancia, con el rostro lleno de sorpresa y preocupación. —¿Qué te pasó? —preguntó, pero mi garganta no pudo responder. Mi cuerpo temblaba con tal intensidad que las palabras parecían inalcanzables. Fue ella quien me guió hacia el interior de la casa, quien llamó a su padre. Cuando el hombre apareció, su presencia imponente llenó el espacio. A pesar de los años de servicio enfrentando lo peor de la humanidad, se aterrorizó al escuchar mi relato Con rapidez, reunió a sus hombres y los envió primero a mi casa. Mi relato les parecía increíble: un hombre intentando asesinar a su propia familia, una hija escapando bajo la tormenta. Pero cuando llegaron a la casa, todo estaba en silencio. La tragedia había sido reemplazada por una calma inquietante.
Las luces seguían encendidas, pero no había señales de vida. Mi madre no estaba en el pasillo donde la había visto por última vez, y él tampoco estaba allí. Sin embargo, las marcas estaban presentes: rastros de sangre que contaban una historia de violencia y desesperación.
Fue uno de los oficiales quien sugirió ir al cementerio, el lugar donde parecía haber atado su destino. Allí, entre las sombras de las lápidas y el susurro del viento, encontraron la escena que se ha quedado grabada en mi memoria, aunque nunca estuve allí para presenciarla.
Mi padre estaba en la cabaña donde trabajaba, su cuerpo inerte y un arma en el piso. El suelo debajo de él estaba cubierto de fragmentos de madera y de una oscuridad más espesa que la propia sombra. A su lado, en el piso, yacía mi madre, con la mirada fija en el vacío. Había algo en su expresión que horrorizó incluso a los hombres más curtidos: no era simplemente el rostro de alguien que había muerto, sino el de alguien que había comprendido algo demasiado tarde.
Los rumores comenzaron a circular rápidamente: que el culpable de tan horridos crímenes, incapaz de enfrentar las consecuencias de sus actos, había decidido quitarse la vida. Que había arrastrado consigo a mi madre en un acto final de posesión destructiva. Pero dentro de mí, sabía que la verdad era mucho más oscura, más retorcida. Él no era un tipo que se rendía, ni siquiera frente a la muerte.
El comisario me ofreció un hogar. "Nadie debería cargar con algo así sola", dijo con un tono que no admitía objeción.
Durante las primeras semanas en su casa, me encontré luchando contra una sensación de irrealidad constante. La hija trataba de devolverme algo de normalidad, hablándome de cosas triviales, mostrándome pequeños gestos de amabilidad. Pero cada noche, mientras el silencio envolvía la casa, el rostro de mi progenitor volvía a mí. Sus ojos, siempre tan intensos, parecían observarme desde las sombras, como si estuviera esperando el momento para regresar y completar lo que había empezado.
Había escapado de su alcance, sí. Pero ¿había escapado realmente? La duda me carcomía, recordándome que no hay refugio absoluto frente al terror de lo desconocido.
Murió. Al menos, eso es lo que creímos. Los detalles nunca fueron revelados. Pero la muerte no siempre es el final. Hay fuerzas que desafían nuestra comprensión, que desprecian las reglas de la naturaleza.
Josh Brown regresó.
La muerte, ese fin absoluto que nos iguala a todos, debería ser el único refugio que permanece incólume frente al caos. Pero ¿qué ocurre cuando incluso ese último respiro se ve perturbado? ¿Qué sucede cuando la naturaleza misma se rebela contra su orden más sagrado?
Cuando lo encontraron, su cuerpo yacía en el viejo cementerio, rodeado por un silencio sepulcral que parecía gritar verdades que nadie quería escuchar. Las autoridades locales hablaron en susurros al describir la escena, sus palabras se entrecortaban por un miedo que intentaban disfrazar de profesionalismo. La muerte había llegado a él, sí, pero no con la serenidad que a veces acompaña al final, sino con una brutalidad que desafiaba toda lógica.
El encargado de la morgue era un veterano de rostro surcado por arrugas que parecían haber sido talladas por años de mirar fijamente a la muerte. Había preparado cientos de cuerpos, pero ninguno como este.
El trabajador, con manos curtidas y movimientos precisos, había realizado la inspección inicial sin cuestionar lo que veía. Después de todo, era su pan de cada día. Sin embargo, algo en el cadáver lo incomodó. Tal vez fue la expresión de su rostro, congelada en una mezcla de terror y satisfacción, como si en sus últimos momentos hubiera comprendido algo que ningún mortal debería saber.
En la morgue, el aire siempre era denso, impregnado con el olor de la sangre y el dulce amargor de los químicos. Las luces fluorescentes parpadeaban de vez en cuando. Esa noche, el hombre se quedó trabajando hasta tarde, revisando los papeles que acompañaban el caso de mi padre. Cuando finalmente se dispuso a preparar el cuerpo para el entierro, se encontró con algo horrible. El cuerpo ya no estaba. Al principio, pensó que era un error. Quizás uno de sus asistentes había movido el cadáver sin decírselo. Pero cuando recorrió cada rincón de la morgue, su inquietud creció. La camilla donde había dejado el cuerpo seguía allí, manchada con los restos de lo que alguna vez había sido mi progenitor.
Intentó racionalizar lo ocurrido. Era un hombre de ciencia, alguien que confiaba en los hechos y rechazaba las supersticiones. Pero esa noche, mientras se movía entre las sombras de la morgue, no pudo evitar sentir que estaba siendo observado. Cada paso que daba resonaba con un sonido que no correspondía a su movimiento, y el aire a su alrededor parecía vibrar con una energía que no podía explicar.
Cuando finalmente llamó a las autoridades, sus palabras eran incoherentes. Describió lo ocurrido con frases entrecortadas, su voz temblaba como si estuviera al borde de la histeria. Pero incluso mientras hablaba, supo que nadie le creería.
—Los muertos no camina—le dijeron—. Debe haber un error.
Pero no había error. Un sujeto que en vida había desafiado las normas de la moralidad, ahora desafiaba las leyes de la naturaleza misma.
¿Dónde estaba su cuerpo? ¿Qué fuerza lo había arrancado del desfile fúnebre? Estas preguntas se convirtieron constantes en mi mente, un susurro que me acompañó durante años. A veces, pensaba que tal vez nunca murió realmente.
¿Cómo puede ser?, pensaba, ¿Acaso ni siquiera la muerte puede alcanzarlo? ¿Es posible que exista tal monstruosidad que se alce más allá de las fronteras del sufrimiento, más allá de la propia mortalidad del ser? El horror de la situación me envolvía como una niebla densa, mientras mi mente, atormentada, trataba de comprender cómo alguien podría resistir el abrazo de la muerte.
No podía evitar preguntarme: ¿Es la muerte realmente el final, o es solo una transición hacia algo que no podemos comprender? En ese momento, no tenía respuestas. Solo sabía que el hombre que había sido mi progenitor ya no existía, y en su lugar, había algo más. Algo que no pertenecía ni a este mundo ni al siguiente.
Lo último que se supo fue un rumor perturbador en las conversaciones susurradas del pueblo: apenas unas horas después de confirmarse su desaparición de la morgue, su figura fue avistada en el bosque. Allí, bajo el dosel sombrío de los árboles, lo encontraron inclinado sobre una víctima infortunada, sus manos y rostro estaban bañados en la sangre de un acto repulsivo. Fue entonces perseguido por el comisario y sus hombres, y aunque varios disparos alcanzaron su cuerpo, escapó, adentrándose en lo más profundo de la foresta, donde parecía inalcanzable.
Los oficiales lo buscaron sin tregua durante horas, días, meses y años, rastrearon cada rincón de aquel territorio. Sin embargo, jamás volvió a ser visto. Era como si la tierra misma lo hubiera engullido, como si el abismo del infierno hubiera reclamado lo que le pertenecía, cerrando sus fauces sobre él para siempre. ¿Es posible que algo tan oscuro pueda desvanecerse sin dejar rastro, o simplemente habita en un lugar donde los ojos humanos no se atreven a mirar?
Elisa Brown
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