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Capítulo XXXI - El ascenso de las llamas

  La camioneta avanzaba a 60 km/h. Báez intentaba acelerar más, pero el vehículo, desgastado por los meses de uso rudo, no daba para más. Aun así, parecía que llegarían pronto. La tensión crecía con cada minuto; ninguno tenía un plan claro, solo un objetivo: acabar de una vez por todas con él.
—¿Qué haremos cuando estemos en la casa? —preguntó Natasha, rompiendo el silencio.
—Lo esperaremos. Nos esconderemos, y cuando llegue, lo atacaremos. Esta vez le causaremos un daño del que no pueda recuperarse —respondió con una determinación sombría.
—¿Y si falla? —planteó Theo, visiblemente nervioso.
—Entonces será nuestro fin —sentenció después de unos segundos de silencio.
    Mientras continuaban su trayecto, observaron las decoraciones que la gente había montado. Los objetos, cuidadosamente dispuestos, evocaban horror: velas en las puertas, ventanas y jardines, iluminando el ambiente con un resplandor macabro. Aún nadie parecía haberse enterado del incendio en el hospital mental, aunque la policía ya estaba allí, interrogando a los sobrevivientes. Entre ellos, algunos mencionaron la fuga de Brenda y sus amigos en una camioneta color mate, y aunque también explicaron que el verdadero culpable era Josh, las órdenes eran capturar a los jóvenes.
    Giró en la última esquina. La calle estaba en completo silencio, lejos de la fiesta. Entonces, algo espeluznante apareció ante ellos: cuerpos humanos colgaban de los árboles, balanceándose suavemente en la brisa. Eran al menos diez cadáveres, colgados con cuerdas gruesas sujetas a los troncos. Los jóvenes quedaron paralizados, con el horror pintado en sus rostros.
—Avanza. Tenemos que entrar a la casa —dijo la Henderson con la voz entrecortada, sin apartar la vista de los cuerpos.
    Avanzó lentamente hasta estacionarse junto a la casa. Se bajaron, intercambiando miradas de miedo mientras observaban el macabro espectáculo.
—Entremos, rápido —los apresuró Bren
    Dentro, se dividieron para buscar armas con las cuales enfrentarse al caníbal. Natasha encontró un machete en la antigua habitación de Daniel, mientras los demás solo hallaron cuchillos pequeños. Se reunieron de nuevo en la habitación y Bren, con voz firme, les habló:
—De acuerdo, esperaremos aquí. Nos esconderemos, y cuando entre, lo atacaremos con todo. Esta noche vengaremos la muerte de mi hermano, de mis padres, y de todos los que ha destruido.
    Pasó un tiempo La luz de la luna iluminaba la habitación, llenando de sombras los rincones oscuros, los mismos que parecían el refugio perfecto para alguien como Brown. Apenas Bren terminó de hablar, un grito de socorro retumbó en la sala principal. Alguien había entrado.
—¡Auxilio! ¡Ayúdenme! —se escuchó la voz de una joven.
—No salgan, puede ser una trampa —advirtió Theo.
—Es una persona que necesita ayuda —replicó Iker—. Iré a ver.
    Salió de su escondite, y la chica Henderson lo siguió, al igual que los demás. Tenían que estar unidos. Al llegar a la sala, vieron a una chica en el suelo, llorando.
—¿Qué te pasó? —preguntó Natasha, acercándose con cautela.
—Él me trajo aquí —respondió la joven entre sollozos.
—¿Quién? —le preguntó Bren.
     La chica alzó el brazo tembloroso, señalando a la oscuridad detrás de su amigo. Allí, estaba Josh, quien, sin dudarlo, clavó un gancho en el hombro de Theo y comenzó a arrastrarlo hacia el sótano. Los otros corrieron tras ellos, pero era rápido, y logró cerrar la puerta tras él, bloqueándola con un armario.
    Los gritos se oían al otro lado.
—¡No se abre! ¡Ábrete, maldita sea! —decía Iker mientras empujaba la puerta.
    Finalmente, lograron hacer un hueco al mover el armario.
—Se fueron por el pasadizo —indicó Bren con urgencia —. Vamos.
     Descendieron por la escalera del sótano. Un tenue resplandor iluminaba el túnel, lo suficiente para que pudieran ver el camino.
     Bren tomó la delantera, guiándolos hacia lo desconocido.
     Tardaron unos cuantos minutos, incluso corriendo hasta llegar al final del túnel, subieron una vieja escalera y entraron en una pequeña habitación, habían llegado a la vieja cabaña del cementerio, la guarida del monstruo. La habitación estaba vacía, salvo por una lámpara que apenas iluminaba. Todo estaba en silencio, y el aire parecía impregnado de peligro, como si en cualquier momento pudieran ser atacados.
—Silencio —pidió Bren.
     Avanzaron hasta la siguiente habitación, donde encontraron una cama y, al lado, un pequeño ataúd improvisado. Natasha lo abrió, y al ver su contenido, retrocedió asustada.
—¿Qué pasa? —preguntó Iker.
—Es un perro... O lo que queda de él —respondió Giménez, señalando los huesos y las fotos dentro del ataúd.
     Eran los restos del perro de Brown, el mismo que solía aterrorizar a sus víctimas.
—Este tipo está completamente trastornado —dijo Natasha, horrorizada.
     Un sonido proveniente de la siguiente habitación los hizo detenerse. Era el crujido de una hamaca oxidada, balanceándose. Bren pidió que buscaran el interruptor, y cuando Giménez encendió la luz, desearon no haberlo hecho: del techo colgaban cuerpos en descomposición, con ganchos atravesando sus carnes. El suelo estaba cubierto de sangre, y sobre una mesa había ropa y fotografías. La joven Henderson reconoció una prenda; era la última que había visto en su hermano. La agarró, y al ver las fotografías, reconoció el rostro de Daniel. Rompió en llanto mientras su amiga la abrazaba.
—¡Maldito! ¡Te juro que te mataré! —gritó Brenda con el corazón destrozado.
     En ese momento, una risa espeluznante resonó en la cabaña. Bren, llena de furia, salió corriendo hacia el pasillo. Natasha e Iker, que se habían quedado atrás, escucharon un leve gemido en otra habitación.
—Ayuda.
    Era Theo, tendido en el suelo y sangrando. Corrieron a levantarlo y sacarlo de allí. Mientras tanto, Bren encontró un interruptor y encendió la luz. Al fondo de la sala, Brown la observaba desde una silla antigua, sonriendo con sus dientes amarillentos y podridos. La Henderson lo miró con odio puro. Sabía que no tenía armas, pero cerca de ella había una madera gruesa y algunas botellas vacías. Rápidamente, rompió una de las botellas y la sostuvo como arma.
    En ese momento, Natasha, Iker y Theo llegaron a la habitación.
    El chico apenas podía sostenerse; necesitaba ayuda urgente.
—¡Váyanse! —les gritó Bren.
—Yo no me iré —afirmó Báez con firmeza. Se volvió hacia Giménez —. Llévalo a la carretera y pide ayuda. Hazlo.
     Natasha, con esfuerzo, ayudó a Theo a salir.     El caníbal se levantó, y su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una expresión de odio. El muchacho rompió otra botella y, junto a Bren, se lanzó al ataque.
     El caníbal recibió varios cortes y golpes, pero se mantenía en pie. De un golpe arrojó a
     Bren contra la pared. Báez intentó apuñalarlo, pero Josh, anticipando el movimiento, le clavó una navaja primero. El chico cayó al suelo, gravemente herido, mientras la chica yacía inconsciente.
     Unos minutos antes, la policía había llegado a la antigua casa de los Henderson. Encontraron a la joven que había servido de carnada y los cuerpos colgando de los árboles. El comisario Fernández escuchó su relato y recordó el caso de su propia hija, quien había desaparecido misteriosamente años atrás. Ahora estaba seguro de que Brown era el culpable. Ordenó a todos dirigirse al cementerio.
    Mientras tanto, el asesino, al escuchar las sirenas, comprendió que debía actuar rápido. Derramó gasolina por toda la cabaña y encendió el fuego. Con una sonrisa sádica, se acercó a los jóvenes. Alzó a Bren por el cuello, disfrutando de su agonía. Parecía que todo había acabado, cuando alguien emergió de las llamas: era Inma, armada con una madera. Golpeó al sujeto, y lo empujó al fuego.
—Vamos, levántate y ayuda a tu amigo —le dijo Inma a Bren.
     Juntas, ayudaron a Iker a salir mientras escuchaban los gritos de del hombre ardiendo. Inma, sobreviviente de las torturas, finalmente había logrado escapar. Ahora estaba lista para luchar.
—Ahí viene la policía —dijo Inma, al ver las luces a lo lejos.
—No pueden encontrarme. Me volverán a culpar por todo — susurró Bren, aterrada—. Váyanse ustedes, yo me iré por el bosque.
     Antes de que pudieran formular un plan, la puerta de la cabaña se abrió bruscamente y salió el caníbal, con una parte de la cara y gran parte del cuerpo calcinado. La opción más rápida era escapar a través de los agujeros de la rejilla.
—Vamos por aquí, será más rápido —comunicó Bren.
     El aire se tornaba irrespirable. Cada inspiración era un suplicio, cada exhalación parecía una despedida. Las sombras de los árboles danzaban como espectros al compás de las llamas, que crecían como un animal insaciable. Los chicos corrían, jadeantes, buscando una salida mientras el fuego se cerraba alrededor de ellos.
     Bren sostenía a su amigo con fuerza, sintiendo cómo el peso del joven parecía aumentar con cada paso. Inma corría adelante, girando de vez en cuando para asegurarse de que los otros la seguían. El sendero era estrecho, apenas visible entre las raíces y las ramas que caían, devoradas por el incendio.
—¡Por aquí! —gritó Inma, señalando un desvío que parecía menos cubierto de humo.
     El grupo no tuvo tiempo de deliberar. Se adentraron en el nuevo camino, con los ojos ardientes y la piel cubierta de sudor y cenizas. Pero detrás de ellos, como un depredador implacable, Josh avanzaba. Su cuerpo calcinado era una abominación que desafiaba las leyes de la naturaleza; un recordatorio viviente de la capacidad del odio para sostener a alguien más allá de los límites de lo humano.
     El sendero se bifurcaba una y otra vez, obligándolos a tomar decisiones apresuradas. A cada paso, el bosque se tornaba más hostil. Bren notaba cómo las llamas parecían anticiparse a su llegada, cerrando caminos y reduciendo sus opciones. Era como si el mismo bosque estuviera conspirando contra ellos.
—¡Detengámonos aquí! —rogó Iker, incapaz de dar un paso más.
—No podemos parar. Si lo hacemos, moriremos—Bren apenas podía mantener la calma.
     Inma, con el rostro manchado de hollín, se giró hacia ellos. Su mirada estaba llena de determinación.
—Yo los distraeré. Ustedes sigan.
—Ni lo pienses. No voy a dejar que te sacrifiques —la muchacha sintió que la rabia y el miedo se mezclaban en su pecho.
—Si no lo hago, él nos matará a todos —Inma levantó una rama gruesa que había encontrado y la sostuvo como si fuera una espada.
   En ese momento, los sonidos de los pasos pesados de Josh resonaron detrás de ellos. Brenda sintió cómo un escalofrío le recorría la columna.
    Era como si la muerte misma estuviera acercándose, lenta pero segura.
    El humo se enroscaba como serpientes en el aire, una danza que parecía anticipar el fin de todo. Cada paso que daban era un suplicio, un recordatorio de que la vida puede ser tan frágil como las hojas secas que crujían bajo sus pies. La Henderson sentía el peso de Iker sobre sus hombros, un peso no solo físico, sino cargado de memorias, de promesas y miedos. Inma, con los ojos entrecerrados por las cenizas que caían como nieve oscura, caminaba al frente, su silueta apenas era visible entre las sombras del bosque.
     El sonido llegó antes que la figura: un crujido grave, como si algo quebrado y antiguo avanzara con un propósito inamovible. Luego, apareció. Brown emergió del humo como un espectro, su cuerpo era una amalgama grotesca de carne calcinada y odio puro. La piel ennegrecida, colgando en algunos lugares, dejaba entrever músculos tensos que, contra toda lógica, continuaban funcionando. Su rostro, o lo que quedaba de él, era una mueca que parecía oscilar entre el dolor y la satisfacción.
—Sigan adelante —la voz de Inma era firme, aunque su cuerpo temblaba.
    Bren la miró, intentando encontrar alguna alternativa, algún plan que les permitiera sobrevivir sin tener que enfrentar al monstruo que tenían delante. Pero la expresión de Inma era inquebrantable.
—No podemos dejarte atrás —le dijo Bren, con la voz quebrada.
—Si no lo distraemos, todos moriremos —respondió la joven.
    La lógica era fría, pero innegable. Ella asintió lentamente, depositando al chico Báez con cuidado contra el tronco de un árbol carbonizado.
—Yo también pelearé —dijo él.
—No, Si todos luchamos, nadie podrá huir.
     Hubo un silencio breve, interrumpido solo por el crujir de las llamas. Finalmente, dio un paso atrás, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Ten cuidado —le dijo a Inma.
     Inma asintió, recogiendo una rama gruesa del suelo. Su mano temblaba, pero su determinación no flaqueaba.
     Josh avanzó lentamente, como si saboreara cada momento. Su hacha, ennegrecida por el fuego, pendía de su mano como un instrumento del destino.
      Inma no esperó a que él tomara la iniciativa. Corrió hacia adelante, levantando la rama con ambas manos y descargándola con todas sus fuerzas contra su costado. El impacto resonó como en el bosque, pero apenas se tambaleó.
—¡Vamos, monstruo! —gritó Inma, tratando de ganar tiempo.
     El caníbal respondió con un movimiento rápido, levantando el hacha en un arco que habría sido letal si ella no hubiera dado un paso atrás en el último segundo. El arma cortó el aire, dejando un silbido que se perdió entre el rugido de las llamas.
     Por un momento, Inma y Josh quedaron frente a frente. Era una escena casi surrealista: la joven, con su rostro cubierto de hollín y miedo, y la criatura, una amalgama de carne y odio, ambos rodeados por un círculo de fuego que parecía observarlos, expectante.
     El monstruo atacó de nuevo, esta vez con más fuerza. Inma intentó esquivarlo, pero el filo del hacha le rozó el brazo, dejando una línea roja que comenzó a oscurecerse al instante. El dolor la hizo tambalearse, pero no cayó.
—¡Inma! —gritó la chica desde la distancia, incapaz de quedarse quieta.
     Tomó otra rama y corrió hacia ellos, dejando a Iker detrás.
—¡No, Bren! ¡Quédate atrás! —gritó Inma, pero era demasiado tarde.
     Bren se lanzó contra él con una fuerza que no sabía que tenía. Golpeó su espalda con la rama, rompiéndola en el proceso. Josh giró, levantando el hacha con una velocidad que parecía imposible para alguien en su estado.
      El mundo pareció ralentizarse. Vio el arma levantarse, el reflejo del fuego en el filo ennegrecido, el rostro desfigurado de Brown que parecía disfrutar del momento. Pero antes de que el hacha descendiera, un sonido interrumpió la escena: un disparo.
      Se tambaleó, soltando un gruñido de dolor. Las jóvenes miraron hacia el origen del disparo y vieron al comisario, su figura recortada contra las llamas.
—¡Disparen! —gritó, mientras atacaba de nuevo.
      Pero las balas parecían no hacer suficiente daño. Giró hacia Fernández, abandonando momentáneamente a las chicas.
—Corran, ahora —ordenó el jefe, avanzando con el arma en alto.
       Inma la tomó del brazo, obligándola a retroceder.
—No. Tengo que ver como muere ese maldito —dijo Brenda.
—Tenemos que huir —le dijo la chica.
      Bren no pudo evitar pensar en lo absurdo de todo. ¿Qué fuerza podía mantener a un hombre como él en pie, desafiando el dolor, la muerte misma? Era como si su odio hubiera trascendido lo físico, convirtiéndolo en algo más que humano. Quizás, pensó, todos llevamos dentro un monstruo similar, una chispa de destrucción que, si se alimenta lo suficiente, puede consumir todo lo que somos.
    Pero también estaba la otra cara de la moneda: el sacrificio, la compasión, la voluntad de enfrentar el horror por el bien de otros. Fernández, Iker, Inma, representaban esa lucha constante contra la oscuridad.
     El crepitar del fuego había alcanzado un volumen ensordecedor, y las llamas iluminaban el bosque con un resplandor naranja y rojo que parecía teñirlo de sangre. Fernández avanzaba hacia el caníbal.
    Los tres policías que lo acompañaban estaban tensos, sus armas listas, y los jóvenes, rezagados en el otro costado, luchaban por no dejarse dominar por el miedo.
     El comisario detuvo su avance y levantó una mano, señalando hacia la espesura. El caníbal logro esconderse entre el humo.
—Ahí está —su voz era grave, casi un susurro.
     Josh no estaba a la vista, pero el rastro que había dejado era inconfundible: huellas pesadas marcadas en el lodo, ramas rotas y sangre seca en el suelo. Bren sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Él estaba cerca, acechándolos como un depredador.
—Manténganse alerta. No lo subestimen —el comisario miró a sus hombres y luego a Bren, como si quisiera asegurarse de que entendieran la gravedad del momento.
     Pero no era un enemigo cualquiera. No se expondría fácilmente. A pesar de sus heridas, su instinto de caza seguía intacto. Sabía que el terreno, ahora cubierto de humo y sombras, jugaba a su favor.
     El silencio se rompió de manera brutal cuando un sonido desgarrador resonó entre los árboles. Uno de los policías cayó de rodillas, con un hacha incrustada en su pecho. Bren ahogó un grito mientras el oficial se desplomaba, y el jefe reaccionó instintivamente, disparando hacia la dirección de donde había venido el ataque.
—¡Cubran los flancos! —rugió.
      Los dos policías restantes formaron un semicírculo alrededor de Fernández y los jóvenes, pero era evidente que estaban en desventaja. Conocía cada rincón del bosque, y el incendio, lejos de ser un obstáculo, le ofrecía un escenario perfecto para sus emboscadas.
—Esto es un juego para él —la voz de la chica Henderson apenas era audible, pero el comisario la escuchó.
—No será un juego por mucho tiempo.
      Uno de los policías avanzó un par de pasos, apuntando su linterna hacia los árboles. Entonces, lo vio: una figura oscura que se deslizaba entre las llamas, casi como si formara parte de ellas.
—¡Aquí! —gritó uno de los oficiales, pero su aviso llegó demasiado tarde.
      El caníbal surgió de la oscuridad y, con una velocidad inesperada, derribó al hombre, rompiéndole el cuello con un movimiento seco. El tercer policía intentó disparar, pero su arma falló, y Josh aprovechó para abalanzarse sobre él, arrancándole el arma de las manos y hundiendo un cuchillo oxidado en su abdomen.
     La escena era brutal, rápida y caótica. Fernández disparó nuevamente, alcanzándolo en el hombro, pero esto apenas lo detuvo. El monstruo gruñó, y desapareció entre los árboles antes de que pudieran acercarse.
     El policía se quedó quieto, observando los cuerpos de sus hombres mientras las llamas los rodeaban. El humo comenzaba a espesar el aire, dificultando la respiración.
     El comisario se sentía culpable.
—Es mi culpa... —murmuró, casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.
     Bren lo miró, confusa y llena de rabia.
—¿Qué está diciendo? Usted no los mató.
     El jefe negó con la cabeza, incapaz de mirarla a los ojos.
—No hablo de ellos. Hablo de Clara... de Elisa... de ti.
     La joven frunció el ceño, pero no respondió. Ahora no era el momento para reproches, aunque el peso de las palabras del hombre resonó en su interior.
—Tenemos que movernos. No podemos dejar que nos encuentre separados.
     Ella dio un paso hacia adelante, señalando un sendero estrecho que se abría entre los árboles.
      Fernández asintió, pero su mente estaba atrapada en una espiral de recuerdos. Clara, su hija, solía reír con una dulzura que iluminaba cualquier habitación. Ahora esa risa era solo un eco, un fantasma que lo perseguía. Elisa, la joven inocente que había tratado de salvar, también estaba muerta. Y todo, de una forma u otra, había llevado hasta este momento, donde enfrentaba a un monstruo que no solo le había arrebatado todo, sino que había destruido la vida de otros tantos.
    Mientras avanzaban por el sendero, Brown reapareció, bloqueándoles el camino. Su figura era una amalgama de carne quemada, y su mirada ardía con una furia que parecía alimentarse del mismo incendio que los rodeaba.
     Levantó su arma, pero antes de que pudiera disparar, lanzó algo hacia ellos: un tronco en llamas que se estrelló contra el suelo, creando una barrera de fuego.
—¡Corran! —gritó el comisario, empujándola hacia un costado.
      Josh no perdió tiempo. Saltó sobre Fernández, derribándolo al suelo, y ambos comenzaron a luchar en un forcejeo desesperado.
      Bren, desde la distancia, vio cómo el policía lograba sujetarlo por el cuello, empujándolo hacia las llamas que rugían a pocos metros. Pero el asesino era más fuerte, y poco a poco se iba imponiendo, arrastrándolo hacia el suelo con una fuerza brutal.
      Fue entonces cuando Bren encontró un palo largo, aún humeante, y corrió hacia ellos.
—¡Apártese! —gritó y, con las últimas fuerzas que le quedaban, se hizo a un lado justo cuando la muchacha golpeaba al caníbal en la cabeza con todas sus fuerzas.
      El impacto lo desestabilizó, pero no lo detuvo. Sin embargo, dio tiempo suficiente para que Fernández encontrara el arma que se le había caído al suelo.
—¡Muere! —exclamó, mientras vaciaba el arma sobre el cuerpo de Josh.
       El comisario y Bren al ver al monstruo casi sin energías, lo empujaron juntos hacia las llamas.
       Las llamas lo envolvieron en un instante. Sus gritos resonaron en todo el bosque, un sonido que era a la vez de dolor y de furia. Pero esta vez, no había escapatoria. El fuego lo consumió por completo, hasta que finalmente cayó al suelo, inmóvil.
       El bosque, antes dominado por el caos del fuego, quedó sumido en un silencio profundo, roto solo por el crujir de las ramas que cedían al calor. El policía permaneció de pie, con la mirada fija en el cielo despejado, donde las estrellas titilaban con un fulgor distante, ajenas al horror que acababa de consumarse. Su respiración era pesada, como si cada inhalación llevara consigo el peso de las vidas perdidas.
     Bren lo observaba desde la distancia, exhausta, cubierta de cenizas y sangre seca. Finalmente habló, su voz era un susurro cargado de dolor:
—Ahora pueden descansar en paz.
      No las conocía, pero sabía que se refería a Clara y Elisa. Las sombras de sus muertes lo habían perseguido hasta ese momento, pero con el fin de Josh, al menos una parte de esa carga parecía haberse aligerado.
     Fernández bajó la mirada hacia ella, sus ojos estaban enrojecidos por el humo y el llanto contenido.
—Eres libre, Bren. Este infierno terminó para ti. Puedes irte.
      Por un momento, no supo qué responder. Su libertad, algo que durante tanto tiempo había sido un sueño distante, ahora estaba al alcance de su mano, y, sin embargo, se sentía vacía.
      El comisario pareció notar su vacilación. Dio un paso hacia ella, sacudiéndose el polvo del uniforme.
—Déjame llevarlos a casa. Al menos puedo hacer eso.
     Bren negó con la cabeza, su voz era baja pero firme.
—Prefiero ir caminando.
     Asintió lentamente, respetando su decisión. Se giró hacia los jóvenes que esperaban cerca, Iker e Inma, quienes observaban todo en silencio.
—Vengan conmigo. Los llevaré al pueblo.
     La joven asintió, pero Báez dio un paso adelante.
—Yo voy con Brenda.
     El jefe frunció el ceño, notando las heridas en el rostro y cuerpo del chico.
—Estás herido, muchacho. Necesitas atención médica.
—Estoy bien —dijo evitando la mirada de Fernández y se dirigió a Bren—. No voy a dejarte sola.
     La Henderson abrió la boca para protestar, pero se detuvo. Algo en la determinación del chico Báez le recordó su propia terquedad.
     Suspiró, cansada de discutir.
—Haz lo que quieras. Pero si te desplomas en el camino, no pienso cargarte.
     El muchacho sonrió, a pesar del dolor evidente en su rostro, que para él no era impedimento ante la decisión que ya había tomado.
      El sendero estaba lleno de obstáculos: ramas quemadas, troncos caídos y cenizas que flotaban como fantasmas en el aire. Bren avanzaba en silencio, consciente de los pasos tambaleantes de su amigo tras ella. De vez en cuando, se giraba para asegurarse de que él seguía en pie, aunque no lo admitiera abiertamente.
     Finalmente, fue él quien rompió el silencio.
—¿A dónde ibas a ir?
     La pregunta la tomó por sorpresa. Se detuvo, mirando al suelo como si buscara una respuesta entre las cenizas.
—No lo sé —su voz sonó más débil de lo que esperaba, pero era la verdad.
     Báez la observó con detenimiento, como si intentara descifrarla. Luego, tomó aire y habló con la misma honestidad.
—Puedes venir a mi casa. Es pequeña, pero hay una habitación que puedes usar. Al menos para que descanses esta noche.
—No tienes que hacer esto. Ya has hecho suficiente.
—No es por ti, es por mí —le dijo sonriendo, pero esta vez no había burla en su tono—. Necesito saber que estás bien.
    Por primera vez en mucho tiempo, Bren sintió algo parecido a gratitud. No dijo nada más, pero asintió, aceptando su oferta.
     Mientras ellos se alejaban, Fernández e Inma los observaban desde la distancia. La joven parecía preocupada, pero el comisario, con una mezcla de cansancio y resignación, le puso una mano en el hombro.
—Ellos encontrarán su camino —su tono era solemne, casi profético.
    Inma lo miró, notando las líneas de fatiga y arrepentimiento en su rostro.
—¿Y usted? ¿Encontrará el suyo?
    Fernández no respondió de inmediato. Su mirada se perdió nuevamente en las estrellas, como buscando en ellas una respuesta que él mismo no podía encontrar.
—No lo sé, Inma. Pero, por ahora, tengo mucho trabajo por hacer. Las personas merecen la verdad.
    Ambos comenzaron a caminar hacia el vehículo que había quedado en las afueras del bosque. Aunque el incendio seguía consumiendo los restos de los árboles, un extraño aire de tranquilidad se había asentado sobre el lugar. El monstruo había caído, pero las heridas que había dejado en todos ellos tardarían mucho más en sanar.
    Avanzaban por las calles vacías. Sus pasos resonaban en la quietud del pueblo, donde solo el viento parecía atreverse a romper el silencio. A ambos lados de la carretera, largas hileras de velas encendidas brillaban, dibujando un paisaje casi surrealista. La luz temblorosa iluminaba las grietas en el asfalto y las cicatrices de un lugar que había conocido demasiada muerte.
    Bren se detuvo de repente, quedándose en medio de la carretera. Su cuerpo, hasta ahora movido por la inercia, se tensó y sus hombros comenzaron a sacudirse. Iker, que iba un paso detrás, no tardó en comprender que ella estaba llorando.
—No puedo más —su voz salió entrecortada, cargada de una tristeza que parecía infinita—. Quiero irme. Quiero irme lejos de este lugar. No puedo quedarme ni un momento más.
    Él no respondió de inmediato. En cambio, se acercó y la abrazó con fuerza, dejando que su pecho fuera el refugio donde ella podía descargar el peso de todo lo ocurrido.
—Te entiendo —le susurró al oído, con una ternura que contrastaba con el entorno desolado—. Nadie debería cargar con tanto dolor.
    Ella levantó la mirada, sus ojos todavía estaban inundados de lágrimas.
—¿Crees que algún día podré olvidar todo esto?
    La sostuvo por los hombros, obligándola a mirarlo directamente.
—No tienes que olvidarlo para seguir adelante. Lo que viviste te hizo fuerte. Ahora depende de ti decidir qué hacer con esa fuerza.
    Ella sintió lentamente. Era una verdad difícil de aceptar, pero necesaria. Se quedaron así un momento, envueltos en el silencio y en la calidez de ese abrazo. Finalmente, sin previo aviso, Iker inclinó la cabeza y la besó. Fue un beso suave, cargado más de consuelo que de pasión, pero suficiente para transmitir todo lo que las palabras no podían decir.
    Llegaron a la casa cuando el cielo comenzaba a clarear completamente. La fachada era modesta, con ventanas pequeñas y una puerta de madera que rechinaba al abrirse. Adentro, todo estaba en orden, era un espacio práctico y sencillo.
—Puedes usar mi cama —dijo el muchacho mientras señalaba la puerta al final del pasillo—. Yo dormiré en el sofá.
    Lo miró por un momento, sus ojos estaban cansados.
—No. Quédate conmigo.
    Él frunció el ceño, sorprendido.
—¿Estás segura?
—No quiero estar sola. No esta noche.
    Él asintió, y ambos entraron en la pequeña habitación. Bren se tumbó en la cama. Iker se acomodó a su lado, sin saber muy bien qué hacer con sus manos. Ella se giró hacia él, buscando su abrazo, y él respondió envolviéndola con cuidado, como si temiera romperla.
    La oscuridad de la habitación les proporcionó un refugio, un espacio donde las heridas del cuerpo y del alma podían comenzar a sanar. Sin decir nada más, se quedaron dormidos, aferrándose el uno al otro como si fueran la última certeza en un mundo de incertidumbres.
    En el último rincón de su conciencia, antes de entregarse por completo al sueño, Bren pensó en lo lejos que había llegado. No había encontrado la paz que buscaba, pero había hallado algo más valioso: la posibilidad de empezar de nuevo.
    El sol asomaba tímidamente por la ventana cuando la noche cedió su lugar al día. Y con su primer rayo de luz, una verdad se reveló:
    El dolor no desaparece, pero deja espacio para que algo nuevo crezca. El tiempo no borra las cicatrices, pero las convierte en mapas de los caminos que nos recuerdan todo lo que sufrimos para llegar hasta donde estamos.
    El amanecer llegó despacio, pintando el cielo con tonos suaves de naranja y rosa. Los rayos del sol se filtraban por las cortinas, iluminando el modesto cuarto donde habían encontrado un breve respiro de paz. Ella fue la primera en despertar, sus ojos recorrían la habitación desconocida, consciente de que ese lugar, por más seguro que se sintiera, no era su hogar.
    Iker dormía profundamente a su lado, su respiración era lenta y calmada. Parecía más joven, como si en su rostro no existieran las cicatrices del infierno que habían atravesado juntos. Lo observó por un momento, sintiendo una punzada en el pecho. Él había sido su refugio en medio de la tormenta, pero no podía quedarse.
    Con cuidado, se levantó de la cama y comenzó a prepararse para partir. No había mucho que llevar consigo, solo la determinación de empezar de nuevo, lejos de todo lo que aquel lugar significaba. Estaba terminando de atarse las botas cuando el chico abrió los ojos.
—¿Te irás de verdad? —preguntó con voz ronca, todavía adormilado.
    Bren se giró hacia él, su expresión era tranquila pero decidida
—Sí. No puedo quedarme aquí. Lo sabes.
    Él se sentó en la cama, pasándose una mano por el cabello desordenado. No parecía sorprendido, pero la tristeza en su mirada era evidente.
—Al menos déjame ayudarte.
—Has hecho suficiente. No puedo seguir quitándote más.
—No es quitarme nada —replicó él, poniéndose de pie y acercándose a ella—. Si te vas a ir, al menos hazlo de manera segura. Usa mi camioneta.
—¿Qué? No, no puedo aceptar eso. Es tuya. La necesitas.
—Y tú también —insistió él, su tono firme—. No irás muy lejos a pie, y no puedo dejar que te expongas más. Por favor, Bren. Déjame hacer esto por ti.
     Ella dudó por un momento, pero la expresión de Iker no dejaba espacio para la discusión. Con un suspiro resignado, asintió.
     Frente a la casa, la camioneta estaba estacionada, lista para partir. El silencio de la madrugada envolvía todo a su alrededor, como si el mundo mismo hubiera detenido su respiración, esperando lo que estaba por suceder. La visión del camino vacío delante de ella parecía irreal, casi como una extensión de su propia mente: un futuro incierto, una carretera que no sabía si conduciría hacia la paz o hacia el abismo.
     Con una respiración profunda, trató de calmar sus nervios. No podía evitar sentir el peso de todo lo vivido, la pesada carga de tantas pérdidas y decisiones que se acumulaban en su alma. Antes de encender el motor, algo dentro de ella la hizo detenerse.
    Bajó lentamente del vehículo, sintiendo la fría brisa del amanecer acariciar su rostro. Caminó hasta él, quien estaba de pie cerca de la entrada, observándola en silencio, con los ojos llenos de un entendimiento que solo él podía ofrecer.
—Gracias —dijo Bren, con la voz quebrada.
    La miró fijamente, sin prisa por responder. Se acercó lentamente y la abrazó con fuerza, como si quisiera grabar ese momento en su memoria, un momento que ya no podría recuperar. Sus brazos la envolvieron en un gesto que, aunque silencioso, decía más que mil palabras. Bren cerró los ojos, sintiendo el calor de su abrazo, como si quisiera aferrarse a esa última chispa de humanidad que le quedaba, un refugio seguro después de tanto dolor. Se permitió un breve respiro, un pequeño instante de paz que contrastaba con la tormenta interna que aún la acompañaba.
—Cuídate —murmuró Iker, con la voz quebrada por la emoción contenida. Sus palabras salieron lentas, como si cada una tuviera un peso distinto, un significado más profundo que cualquier otra. La tristeza en sus ojos era palpable, pero también había una calma, como si finalmente hubiera aceptado la inevitabilidad de su despedida —. Y si alguna vez necesitas algo... cualquier cosa... vuelve. Siempre tendrás un lugar aquí. No lo olvides, Bren. Siempre estaré aquí.
    Lo miró por un largo momento, sus ojos estaban fijos en los de él, buscando en ellos una respuesta que no estaba segura de poder encontrar. Sabía que sus palabras eran sinceras, pero también sabía que su camino ya no pasaba por allí. Aun así, no podía evitar sentir que un pedazo de su corazón permanecía anclado en ese lugar, en ese abrazo, en esa promesa.
—Lo sé... —dijo finalmente, su voz era suave. Sus ojos brillaban con lágrimas que no permitiría caer— Gracias. Por todo lo que hiciste... por todo lo que eres. Si alguna vez... si alguna vez en este mundo caótico necesito algo, acudiré a ti. Pero, por ahora, debo seguir mi camino. Y tú también.
    Sin una palabra más, dio un paso atrás, volviendo a la camioneta. Iker permaneció allí, observándola, sabiendo que no podía detenerla, que su camino era uno que debía andar sola. Subió al vehículo y arrancó el motor, el sonido del arranque resonó en la quietud del amanecer. Su imagen se desvaneció lentamente mientras ella tomaba el volante con determinación, el futuro era incierto ante ella.
    Con cada metro que recorría, Bren sentía que el peso en su pecho se aligeraba, pero también que dejaba algo importante atrás. Miró por el retrovisor una última vez. El joven estaba ahí, parado como una figura solitaria en la distancia, hasta que finalmente desapareció de su vista.
    Mientras avanzaba por la carretera vacía, las velas que habían iluminado el camino la noche anterior seguían allí, sus llamas, algunas todavía persistentes.
    La camioneta desapareció en el horizonte, llevándose consigo a una joven que había sobrevivido al infierno.
     En cada rincón de la existencia, las sombras y las luces coexisten, luchando por definir el sentido de nuestra travesía. La vida, como un sendero entre dos mundos, nunca es recta ni clara. En su lugar, nos ofrece laberintos de decisiones que, al ser tomadas, nos marcan, nos transforman, y a veces, nos destruyen. Pero es en el dolor y en la incertidumbre donde encontramos nuestra humanidad, pues, al final, no importa cuán lejos lleguemos o qué huellas dejemos, siempre nos enfrentaremos a nosotros mismos. La libertad no es un destino, sino un acto continuo de supervivencia, de renacer entre las cenizas de lo que fuimos y lo que decidimos ser. Porque, tal vez, lo único verdadero sea la capacidad de elegir, aun cuando la elección se convierta en la carga más pesada de todas.
    La carretera seguía su curso, imparable y eterna, como las decisiones que tomamos, y como el recuerdo de los pasos que dimos, desapareciendo en la vastedad de la memoria.

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