Capítulo XXVIII - Casi nueve meses después.
Habían pasado aproximadamente nueve meses, y la ciudad había vuelto a la tranquilidad. No hubo asesinatos ni desapariciones, solo paz en un lugar que, por años, había estado cubierto por las sombras de Brown. Aunque los adultos, en teoría, nunca aceptaron que fuera el culpable de los horrores, muchos mantenían sus dudas en silencio. Para los jóvenes, sin embargo, el caníbal se había convertido en una historia tonta. El miedo que alguna vez los paralizó ahora parecía una simple anécdota de la que preferían reírse.
Con el paso de los meses, casi todos olvidaron a Bren. El miedo se había desvanecido, pero la leyenda del caníbal más temido persistía en la memoria colectiva. Por eso, un grupo de jóvenes decidió organizar una fiesta macabra: La noche de las pesadillas olvidadas. La temática sería de terror, y el nombre de Josh se utilizaría como burla. Ya nadie le temía, y esta celebración era una forma de desafiar a ese viejo fantasma que, para ellos, nunca había vuelto. Lo que algunos veían como una conmemoración de un pasado doloroso, otros lo interpretaban como una oportunidad para ridiculizar al asesino que había aterrorizado a generaciones.
La noticia de la fiesta se esparció rápidamente. Más de la mitad del pueblo fue informado, y se estableció una norma divertida: quien no decorara su casa con velas esa noche, sería "visitado" por el fantasma del asesino. Todo era una broma, claro. Mientras tanto, la antigua residencia de los Henderson seguía deshabitada. Nadie osaba vivir allí. Para muchos, era un lugar maldito, y las leyendas locales afirmaban que quien se atreviera a entrar podría escuchar los gritos de los padres de Bren o ver la silueta de la joven en su ventana. La casa, descuidada y en ruinas, era ahora una imagen viva del terror, con sus ventanas rotas y su jardín cubierto de maleza. Parecía sacada de una pesadilla.
Una noche, a las 19:30, un día antes de la celebración, unos adolescentes regresaban ebrios de una fiesta. Caminaron despreocupados por las calles desiertas, sin miedo alguno. Después de todo, el caníbal ya no era una amenaza. Al llegar a la calle donde se encontraba la vivienda, Elías, uno de los muchachos, se detuvo frente a la vieja residencia y dijo:
—Vaya, es la casa 206, donde el tonto de Brown vivía y asesinaba a la gente.
Su amigo, riendo, agregó:
—El sujeto más temido de la ciudad, ahora el más ridículo.
Elías, con una sonrisa maliciosa, dijo:
—Tengo una idea. Siempre quise hacer esto.
Se acercó a la puerta, bajó la bragueta y comenzó a orinar sobre el umbral mientras su amigo reía. De repente, el sonido de risas se desvaneció, y el ambiente se tensó.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Elías, su voz estaba teñida de preocupación.
—No, no escuché nada —respondió su amigo.
De pronto, la puerta se abrió con un chirrido y, en el umbral, apareció el caníbal. Los dos chicos se congelaron. Elías intentó golpearlo, pero el caníbal lo detuvo con facilidad y, con un movimiento certero, le cortó el brazo con su hacha. El compañero de Elías salió corriendo, pero lo persiguió implacablemente.
El joven corrió hasta una casa cercana y comenzó a golpear desesperadamente la ventana, suplicando ayuda. Iker, que estaba solo en casa, lo escuchó y acudió de inmediato.
—¿Qué sucede? —preguntó, viendo el terror en los ojos del chico.
—Alguien... alguien me persigue, por favor, ayúdame.
Pero antes de que pudiera decir más, un crujido rompió el silencio. Las ramas en el jardín se partieron, y Josh apareció de la oscuridad. Sin piedad, lo atrapó y lo apuñaló frente a Báez, quien retrocedió horrorizado, incapaz de intervenir. Brown arrastró el cuerpo sin vida de vuelta a su guarida, mientras el chico observaba impotente desde la ventana.
Elías, que había perdido el conocimiento, despertó en una habitación oscura. Intentó moverse, pero el dolor en su espalda le impidió levantarse. Suplicó por su vida, pero, con una calma aterradora, levantó el hacha y lo golpeó repetidamente hasta dejarlo sin vida. El caníbal estaba sediento, y la noche apenas comenzaba.
Durante los meses anteriores, había vagado por los bosques, alimentándose de animales para recuperar fuerzas. La herida que había recibido en su enfrentamiento con Bren finalmente había sanado. Ahora, más fuerte que nunca, estaba listo para desatar una nueva ola de terror.
Varios minutos después, a varias cuadras del 206, Rubén, un joven de diecisiete años, regresaba a su casa tras visitar a un compañero. Eran pasadas las ocho, y recordó que su madre y hermana volverían de la iglesia a las ocho y media, así que aún tenía tiempo de arreglar su cama, algo que había dejado desordenado al despertar, y por lo que solía ser regañado. Las palabras de su madre resonaban en su mente: «¿Pretendes dormir en este cochinero? Deberías aprender de tu hermana, que siempre tiene su habitación impecable. Limpia esto y luego podrás descansar». Estaba ya cansado de escuchar la misma reprimenda, así que, resignado, decidió que esa noche dejaría todo en orden.
Al llegar a su residencia en moto, notó algo extraño en la esquina: el alumbrado público del otro lado de la calle no estaba encendido. Todo estaba sumido en una oscuridad pesada, algo fuera de lo común en esa zona. Nunca había visto esa parte de la calle tan apagada, y aunque trató de no darle importancia, una sensación incómoda comenzó a crecer en su pecho. Miraba fijamente hacia la penumbra, convencido de que había alguien o algo allí. Sentía una presencia, una sombra que lo observaba, pero no podía estar seguro. Sin pensarlo dos veces, abrió el portón rápidamente, lo cerró con un candado y se apresuró a entrar en casa.
Ya en su habitación, comenzó a arreglar la cama y a ordenar sus cosas, tratando de distraerse de la inquietante experiencia que acababa de vivir. Con cada minuto que pasaba, la sensación de incomodidad se fue disipando, como si su mente solo le hubiera jugado una mala pasada. Sin embargo, al ensuciarse las manos, decidió que debía limpiarlas. En lugar de ir al baño, que estaba más lejos, optó por usar un grifo exterior, a varios metros de su cuarto.
Rubén siempre había sido una persona calmada, serena a pesar de los problemas y regaños, pero incluso la serenidad tiene sus límites, y el miedo puede poner a cualquiera bajo una presión insoportable. Mientras se lavaba las manos, escuchó un sonido ligero proveniente del fondo del terreno, donde la familia solía tirar objetos viejos. Estaba separado por una frágil rejilla de madera, apenas segura. Al principio, decidió ignorar el ruido, silbando para acallar lo que creía eran imaginaciones suyas. Sin embargo, el segundo ruido fue diferente. Ya no era un sonido débil, como de alguien caminando, sino una risa. Una risa espeluznante, macabra, que le puso los pelos de punta. Era una risa infernal.
Dejó de silbar, girando lentamente la cabeza hacia lo oscuro. La tenue luz que provenía de la casa del vecino le permitió ver la silueta de un hombre parado detrás de la reja. Su ojo brillaba como un faro de pesadilla, y de su boca caían hilos de sangre.
Era Brown. El joven no lo pensó dos veces y corrió hacia su habitación, cerrando la puerta con llave y asegurando todas las ventanas que pudo. Apagó las luces y se sentó en una esquina, su mirada estaba fija en la puerta. La poca luz que se filtraba desde el exterior iluminaba apenas el suelo bajo la puerta, y la calma que alguna vez sintió se había desvanecido por completo, reemplazada por una tormenta de miedo que lo envolvía.
Pasaron unos minutos que le parecieron eternos. Nadie se acercaba, y Rubén comenzó a pensar que tal vez el monstruo se había ido. Se levantó lentamente, caminando hacia la puerta para espiar a través del agujero, pero antes de que pudiera dar tres pasos, vio la sombra de alguien acercándose. La figura se detuvo frente a la puerta y tocó suavemente, cuatro golpes sutiles que resonaron en la habitación.
—¿Quién es? —preguntó, intentando mantener la calma, pero su voz delataba el miedo que lo consumía. Pensaba que tal vez era un familiar, lo que le devolvería algo de tranquilidad.
No hubo respuesta. Pasaron unos segundos, y la persona volvió a tocar, esta vez con más fuerza. El silencio que siguió fue peor. Luego, otro golpe, aún más fuerte que el anterior, como si quien estuviera afuera estuviera decidido a derribar la puerta. Los golpes se hicieron más violentos, hasta que Rubén sintió cómo el clavo de la cerradura comenzaba a ceder. Unos golpes más y la puerta se vendría abajo. El individuo estaba a punto de entrar.
Un silencio profundo envolvía la habitación de Rubén mientras él se aferraba a la esquina, su cuerpo estaba congelado en un miedo que no podía nombrar. Los golpes, que antes se escuchaban de forma esporádica, ahora eran constantes, cada uno más resonante que el anterior, como si la puerta fuera a ceder de un momento a otro. El chico, incapaz de pensar con claridad, sentía cómo la respiración le golpeaba el pecho de forma errática. La conciencia de la inevitabilidad de lo que estaba por venir lo ahogaba.
Un golpe más fuerte.
¿Cuánto tiempo hasta que todo se derrumbe?, se preguntó Rubén. El pensamiento lo asfixió. En su mente, los recuerdos del asesino se entrelazaban con su ansiedad, como un espectro que volvía a atormentar su alma, recordándole que nada estaba nunca realmente olvidado. Mientras escuchaba el chirrido de la puerta cediendo, se preguntaba si realmente había alguna forma de escapar del ciclo de horror que parecía haberse reanudado en su ciudad. El miedo de su infancia, las historias contadas entre susurros, había regresado. Solo que ahora, no era una leyenda ni una broma de adolescentes. Era real.
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