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Capítulo XXVI - Pesadilla hecha realidad

   Bren no sabía cómo reaccionar ante la situación. A pesar de que existía la posibilidad de que alguno de su familia hubiera abierto la puerta y no la hubiera cerrado después, era un pensamiento absurdo, especialmente considerando que había un asesino despiadado recorriendo los alrededores. Con el temor reflejado en sus ojos, entró en la casa y llamó, intentando disuadir su inquietud:
—Mamá. Papá. Soy Bren, ¿están aquí?
    No recibió respuesta alguna. Todo estaba sumido en la penumbra, y el silencio era el dueño de la escena. La joven sentía tanto miedo que las lágrimas comenzaban a brillar en sus ojos, hasta el punto en que parecían a punto de derramarse. Sin embargo, eso no era nada comparado con el terror que la invadía. Cada segundo que pasaba, el silencio se volvía más opresivo, convirtiéndose en un aliado sombrío que la empujaba a actuar.
    Al avanzar por el pasillo, escuchó un sonido extraño que la puso bajo presión. Debía averiguar si se trataba de algún familiar en peligro, pero la otra cara de la moneda era que ese ruido le provocaba una sensación horrible, una que solo le exigía que saliera corriendo. Sin embargo, decidió acercarse. Paso a paso, llegó cerca de las escaleras, repitiendo en su mente:
—Daniel, papá o mamá. Si eres alguno de ellos, por favor ven a mí.
    El riesgo de que fuese el terrible Josh era inminente, pero la oscuridad de la casa le permitía ver un poco. Al llegar a las escaleras, sintió pánico; una presión creciente en su pecho. El sonido se hacía más claro, casi tangible. Al llegar a la habitación de sus padres, abrió la puerta lentamente, el crujido se escuchaba.
    Dentro, la inquietud era abrumadora, pero podía sentir la presencia de alguien. Al acercarse, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Al mirar fijamente, pudo vislumbrar una figura, respirando de una forma inquietante.
—¿Quién está ahí? —preguntó, aunque su voz sonó temblorosa en el silencio.
    Nuevamente, no recibió respuesta. Afortunadamente, la llave que encendía la luz estaba cerca. Extendió su brazo en busca de ella, sintiendo la tensión crecer a su alrededor. Al final, logró encenderla. Lo que encontró le destrozó el alma. En la cama, yacían sus padres, recostados contra la pared, con heridas graves en el cuello, provocadas por algo filoso. Junto a la cama, su hermano estaba tendido en el suelo. Le faltaba uno de sus ojos. La cuenca vacía parecía un abismo oscuro, mientras el otro, el único que le quedaba, la miraba con una intensidad desesperada.
—Ayúdame —murmuró, su voz cargada de sufrimiento.
    Pero lo más aterrador era que ambos no tenían ojos; las cuencas vacías creaban una desesperación indescriptible. Y, lo peor de todo, les faltaba uno de sus brazos.
    Cerca de la cama estaba el caníbal, devorando las partes que les faltaban a los Henderson. Bren comenzó a llorar y a gritar. Parecía una pesadilla, pero era la cruel realidad. El caníbal, al notar su presencia, se levantó con intenciones de atraparla. Sin pensarlo, cerró la puerta e intentó huir por las escaleras, pero, en un momento de inspiración, decidió esconderse detrás de una gran maceta en la esquina, esperando a que el monstruo saliera. Al ver que no la detectaba y que se acercaba a los escalones, salió de su escondite y empujó al hombre, quien cayó por la altura.
    Aún consciente, el caníbal se levantó rápidamente, pero la muchacha había tomado la decisión de buscar una salida. La creencia de que su hermano había bajado la impulsó a actuar. Mientras pasaba junto al cuerpo de Brown, sintió una adrenalina que la llevó a escapar. Sin embargo, el asesino no estaba muerto; se levantó y la agarró de la pierna, causando que un alarido se escapara de sus labios.
—¡Suéltala! —gritó su hermano, quien, herido acudió en su ayuda.
    El asesino, tras asestar un golpe a Daniel, se abalanzó sobre Bren, mientras la joven luchaba por liberarse. La situación se tornaba desesperada. Con un esfuerzo increíble, ella se liberó y tomó un palo de metal afilado, uno de los objetos que había traído su padre por si alguna vez necesitaban defenderse. La adrenalina en su cuerpo era palpable, y aunque sentía que su corazón iba a estallar, no podía dejar que el monstruo se saliera con la suya.
—¡Escapa mientras puedas! —le gritó a su hermano, pero él se negó.
—No lo haré, hermana. Te ayudaré.
    La lucha era inevitable. Mientras Bren se preparaba para el enfrentamiento, su hermano corrió hacia el caníbal, pero la fuerza del enemigo era descomunal. Sin embargo, la Henderson no se rendiría. En un acto de valentía, lo atacó, apuñalándolo en el estómago.
    Gritó como un demonio, un sonido que resonó en toda la casa. Pero su resistencia era asombrosa; se arrancó la estocada y golpeó a Bren, dejándola aturdida. Fue en ese momento que los sonidos de sirenas comenzaron a acercarse. El caníbal observó a los hermanos, teniendo en mente un último ataque. La policía había llegado, y el comisario Fernández estaba a la cabeza. La llegada de la ley era un rayo de esperanza, pero, al mismo tiempo, la confusión reinaba en la escena. La lucha era intensa, y el resultado incierto.
    El caníbal, en su locura, se llevó al chico a una habitación oculta.
—¡No! —gritó Bren, pero ya era tarde. La puerta del sótano se cerró.
    La desesperación llenó el corazón de Bren. No podía perder a su hermano, no como había perdido a sus padres. La escena que había presenciado la había marcado, y ahora debía hacer lo que fuera necesario para salvar a Daniel.
—¡Arresten a esa joven! —ordenó el comisario.
    Bren lloró mientras la llevaban, el sufrimiento inundaba su alma. El dolor de la pérdida, la impotencia y la desesperación se unieron en un solo grito de angustia. La comunidad, la policía, todos la miraban con desdén, pensando que ella era la culpable de todo.
    Mientras tanto, desde su casa, Iker observaba cómo llevaban a su amiga, y su corazón se llenó de rabia y dolor.
    Esa misma noche, Fernández se dirigió a varios periodistas que lo entrevistaron. Sus palabras prometían cambiar la percepción de la ciudad. Con un aire de satisfacción, afirmó:
  «Hoy es un día singular y trascendental. Por fin podemos respirar sin el constante temor de ser víctimas de un asesino. Gracias a los valientes esfuerzos de nuestra comunidad y la colaboración invaluable de los vecinos, hemos logrado atrapar a quien se ocultaba bajo un manto de oscuridad, aterrorizando nuestras calles y sembrando dudas sobre nuestra seguridad. Pero eso ha cambiado. Hoy estamos seguros; podemos vivir en paz y mirar hacia el futuro con esperanza. Lo más importante es que podemos dejar atrás este pasado que nos ha causado tanto dolor, miedo, estrés y ansiedad. Hoy somos libres, libres de verdad. Nunca fue Josh Brown el responsable de esta pesadilla; la verdadera amenaza fue una joven que arruinó la vida de muchos. La comunidad, atrapada en el pánico, optó por culpar a un muerto, pero hemos demostrado que no fue así. Seguiremos trabajando incansablemente por ustedes, por la paz y la armonía que merecen. No se preocupen más, ya estamos a salvo. Sigan con sus vidas; no hay nadade qué temer».

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