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Capítulo XXIV - Sombrío

El miedo que sintió en aquel momento el señor Barrios era inenarrable. Soltó la cámara de vídeo, dejándola caer al suelo junto a las pruebas que contenía. Quedó perplejo ante la presencia inquietante de Brown, quien lo miraba desde la oscuridad, respirando de una manera que transformaba el cuarto en un lugar pavoroso para quienes entraban y escuchaban a ese hombre con ansias de asesinar. En un instante de lucidez, comprendió que debía intentar escapar. Sin embargo, su final estaba demasiado cerca.
    Al correr hacia la otra puerta, Josh salió de la penumbra, listo para atrapar a su víctima. Ramón lo intentó, pero eso no fue suficiente; el caníbal ya estaba tras él. Era alto, fuerte y rápido; no era un problema para él correr tras la presa que deseaba atrapar. Agarró a Ramón por la nuca con ambos brazos y lo arrojó al suelo sin esfuerzo.
   En la alcoba se encontraba el cuerpo de Michell colgando del techo, junto a unas cuantas mesas en los costados. Sobre una de ellas reposaba un taladro, el único objeto que encontró para defenderse. Aunque el arma no servía si no estaba conectada, podía ser útil. Intentó levantarse, pero se dio cuenta de sus intenciones. Con una patada certera, golpeó fuertemente en el rostro al periodista, quien cayó de nuevo al suelo.
    El ser devastador buscaba algo, y cuando lo encontró, los ojos de Barrios fueron invadidos por un terror profundo. Su rostro reflejaba lo que siente alguien al saber que se acerca su hora, y de una forma monstruosa. Brown sostenía un alambre con púas, uno de dos metros, que usaría para atacar al hombre en el piso.
—Por favor, no me hagas nada —suplicó Ramón.
   Esa petición fue negada de inmediato. El asesino procedió a atacar.
   El pedido de auxilio del periodista resonó en la cabaña. Él sabía lo que se acercaba, y pensó lo correcto. El asesino comenzó a enrollar el alambre en el cuello de su víctima, dispuesto a arrastrarlo a otra habitación, quizás hacia el final de su vida.
   Unos minutos antes de lo ocurrido...
   Mientras el periodista se encontraba dentro investigando, los jóvenes estaban sentados uno al lado del otro. Tras unos minutos de silencio, Natasha rompió la tensión.
—Debo admitir algo.
—¿Qué debes admitir? —preguntó el chico, despegando la mirada del bosque y enfocándose en lo que la joven iba a decir.
—Admito que tengo mucho miedo, más que antes. Solo sé que me siento así.
—No eres la única. Yo también tengo miedo, pero me lo estoy aguantando por una persona.
—¿Por quién? —interrogó, mirándolo.
    Se quedó en silencio, buscando las palabras correctas, hasta que finalmente dijo:
—¿Recuerdas cuando éramos grandes amigos en la infancia? Hablábamos todos los días, nunca faltaban las sonrisas ni los buenos momentos... hasta que crecimos, llegó la adolescencia y nos fuimos separando. Ahora siento que somos dos desconocidos, como si el viento nos hubiese separado por un tiempo, y por circunstancias de la vida nos volviésemos a encontrar. Pero ese cariño que me tenías, tal vez se quedó en algún lugar de este mundo, muy lejos de aquí.
   No sabía con certeza qué responder, así que solo dijo:
—Es verdad que nos convertimos en dos extraños. Pensé que ya no te importaba.
—Siempre serás importante para mí. Incluso te cuidaba mientras no te dabas cuenta... no quiero perderte. No quiero callar lo que me carcome por dentro... quiero gritar a voces lo que mi corazón esconde... me gustas, me gustas desde hace tiempo. Nunca te lo dije, pero siempre sentí este cariño por ti.
   Al no escuchar respuesta alguna, volvió a mirar hacia el bosque, recostando la cabeza sobre la rejilla. Natasha, estupefacta, también desvió la mirada hacia los árboles, pero con una pequeña sonrisa. Unos segundos después, la joven acercó su mano a la del chico, haciéndole sentir el tacto de su palma, y preguntó:
—¿Me cuidarás siempre?
    Peter, sorprendido, giró su mirada hacia ella. La muchacha también hizo lo mismo.
—Lo haré —respondió él, sonriendo, en su interior la alegría rebosaba.
    Pero en ese momento, se escuchó el grito del periodista, un sonido que hizo eco entre los árboles.
—¿Escuchaste eso? —dijo ella, levantándose, al igual que su amigo.
—Sí, parece que proviene del interior del cementerio.
—¿Y si fue el señor Barrios?
—Solo hay una forma de averiguarlo. Debo entrar, pero tú te quedas aquí.
—Lo siento, pero no te dejaré solo en esto. Yo iré.
—Sé que mis intentos de detenerte serán un fracaso, así que solo te diré que te quedes detrás de mí. Y si ves algo, corre.
—De acuerdo. Vamos.
    Cruzaron el lugar, el miedo y la confusión predominaban, y aún no habían entrado en la cabaña. Cuando llegaron frente a la pequeña casa, le repitió a Natasha que se quedara atrás, y así entraron lentamente.
    Como Barrios, también pudieron oler el hedor de cadáveres putrefactos.
—Señor, somos nosotros. Puede salir —habló el joven, con la esperanza de que el periodista le respondiera, pero solo hubo silencio.
    Se adentraron en la siguiente habitación, el lugar donde había sido atrapado el hombre que buscaban, pero cuando asomaron la vista, solo vieron charcos de sangre. Ramón ya no estaba, tampoco del muchacho. Brown había tenido tiempo para esconder los cuerpos.
—Eso es sangre —afirmó la chica—. Vámonos, por favor.
—Espera, escucha —pidió Peter al escuchar un ligero sonido, proveniente de la radio en el lóbrego de la habitación contigua.
    Se acercó paso a paso, y su amiga lo siguió. Ambos sentían miedo, pero el joven quería descubrir qué era aquello. Abrió la puerta, y como antes, el chillido de la puerta les provocó escalofríos. La habitación estaba oscura; no se veía la radio, solo se oía la voz del cantante. Natasha encontró lo que parecía una linterna grande en una mesa antigua.
—Encontré una linterna —dijo ella.
—Ilumina la habitación.
    Aquel objeto aún servía. Al proyectar la luz, pudieron ver lo que se ocultaba y no era nada agradable. En el suelo, dos cuerpos estaban tendidos; eran Ramón y Michell.
—¡Vámonos de aquí! —exclamó su amiga, con lágrimas en los ojos.
    La muchacha fue la primera en salir; luego lo hizo su amigo. Sin embargo, hubo algo que no hicieron: no se fijaron en las orillas de la habitación, donde se encontraba Brown. Cuando intentaron escapar, él atrapó al chico, sujetándolo del cuello con un brazo y apuñalándolo por la espalda con un cuchillo de cocina.
—¡No! ¡Suéltalo! —gritó desesperada la chica.
—Vete, por favor, vete —le pedía el muchacho a su amiga, quien se negaba.
—Tú me dijiste que me cuidarías siempre, y no me alejaré de ti —dijo entre lágrimas, mientras el caníbal la miraba con su mirada sanguinaria.
—Estoy cuidando de ti en este momento, pidiéndote que te vayas. ¡Hazlo!
    Tras muchas lágrimas derramadas, la chica decidió escuchar a su amigo. Se fue, diciendo:
—Te quiero.
    El monstruo intentó ir tras ella, pero Peter lo agarró de una pierna y lo derribó, luchando con sus últimas fuerzas para protegerla. Ella pudo escapar, alcanzando la salida y buscando ayuda en la carretera.
    El silencio tras la partida de Natasha fue pesado. El muchacho, herido y agotado, se arrastró por el suelo, su mente estaba envuelta en una niebla de dolor y desesperación. Cada respiración era un desafío, cada segundo un susurro de la muerte al acecho. Pero en su pecho, aún palpitaba algo más que miedo: el deseo de resistir, el fuego del amor que había intentado proteger a toda costa.
    La lucha por Natasha había valido la pena, al menos por ahora. Pero la verdad era más cruel de lo que su cuerpo podía soportar. En algún rincón de su mente, la sombra de la muerte se filtraba con más fuerza que nunca, y su vida, como un hilo de plata, se deslizaba lentamente hacia el final. El silencio de la cabaña, mezclado con los ecos de las tragedias ocurridas en sus paredes, lo envolvía. No podía creer lo que había pasado, cómo la muerte se había filtrado entre ellos con una violencia tan brutal.
    Brown, el monstruo que había sembrado el caos, seguía allí, aunque su presencia fuera ahora más una amenaza abstracta, más allá de la corporeidad. A medida que las fuerzas de Peter se desvanecían, su mente se agitaba con pensamientos oscuros. La intriga de lo que sucedería a continuación le atravesaba como una daga fría. ¿Qué sería de Natasha? ¿Se salvaría? ¿Podría encontrar algún refugio en un mundo que ya no parecía tener sentido?
    El miedo seguía ardiendo en su pecho. Un miedo que no era solo físico, sino existencial. El temor a lo desconocido, al horror que acechaba en las sombras de su vida, era mucho más aterrador que el propio dolor. Al final, ¿quién ganaría? ¿El monstruo que había sido creado por la desesperación, o el humano que, aunque herido y roto, seguía luchando por sobrevivir?
    Las puertas del destino se cerraban lentamente, y con ellas, cualquier esperanza de redención. Sin embargo, en su alma, había una pequeña llama que se negaba a morir: la esperanza de que, tal vez, en otro mundo, otro lugar o en otro tiempo, las cosas pudieran haber sido diferentes. Y en ese último suspiro, su corazón se despidió con la certeza de que la verdad, como la muerte misma, nunca puede ser olvidada.

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