Capítulo XXII - La decisión
Solo habían pasado unos minutos desde que el jefe se había ido. El guardia encargado de la vigilancia, sintiendo una urgencia, decidió salir, a la parte trasera de la comisaría, consciente de que el sanitario no funcionaba. Detrás del edificio solo había árboles, y más árboles. No había murallas ni rejas, solo un denso bosque que parecía envolverse en la fría y ventosa noche, haciendo que las ramas de los árboles danzaran al ritmo del viento. Mientras se preparaba para orinar, un ruido rompió la quietud, molestándolo. Pensó que tal vez se trataba de algún animal merodeando.
—Ven aquí y te haré lamentarlo —murmuró con frustración, mirando hacia la oscuridad.
El ruido volvió. Esta vez, se trataba del crujido de ramas quebrándose bajo el peso de algo... o alguien.
—¿Quién está ahí? —preguntó el uniformado con firmeza, sintiendo una leve inquietud.
Nadie respondió, pero el aire estaba cargado de una presencia.
La sensación era sofocante, casi tangible.
—Quienquiera que seas, sal de ahí. Si intentas algo, tendré que dispararte —advirtió, tratando de mantener la compostura.
El bosque se sumió en un extraño silencio. Solo el viento silbaba entre las ramas. Sacó su linterna, apuntándola hacia los árboles. La luz se deslizó entre lo lúgubre hasta que iluminó algo que lo dejó paralizado. Allí, bajo la tenue luz, el caníbal. Parado cerca de un árbol, su boca estaba manchada de sangre fresca, su único ojo brillaba con un brillo macabro, y en su mano, sostenía el hacha que tanto terror había sembrado. Solo su presencia bastaba para congelar el alma. Un escalofrío recorrió la columna del oficial, incapacitándolo. Fue en ese momento de parálisis que Brown, rápido como un rayo, lanzó su hacha. Voló a través de la corta distancia que los separaba, clavándose en el pecho del guardia. No hubo tiempo para esquivarlo, ni para la esperanza.
El cuerpo del hombre cayó inerte al suelo, y el caníbal, consciente de las muchachas que estaban dentro, se movió con cuidado. Aunque había eliminado al único vigilante, no sabía si más policías vendrían pronto, por lo que necesitaba idear cómo entrar sin ser descubierto. En el interior de la comisaría, las jóvenes estaban angustiadas. El guardia no regresaba y la preocupación empezaba a consumirlas. Esther estaba sentada en el suelo, ahogada en lágrimas, temerosa de que su hermano ya estuviera muerto.
Bren se acercó y, abrazándola, trató de reconfortarla:
—No te desanimes. Tu hermano está bien. Lo van a encontrar, y pronto lo volverás a ver.
—Ese monstruo ya lo ha matado —sollozó, abatida—. Han pasado tantas horas... Ya está muerto.
—No, no pienses eso. Él es fuerte, seguro que escapó.
—¿De verdad lo crees?
—Estoy segura.
La abrazó, buscando consuelo en medio de la pesadilla. A pesar del temor, ese abrazo les dio un pequeño respiro. Pero no por mucho. Unos minutos después, escucharon el ruido de una camioneta acercándose. La Henderson se levantó rápidamente.
—Alguien ha llegado —anunció esperanzada.
Los pasos se oían cada vez más cerca. Esther también se levantó, con la esperanza de que fueran los policías trayendo buenas noticias. Sin embargo, no era el caso. Un hombre desconocido entró, claramente asustado.
—Comisario, he venido de muy lejos... necesito ayuda —habló.
Pero antes de poder continuar, algo en sus ojos cambió. Terror puro se reflejó en su rostro cuando miró detrás de las celdas. Confundidas, siguieron su mirada. Allí, de pie en la oscuridad, estaba el monstruo, mirándolos con su único ojo.
El sujeto salió corriendo, sin más explicaciones.
—¡Espere! —exclamó Bren, pero el miedo consumió al extraño, quien huyó en su vehículo.
Bren volteó hacia su amiga, dándose cuenta de lo que estaba por suceder.
—¡Cuidado! —gritó desesperada.
El caníbal había irrumpido. Con una cuerda, comenzó a estrangular a Esther, quien, atrapada, no podía hacer más que luchar por su vida. La joven trató de liberarla, pero el caníbal, con su fuerza monstruosa, solo necesitaba apretar más para asesinarla.
—¡Suéltala! —gritaba Bren, impotente, mientras veía cómo la vida de su amiga se desvanecía ante sus ojos.
Su cuerpo cayó sin vida al suelo, justo cuando el comisario llegó, ajeno a lo que había ocurrido. Brown soltó el cuerpo y desapareció antes de ser visto.
Fernández encontró a Bren arrodillada, sosteniendo a Esther en sus brazos, intentando evitar que cayera al suelo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, confundido.
—¡Ayúdeme! Necesita ir al hospital —suplicó la joven.
Abrió la celda, pero tras revisar el pulso de la muchacha, su expresión cambió.
—La mataste.
—¡No! No fui yo, lo juro —protestó Bren, aterrada.
—Claro que fuiste tú. Te pudrirás en prisión por esto — respondió el comisario, llamando a los paramédicos por su radio.
Ella comprendió que, si mencionaba al caníbal, nadie la creería. Todo estaba perdido. Sin embargo, cuando vio la puerta de la celda abierta, tomó una decisión en un instante. Empujó al policía contra los barrotes y salió corriendo hacia el bosque. Sabía que era una apuesta desesperada, pero quedarse significaba ser encarcelada por algo que no había hecho.
El policía, recuperándose del golpe, llamó inmediatamente a refuerzos.
—¡Encuéntrenla! —ordenó por radio— Esa chica es peligrosa.
Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Daniel ya había llegado a casa. Cuando sus padres regresaron, les explicó lo que había sucedido. Desconcertados, se dirigieron a la comisaría. Al llegar, encontraron una escena caótica. Patrullas por doquier y policías organizaban un operativo.
—Buenas noches, oficial —dijo el señor Henderson—. Me informaron que mi hija está aquí. ¿Puedo verla?
—¿Cómo se llama su hija? —preguntó el oficial.
—Brenda Henderson.
El oficial lo miró sorprendido. Sabía bien que era la chica que estaban buscando.
—Espere un momento —dijo antes de retirarse.
Unos minutos después, Fernández apareció.
—¿Brenda Henderson es su hija? —preguntó, con seriedad.
—Sí —respondió la señora Henderson.
—Lo lamento, pero su hija está siendo buscada por la ley.
—¿Qué? —exclamó el muchacho, atónito.
—¿Cómo es posible? —preguntó el señor Henderson, desconcertado.
—Entren, les explicaré todo, pero necesitaremos su ayuda para encontrarla.
Así, la heroína silenciosa de la noche se había convertido en una fugitiva. Mientras tanto, Bren, ahora escondida entre las hojas del bosque, luchaba por mantenerse a salvo, mientras Brown regresaba a su guarida, dejando a su última víctima atrás.
A la mañana siguiente, las noticias estallaron. Titulares hablaban de una "masacre en la comisaría". Pero lo que nadie esperaba fueron las palabras del comisario en una emisora de radio local:
«Entre nosotros hay una asesina, una joven sedienta de sangre que fue responsable de la masacre de anoche. No es Josh Brown. Es alguien más. Yo les prometo que pronto la atraparemos, y pagará por sus crímenes».
Bren, oculta en la espesa maleza, sentía el pulso acelerado de su propio corazón, como si el bosque entero latiera al unísono con su miedo. Cada crujido de las ramas, cada brisa que rasgaba las hojas, parecía un presagio de lo que ya había ocurrido.
El viento ya no era un susurro, sino una amenaza. La fugacidad de la vida se le imponía, como una certeza que no podía evitar. Su respiración se hacía más dificultosa, ahogada por la angustia que no la abandonaba. ¿Quién soy ahora? Se preguntaba, mientras una serie de imágenes distorsionadas de esa noche pasaban fugazmente por su mente.
Había perdido algo, algo más profundo que la libertad. En el bosque, entre esos árboles que no podían guardar más secretos, Entendió que la esperanza era un lujo que no podía permitirse. Todo había terminado, pero, al mismo tiempo, nada se había cerrado realmente. La idea de huir, de escapar a algún rincón lejano donde nada pudiera alcanzarla, no era más que una ilusión. Como una maraña de ramas que crecen sin piedad, la verdad sobre lo que había sucedido en la comisaría la perseguiría siempre.
Cerró los ojos, el sonido de los pasos de la policía sonaban en su mente, junto a la imagen de Fernández, ya tan distante de ella. Nadie
creería que Josh era el verdadero asesino, no ahora que las piezas estaban tan cuidadosamente dispuestas en su contra.
El bosque estaba lleno de ecos que ya no la llamaban, solo la vigilaban, esperando. Y, en medio de la calma que precede a una tormenta, comprendió que su destino ya estaba marcado. No había manera de retroceder, no había otra opción que seguir adelante, aun cuando esa marcha la condujera al abismo.
La oscuridad no era un velo, sino una presencia viva, que respiraba a su alrededor. Y en ese silencio eterno, supo que la huida no era una respuesta. Había algo mucho más profundo que debía enfrentar: su propio reflejo, que había quedado roto, como un espejo partido, a merced de la voracidad de un mundo que ya no la entendía.
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