Capítulo XX - La muerte se acerca
Un diario local publicó en su sección de noticias más destacadas de la semana:
«No hay nada de qué preocuparse. El hombre al que todos temen ya no existe. Ese miedo que tienen los jóvenes debe disiparse. Los padres deben encargarse de erradicar esas ideas de las mentes de sus hijos. No hay peligro, sigan con sus vidas. Los rumores de Josh Brown son simples mentiras. ¡Él está muerto!»
Alguien debería haber avisado a los jóvenes sobre esa noticia, ya que en ese preciso momento estaban siendo atacados por el hombre que supuestamente había dejado de existir.
El caníbal se abalanzaba sobre la puerta del sótano, su hacha destrozaba la madera con cada impacto. Cada golpe acercaba más a los jóvenes al final de su vida. El miedo y la desesperación los consumían, incapaces de pensar en un plan más allá de observar impotentes cómo el fin se acercaba.
—¡Ayuda! —gritó Natasha con la voz quebrada, aunque en el fondo sabía que era inútil. Desde el sótano, nadie los escucharía y, aunque lo hicieran, quien se atreviera a ayudarles seguramente acabaría muerto.
Lo que nadie recordaba en ese momento de pánico es que en ese mismo sótano había una pequeña entrada a un pasadizo. El destino quiso que Theo la encontrara, fue un golpe de suerte en medio del caos.
—¡Miren! —gritó con urgencia mientras corría hacia la pequeña entrada de metal—. ¡Podemos escapar por aquí!
La puerta del pasadizo se abrió, y justo en el instante en que los jóvenes comenzaban a bajar por las estrechas escaleras, derribó la puerta principal del sótano.
—¡Rápido! —gritó la Henderson.
Todos descendieron a toda velocidad, sufriendo raspones y cortes en la piel al apresurarse. Sin embargo, esos pequeños dolores no importaban, lo único que contaba era escapar. Pero Michell, quien fue el último en bajar, no corrió con la misma suerte. Antes de que pudiera siquiera tocar el suelo, el asesino lo atrapó, sujetándolo de la cabeza con una fuerza inhumana. Los gritos de sus amigos no fueron suficientes, y el chico fue arrastrado.
—¡Ayuda! —exclamaba desesperado, pero ya era tarde. No había nada que pudieran hacer.
Su hermana, fue presa de la desesperación. Entre lágrimas intentó volver para salvarlo, pero los demás la sujetaron, impidiéndole salir.
—¡Cierra la puerta! —ordenó Theo mientras el pedido de auxilio de Michell se desvanecía en la distancia.
—¡No! —clamó—. ¡Tengo que ir por mi hermano!
—Te matará si sales —advirtió Bren, con los ojos fijos en la entrada.
—No podemos dejarlo —susurró Iker, mirando a los demás—. Somos más, podemos con él.
—Está bien —aceptó Bren tras una pausa—. Pero nos quedaremos juntos.
—Vamos —apremió Esther.
Sin embargo, el destino les jugaba en contra. Cuando se disponían a salir, Josh había regresado, no para matarlos, sino para sellar su destino. Aarón, quien llevaba la llave del pasadizo, había caído en las manos del monstruo. Le arrebató la llave y ahora la usó para sellar el destino de los jóvenes. Estaban atrapados, sin salida.
—¡No! —gritó Daniel, desesperado, mientras subía las escaleras y trataba de abrir la puerta de nuevo. La golpeaba con todas sus fuerzas, pero era inútil. La puerta ya no cedía. Estaban atrapados en la penumbra.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Natasha—. Volverá por nosotros, lo sé.
—No podemos permitir que nos atrape. Debemos buscar una salida —propuso Bren, tratando de mantener la calma.
Esther seguía llorando, sumida en la impotencia y el miedo por su hermano. Se sentía paralizada por el terror. Iker, por su parte, no solo llevaba consigo un cuchillo de mesa como precaución, sino que también estaba preparado con algo más útil para ese momento. Del bolsillo de su chaqueta, sacó una linterna pequeña.
—Yo tengo una linterna —anunció mientras la encendía, la tenue luz cortaba la oscuridad.
Bren, incapaz de soportar los sollozos de su amiga, intentó calmarla.
—Él va a estar bien. Lo encontraremos, pero primero necesitamos salir de aquí. Haz un esfuerzo, por favor, para poder escapar juntas —le dijo con voz suave, pero firme.
—Lo intentaré... Solo quiero que esté bien —respondió Esther entre sollozos.
—Lo estará. Vamos, sigamos.
Los jóvenes no sabían a dónde llevaba aquel pasadizo oscuro y húmedo, pero no tenían opción. Comenzaron a caminar, el eco de sus pasos parecía que les devolvía su propio miedo multiplicado.
A cada movimiento, la sensación de que Brown estaba muy cerca hacía más insoportable. Tras varios minutos de caminar, llegaron al final del pasadizo. Había una escalera, y en lo alto, otra pequeña entrada de metal. Esta, para su alivio, estaba abierta.
—Suban, no hay nadie —dijo Iker, después de asomarse y verificar el lugar.
Confiados en su amigo, subieron uno por uno. Al principio, no sabían dónde estaban. Parecía una especie de alcoba antigua, abandonada. No había más que unas cuantas sillas rotas y algunas ratas corriendo por las esquinas. El lugar desprendía un olor rancio y opresivo.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Natasha, desconcertada.
—Parece ser la guarida de un demente —murmuró Daniel, sus palabras estaban cargadas de tensión.
—Debemos salir por ahí —indicó Báez, señalando una puerta vieja y desgastada que se encontraba a unos metros de ellos.
Salieron de la alcoba, pero lo que encontraron al otro lado no les trajo consuelo. El lugar parecía no tener fin. Al entrar en la siguiente habitación, lo único que encontraron fue una cama polvorienta. Pero lo peor estaba por llegar. En la tercera habitación, se toparon con una escena macabra. En el centro de la habitación, había una mesa larga. De las paredes colgaban restos de animales, y en varias cubetas había sangre que rebosaba hasta casi derramarse. Encima de la mesa, un objeto estaba cubierto por un manta marrón oscuro.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Natasha, señalando lo que la manta ocultaba.
Bren, impulsada por una mezcla de terror y curiosidad, se acercó lentamente.
—No lo hagas —le advirtió Daniel, pero su voz fue ignorada.
Con una mano temblorosa, la chica Henderson tomó el borde de la manta. Un escalofrío recorrió su espalda, pero su deseo de saber qué había debajo fue más fuerte. De un tirón, destapó lo que estaba oculto. Los gritos no tardaron en salir de las bocas de todos. Sobre la mesa estaba el cuerpo inerte de Aarón. Lo más espantoso de todo era que ya no tenía ojos. El sujeto se los había arrebatado.
—Dios... mío... —balbuceó Giménez, apenas capaz de pronunciar las palabras.
Theo, incapaz de soportar la vista, vomitó. La escena era demasiado repulsiva para cualquiera.
—Tenemos que salir de aquí —ordenó Iker, su rostro era pálido por el horror.
Salieron de la habitación en busca de una salida. Al final del corredor, ignoraron dos puertas pequeñas y avanzaron hacia una gran puerta que, a su parecer, sería la principal.
—Por aquí —indicó Bren, con los nervios al límite—. Esa debe ser la salida.
Lo que encontraron al otro lado de la puerta no fue alivio, sino otro golpe de realidad. Estaban en el cementerio. Todas las tumbas cercanas eran viejas, cubiertas de musgo y maleza.
—Estamos en el cementerio —confirmó Daniel, mirando a su alrededor con incredulidad.
—Debemos ir a la comisaría local para contarles todo lo que ha pasado —propuso Natasha, tratando de mantener la calma.
—Tal vez nos crean esta vez. Además, si vienen a investigar encontrarán el cuerpo de Aarón. Eso debería ser suficiente — declaró Bren, aceptando la idea de su amiga—. Vamos, debemos darnos prisa.
—Sí —añadió Báez, mientras comenzaban a caminar apresuradamente.
Pero el peligro no había terminado. A unos cuantos metros de distancia, Brown se acercaba sigilosamente. Por suerte, Theo fue el primero en notar su presencia, y rápidamente se escondieron detrás de unos panteones lo suficientemente grandes como para ocultarlos. Al ver a su hermano Michell sobre el hombro del asesino, no pudo evitar romper en llanto. Bren, temiendo que los descubrieran, le cubrió la boca con una mano.
—Tranquila —le susurró, tratando de calmarla.
El caníbal entró en su cabaña sin darse cuenta de que los jóvenes estaban cerca. Bren y Esther, con el corazón en la garganta, aprovecharon para escapar. Las dos chicas se separaron del grupo y tomaron un sendero diferente. La muchacha, todavía presa del pánico, apenas podía seguir.
—Tengo que ir a buscarlo... No puedo dejarlo —murmuraba Esther, luchando contra sus propios instintos.
—No podemos hacer nada ahora. Los demás se fueron en otra dirección. Si vamos las dos, nos matará —dijo Bren, intentando hacerla entrar en razón—. Iremos a la comisaría. Les diremos todo y ellos salvarán a tu hermano. Lo prometo.
Ambas chicas comenzaron a buscar la salida del cementerio, pero era difícil. El lugar era extenso, laberíntico. Mientras tanto, el otro grupo de adolescentes había encontrado el portón principal. Bren y Esther saldrían por un agujero en la rejilla, pero sabían que el trayecto hasta la comisaría sería largo y peligroso.
—Seguramente se dirigen a la comisaría— intuyó Iker.
—Tenemos que ir también —propuso Daniel.
—De acuerdo, pero iremos por la ruta principal para no correr ningún riesgo —respondió.
Natasha, aterrada, abrazó a Peter. Él, intentando tranquilizarla.
—Todo estará bien.
Las dos chicas avanzaban por su camino, mientras que sus amigos iban detrás, a una distancia prudente. Pero aún les quedaba mucho por recorrer, y mientras tanto, Brown afilaba su hacha, preparándose para ir tras ellos.
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