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Capítulo XIII - La jaula del loco

Una noche lluviosa y un relato realmente estremecedor hicieron que los jóvenes sintieran más miedo del que ya llevaban consigo. Regresaron a sus casas sanos y salvos, pero Luis no sería tan afortunado. Al cerrar la puerta, confiando en que todo estaba bien, se dirigió a su puesto. Sin embargo, el caníbal estaba detrás de él, sosteniendo su hacha con la precisión de un cazador avizorando a su presa. El caníbal se acercó lentamente al guardia, quien, ajeno a su peligro, continuaba su camino. Pero Brown, en lugar de matarlo de inmediato, decidió dejarlo inconsciente golpeándolo con el mango del hacha.
   Luis se desplomó en el suelo, impotente. El caníbal, usando su fuerza desmedida, levantó al hombre en su hombro y comenzó a caminar. Unos minutos después de la emboscada, comenzó a llover nuevamente, aunque esta vez no con la misma intensidad. Atravesaba el bosque cargando el cuerpo de Luis, que, de pronto, comenzó a abrir los ojos. El miedo se apoderó de él, y, luchó por escapar, se arrastró por el lodo. Pero no había salida; el caníbal, ya cansado de su resistencia, lo golpeó con el hacha, matándolo al instante.
   Lo miró con ira, propinándole un golpe con el pie para asegurarse de que estuviera realmente muerto. Sin duda, Luis había caído esa noche. De nuevo, cargó el cuerpo sin vida y lo llevó hasta el cementerio. Al llegar, cruzó entre los ataúdes hasta alcanzar una vieja casa que se alzaba en lo profundo del lugar. La puerta era pequeña, lo que obligó a Brown a agacharse para entrar, arrastrando a Luis hasta una alcoba donde cocinaba a sus víctimas. Antes de llegar allí, tuvo que atravesar una habitación llena de jaulas grandes, donde mantenía a sus presas.
   Al pasar por esas jaulas, se escuchó a dos personas suplicando por sus vidas.
—¡Por favor, déjanos ir! ¡No te hemos hecho nada! —gritaron con desesperación.
   Ignoró sus súplicas, simplemente avanzando. El hombre mantenía con vida a algunas personas, tal vez para devorarlas en una ocasión especial. Este misterio se cierne sobre el lugar, y como ocurre con la mayoría de los secretos, hay quienes esperan resolverlo. Escogió ese sitio para esconderse porque la gente evitaba el lugar, aterrorizada por las leyendas sobre él. La policía ya había investigado, pero no encontraron nada, ya que cuando realizaron su indagación, el caníbal no estaba en ese lugar, sino en la casa 206.
    El cementerio era su nuevo refugio, aunque su verdadero hogar seguía siendo la residencia de los Henderson. Sabía cómo entrar y salir sin ser visto, y lo más inquietante era que pasaba gran parte de su tiempo en el 206. En su escondite, acumulaba objetos inquietantes: fotos de sus víctimas pegadas en la pared, ojos humanos y de animales colgando. También tenía un mapa de la ciudad, donde marcaba los lugares menos concurridos para transitar.
    Era un ser extraño, difícil de atrapar y, sin duda, alguien con quien no querrías cruzarte. En su mente, la idea de que varias personas se habían escapado de él lo atormentaba. No podía saber con exactitud quiénes eran, así que decidió que su misión sería asesinar a todos los jóvenes de la ciudad. Era un plan arriesgado, pero a él no le preocupaba. Pasó toda la noche afilando su hacha, ansioso por el momento en que comenzaría la masacre.
   En la mañana siguiente, Bren se cepillaba los dientes tranquilamente cuando escuchó ruidos provenientes de la casa. Era extraño; ella pensaba que todos todavía dormían, pues era muy temprano.
—¿Daniel, eres tú? —preguntó mirando hacia el pasillo.
    Nadie respondió. Esto la inquietó, ya que seguía escuchando ruidos que provenían de la oscuridad del corredor. Se limpió la boca, dejó el cepillo y comenzó a avanzar. Al llegar a la escalera, todavía no había visto a nadie, hasta que, detrás de ella, alguien la sorprendió: era     Daniel, quien bostezando dijo:
—¿Por qué te despertaste tan temprano?
—No pude dormir bien anoche —respondió Bren, con una mezcla de inquietud y desasosiego.
—No pudiste dormir por culpa de este tal Brown, ¿verdad?
—Algo así. Es aterrador pensar que hay un asesino en esta ciudad.
—Son solo leyendas. En realidad, no existe. Solo quieren asustarte —afirmó su hermano, escéptico de las advertencias que había escuchado de Luis la noche anterior—. Vamos, mejor prepárate para el colegio, porque eso sí es realmente aterrador.
    Un par de horas después, los hermanos estaban listos para un nuevo día de clases. Si mirabas con atención, todo parecía en orden y sin peligro, pero en realidad, el peligro aguardaba en cada esquina. Pregúntenle a Ángel, quien, en su camino al colegio, caminaba por un sendero poco transitado, al borde de un bosque que se presentaba sombrío y escalofriante. Con sus auriculares puestos, Ángel estaba ensimismado en su música y no escuchaba nada, ni siquiera los pasos silenciosos que lo seguían desde el bosque.
    El caníbal lo observaba con hambre, pero, de repente, su hacha se le cayó al suelo, aterrizando justo frente al chico. Al ver esto, Ángel exclamó, estupefacto:
—¿¡Qué!?
    Levantó el hacha y notó que estaba cubierta de sangre. Asustado, la dejó caer y empezó a mirar hacia los árboles. Solo el canto de las aves interrumpía el silencio de la mañana. Decidió apretar el paso, pero cuando iba a doblar una esquina, Brown lo atrapó, levantándolo con una fuerza sobrehumana y ahorcándolo. Otra víctima más para su creciente lista. Un joven más que sería devorado en una ciudad que había caído en las garras de este asesino.

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