Capítulo VII - La casa de los Henderson
Transcurrieron varios días después de aquel hecho tan pavoroso que les había ocurrido a los hermanos de limpieza. Un mes ya había pasado, y sus desapariciones sonaban en el aire como un lamento. Las noticias de sus muertes se esparcieron rápidamente, y sus rostros aparecieron en los periódicos como desaparecidos, incluso como muertos. Los pobladores, inquietos y temerosos, comenzaron a hablar de sucesos extraños que ocurrían en la cuadra, decían que era el refugio del caníbal.
Varios vecinos se quejaron de ruidos extraños durante las noches. Seguían asegurando haber visto a un sujeto caminando en sus terrenos, una figura alta y sombría que se deslizaba entre la noche. Estos rumores llenaron de miedo a la comunidad, y muchos optaron por abandonar sus hogares, eligiendo mudarse a otras localidades donde la historia de terror no había echado raíces. Casi vaciando por completo la cuadra, se convirtió en un recordatorio oscuro del pasado que algunos querían olvidar.
A medida que el tiempo pasaba, nuevos inquilinos llegaron a la zona. Entre ellos se encontraba la familia Henderson, compuesta por Samuel, un hombre de mediana edad de cabello negro y ojos oscuros, siempre con una sonrisa amigable pero marcada por la vida y sus preocupaciones. Su esposa, Liz, era una mujer de cabello negro azabache, con rasgos suaves que enmarcaban su rostro lleno de amor por sus hijos. Daniel, su hijo mayor de dieciocho años, tenía el cabello desordenado y una actitud rebelde que lo llevaba a buscar aventuras, siempre vestido con chaquetas de cuero que acentuaban su espíritu indomable. Brenda, de diecisiete años, era el contraste perfecto. Con el cabello negro lacio que caía sobre sus hombros y una mente brillante que la llevaba a preocuparse más por sus estudios que por las travesuras de su hermano, era una joven que a menudo se sentía atrapada entre la necesidad de encajar y el deseo de ser fiel a sí misma.
Era una tarde nublada y fría cuando el hombre de bienes raíces regresó, pero esta vez no venía solo. De su lado llevaba a la familia Henderson, quienes ignoraban la oscura y siniestra historia de la casa que estaban a punto de habitar.
—Esta es su nueva casa. Que lo disfruten —dijo el de bienes raíces, mientras señalaba la entrada de la vivienda con una sonrisa que no lograba ocultar su nerviosismo.
—No hay nada que disfrutar de esta vieja casa —afirmó Brenda, con una mirada escéptica mientras admiraba la fachada desgastada—. Espero que por dentro sea tan encantadora como lo es por fuera —añadió ella, tratando de mantenerse optimista.
—Perdone a mi hija; aún no puede asimilar que ya no podemos vivir donde estábamos —dijo Samuel, con una expresión comprensiva mientras firmaba los documentos—. Bueno, ¿podemos mudarnos hoy mismo?
—Claro, solo debe firmar aquí y será suya —contribuyó el tipo, mostrándole una hoja con el contrato. Solo faltaba la firma.
Samuel firmó, y así, la casa 206 ya tenía dueño.
—Felicidades, papá, por fin tenemos un hogar... ¿terrorífico? —dijo Daniel en tono burlón, dejando escapar una risa nerviosa.
—Después me lo agradecerás. Este es un buen lugar — respondió Samuel.
—Por supuesto, además no tendrá que quejarse de los vecinos, porque son muy calmados —aseguró el hombre, intentando aliviar la tensión en el ambiente.
—Eso espero.
Después de aquello, el intermediario se fue dejando las llaves en manos del señor Henderson, nuevo propietario de la casa de las pesadillas.
Pasó un tiempo y ya era hora de desempacar. Brenda estaba en la sala principal admirando las pinturas que estaban en las paredes, su mente estaba llena de curiosidad y escepticismo.
—¿Cuántos años crees que tengan esas pinturas? —preguntó Samuel—. Tal vez unos veinte o treinta años.
—Tal vez, de seguro el antiguo dueño era alguien muy solitario —dijo la muchacha, su tono entre reflexivo y crítico.
—¿Por qué lo dices?
—Solo alguien solitario tendría una casa así. Esto no se ha remodelado en años intuyó la joven, mirando los desconchones en las paredes y el polvo acumulado en las esquinas.
—¿Solo por eso crees que era una persona solitaria? —dijo el padre—. Yo ahora la poseo, y mírame, no soy una persona solitaria.
—Tan solo tonto por comprarlo —susurró la muchacha, dejando que sus pensamientos se desbordaran.
—¿Qué dijiste? —Samuel la miró, levantando una ceja.
—Nada, nada.
—Ayuda a tu madre, de seguro lo necesita —propuso su padre.
—De acuerdo, pero luego me darás permiso para salir a investigar —dijo la chica—. Debo saber si nuestros vecinos no son unos asesinos o presos que están escondidos por aquí.
—Está bien, pero irás con cuidado y sin causar problemas.
Cuando la joven salió de la habitación, Samuel se quedó solo. Sin embargo, no del todo, ya que sentía como si alguien lo estuviera mirando desde alguna parte de las paredes. Y en efecto, el asesino estaba detrás de una pared que conectaba esa alcoba con el sótano. Era un pasadizo que había creado y que le permitía observar sin ser visto, un método efectivo para seguir espiando a nuevas víctimas. El señor Henderson se sentía vigilado, aunque no sabía de dónde venía esa sensación inquietante. Josh, astuto como siempre, no dejaría escapar a estas nuevas víctimas. No los mataría sin antes divertirse un poco, y esa era la idea que lo mantenía en movimiento.
Cuando llegó la noche y todo se oscureció, era tiempo de encender los focos de afuera y prepararse para dormir. Brenda no salió a investigar a petición de su padre, ya que era demasiado tarde y era muy peligroso estar a altas horas afuera de un lugar que aún no conocían bien. Después de acabar la cena, ya llegaba la hora de cepillarse los dientes e ir a dormir. Dani, por su parte, no podía evitar su rebeldía e insistió a su hermana a que bajaran a investigar el sótano. Vaya idea descomunalmente tonta, pero ¿qué sabían estos jóvenes del peligro que los esperaba?
—Vamos abajo, escuché que las mejores historias de terror se viven en los sótanos —afirmó, llenándose de entusiasmo.
—No creo que sea buena idea, papá se enojará —comentó su hermana, sintiendo una mezcla de temor y responsabilidad.
—¿Tienes miedo? —dijo, burlándose de ella—. Eso es solo una historia. Ven, quiero demostrarte que no hay nada aquí.
La chica dudó, pero al final, la curiosidad ganó. No quería ser considerada una cobarde ante su hermano.
—Está bien, pero si nos atrapan, será tu culpa y eso se lo dirás a papá.
—Como si eso fuera a suceder. ¡Vamos, miedosa!
Bajaron sigilosamente por las escaleras, el aire en el sótano era frío y denso. Al llegar al final, se encontraron con un gran librero antiguo que cubría parte de la pared. Daniel, siempre impulsivo, se acercó a explorarlo.
—Este lugar es increíble —dijo, tocando la superficie polvorienta—. ¿Te imaginas las historias que podrían contar estos muebles?
Brenda, sintiendo la inquietud que la envolvía, lo observó con desconfianza.
—Deberíamos irnos —insistió ella.
—No seas tonta. Vamos a ver qué hay detrás de esto —dijo, empujando el librero para intentar moverlo.
La muchacha lo detuvo.
—Espera, ¿qué tal si hay algo peligroso?
Sin embargo, la curiosidad del muchacho era más fuerte. Con un esfuerzo, empujó el librero y, para su sorpresa, descubrió una puerta oculta. Cuando la abrió, un aire gélido los envolvió. La oscuridad al otro lado parecía llamar a los hermanos, prometiendo secretos que aún no estaban listos para descubrir. En ese instante, la intuición de Brenda le decía que no debían entrar.
—No deberíamos —repitió, pero su hermano ya había cruzado el umbral.
Brown, en la penumbra, observaba desde la oscuridad, su rostro retorcido en una sonrisa macabra. El chico no lo vio, pero sentía que el peligro esperaba en las sombras. Cuando su hermana entró tras él, el instinto de supervivencia comenzó a vibrar en su interior. En ese momento, una sensación de pánico lo recorrió.
A medida que exploraban el nuevo espacio, Daniel se encontró con un viejo baúl. Con curiosidad, se acercó a abrirlo.
—¿Qué hay dentro? —preguntó su hermana.
Al abrirlo, se encontró con objetos cubiertos de polvo y telarañas. Algunos libros amarillos por el tiempo, una lámpara oxidada y un pequeño diario desgastado. Cuando el joven hojeó las páginas, leyó en voz alta algunos de los poemas garabateados:
La soledad es un pozo insondable,
un abismo donde las sombras dialogan,
ajenas al paso del tiempo y la carne,
una danza que el alma contempla,
absorta y sola.
Es allí, en el frío mármol de su morada,
donde el ser aprende que la compañía
es un espejismo.
El universo, vasto y silencioso, es juez eterno,
un lienzo indiferente donde el hombre
es trazo fugaz.
Sus estrellas son brasas distantes, ajenas
a la agonía,
y su negrura un manto que sofoca
el clamor del corazón.
En la inmensidad, la pequeñez es un testamento, un susurro que grita: no eres nada, pero lo eres todo.
La tristeza, cual río oscuro, erosiona las costas del alma, pero tras su curso violento, la paz se asienta como rocío.
Es el hallazgo de un equilibrio en el caos,
el abrazo de lo finito al infinito,
de lo mortal a lo eterno.
Así, entre el silencio y la vastedad, el ser respira, y la paz florece, un pacto
entre la nada y la plenitud.
—¿De quién habrá sido estos libros? —preguntó Brenda.
—Quizás era del antiguo dueño —respondió su hermano quien se encogió de hombros, sin prestarle mucha atención.
Pero la tensión en el aire era palpable. Mientras los hermanos continuaban con su exploración, sus destinos se estaban entrelazando con el de un intruso que había entrado. Con cada susurro de las paredes, la figura del ser destructivo se cernía sobre ellos, esperando el momento perfecto para llevarse sus vidas. Tal vez fue la noche más afortunada de sus vidas, o tan solo fue el comienzo de algo más aterrador.
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