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Capítulo VI - Nuevos dueños, viejos secretos

   Pasaron unos meses desde los sucesos horribles que habían sacudido a los vecinos de la cuadra donde se encontraba la infame casa 206. Los periódicos locales no tardaron en hacerse eco de la noticia: Jóvenes desaparecidos, posibles víctimas de un crimen macabro, Las autoridades no dieron muchos detalles, pero los vecinos ya habían sacado sus propias conclusiones. Los rumores se esparcieron como pólvora, y el miedo comenzó a apoderarse del lugar.
   Los residentes más antiguos, aquellos que conocían bien la historia de Brown, no podían evitar relacionar las desapariciones con el temido caníbal que había aterrorizado la zona en décadas pasadas. Por las noches, algunos aseguraban haber visto una figura alta y sombría caminando por sus jardines. Otros decían haber escuchado extraños ruidos provenientes de ahí. Todo esto era suficiente para que varias familias decidieran mudarse, dejando la cuadra casi desierta. El misterio, el miedo, y la incertidumbre eran demasiado para soportar.
   Con el tiempo, nuevos inquilinos llegaron al vecindario. Gente que desconocía por completo la oscura historia de la calle y de la casa maldita. Poco a poco, la vida volvió a llenar las calles vacías, pero nadie se atrevía a poner un pie en ese sitio.
   Incluso los nuevos vecinos, al escuchar las historias de los antiguos residentes, comenzaron a sentir el peso de la maldición que envolvía aquel lugar.
—Creo que nadie va a comprar esta casa —dijo Mariano Báez, un vecino que vivía justo enfrente. Miraba la fachada de la vivienda con una mezcla de temor y desdén.
—Ya conseguiré quien quiera habitar en ella —respondió el señor de bienes raíces, ajustándose el nudo de la corbata mientras miraba su reloj.
—Nunca será cómoda para quien viva en ella. Brown vendrá por la persona que intente pisar un pie adentro de sus alcobas —dijo una señora mayor desde la vereda.
—¿Quién es esa vieja? —preguntó Carl, otro poblador de la zona, que había llegado recientemente.
—No le hagas caso. Es una antigua vecina que aún cree que el caníbal sigue vivo —respondió el hombre de traje, sin darle demasiada importancia a las advertencias de la mujer.
—¿Ese tal Josh? —preguntó Carl—. ¿No murió hace años?
—Así mismo —respondió el señor con un gesto de indiferencia—. Yo me tengo que ir. Tengo mucho que hacer. Tengo que mandar a limpiar esta casa para presentarla a los interesados.
Pasaron unas horas. Cuando los vecinos terminaron de almorzar y estaban por volver a sus respectivos trabajos, llegaron los encargados de la limpieza. Los hermanos Horacio y Hernán, quienes se dedicaban a mantener y limpiar propiedades desocupadas, habían sido llamados para ocuparse de la vivienda. Ambos llevaban años en el oficio, pero sabían que esta vez sería diferente. Habían escuchado las historias, y aunque no creían del todo en ellas, sentían una incomodidad latente al entrar en esa casa.
—Comencemos por aquí —dijo Horacio, señalando la sala principal, llena de polvo y muebles que parecían a punto de desmoronarse.
—Sabes algo —comentó Hernán mientras barría el suelo—, este fue el lugar donde ocurrieron los actos de canibalismo más horrendos. Me da escalofríos estar aquí. Siento que en cualquier momento seremos atacados por el fantasma de Brown.
—No digas tonterías —respondió Horacio con una sonrisa sarcástica—. Lo único que nos va a atacar aquí son las arañas si no nos damos prisa. Además, si no terminamos temprano, no nos pagarán.
—Está bien, pero si terminas siendo la cena de algún monstruo, no me llames para ayudarte— respondió Hernán en tono burlón.
Pasaron varias horas y los hermanos avanzaban con el trabajo. A pesar de las bromas, el ambiente en la casa era pesado, casi opresivo. Algo en el aire hacía que el corazón de ambos latiera más rápido de lo normal. No era solo el polvo o el abandono del lugar; era como si algo más estuviera vigilando desde la tenebrosidad, observando cada movimiento que hacían.
   Mientras terminaban de limpiar las últimas habitaciones, Horacio, siempre meticuloso, decidió hacer un último recorrido para asegurarse de que todo estuviera en perfecto estado. Fue entonces cuando, sin darse cuenta, tropezó con una alfombra que cubría algo extraño en el suelo. Al apartarla, descubrió una trampilla que llevaba a un sótano oculto. Horacio no pudo resistir la tentación de abrirla. Descendió por las escaleras, el aire se volvía más pesado con cada paso que daba.
   Cuando llegó al fondo, sus ojos se encontraron con una visión aterradora: allí, el mismísimo caníbal. Su figura, alta e imponente, lo miraba con una sonrisa macabra. Horacio intentó retroceder, pero fue demasiado tarde. Con un movimiento rápido y preciso, le clavó el gancho en la espalda, arrastrándolo por el suelo hacia la oscuridad.
Mientras tanto, Hernán esperaba afuera, impaciente por la tardanza de su hermano. Después de unos minutos sin respuesta, decidió entrar.
—¿Por qué no has regresado? —dijo al entrar, esperando escuchar alguna broma de su hermano.
   El silencio que lo recibió fue inquietante. Al caminar por la casa, notó algo que lo heló hasta los huesos: un rastro de sangre que conducía hasta una abertura en el suelo.
—Si es una broma, te aseguro que no tiene ninguna gracia — dijo, su voz temblaba ligeramente.
   Descendió por la misma escalera que había llevado a su hermano a su perdición. La penumbra lo envolvía, y sus pasos retumbaban en el sótano. Al llegar al fondo, se encontró con una puerta. Detrás de ella, escuchó un grito ahogado que reconoció de inmediato. Era Horacio.
—¡Ayúdame! —gritó su hermano desde el otro lado.
    Hernán, desesperado, pateó la puerta con todas sus fuerzas. Al tercer intento, logró abrirla, solo para encontrarse con una escena de pesadilla. Horacio estaba atado a una mesa, sus ojos estaban llenos de terror.
—¡Cuidado! —gritó Horacio, pero ya era demasiado tarde.
   Apareció detrás de Hernán, agarrándolo por el cuello y estrellando su cabeza contra la pared con fuerza. Hernán sintió cómo su visión se nublaba, mientras el caníbal lo golpeaba una y otra vez, hasta que la vida se apagó en sus ojos.
    Horacio, aún atado, no podía hacer nada más que observar, impotente, mientras su hermano era asesinado. Sabía que su turno llegaría pronto. Josh, sin mostrar emoción alguna, se acercó a él y, con un cuchillo en la mano, le cortó la garganta de un solo movimiento. La sangre brotó como un torrente, y la vida de Horacio se extinguió junto a la de su hermano.
    Días después, el hombre de traje regresó a la casa, acompañado de los nuevos dueños. Sonreía satisfecho. La casa 206 había sido vendida.

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