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El corazón de Davy Jones

Desde el Morrillo elevado sobre el medio baluarte proyectado en ángulo agudo del Castillo de los Tres Reyes que se eleva a unos cuarenta metros de la entrada del puerto de San Cristóbal de La Habana, entre la bruma que flota sobre las aguas del mar, el vigía observa un punto de luz verde de apariencia fantasmagórica entre la naciente oscuridad del atardecer del treintaiuno de octubre de 1765, y tras unos instantes de duda entre si debía tocar la campana  y colocar una banderilla sobre la cortina de la puerta del baluarte para llamar la atención en la Real Fuerza sobre el avistamiento de un barco o no darle importancia alguna, se decide por esto último al ver cómo el destello cetrino languidece hasta desaparecer tal cual su aparición. No imagina este que se trata de El Holandés Errante, galeón comandado por el demonio de los mares con cabeza de pulpo, quien durante el breve tiempo que permaneció emergida la embarcación  sosteniendo el catalejo con la tenaza de cangrejo que sustituye su izquierda, sostiene con la derecha la rueda del timón. Un viento fuerte y repentino le arrancó el sombrero de alas anchas que cubre la nuca con forma de bolsa y casi al instante, lo pisó con su pie izquierdo manteniendo invariablemente firme su pata de cangrejo.
Tras estudiar el sistema de fortificaciones de la ciudad, agarró con el tentáculo que tiene por índice el instrumento óptico y dio la orden de sumergirse nuevamente con una sonrisa maléfica. Bajo las oscuras y peligrosas aguas que bordean la bahía, el demonio de los mares se siente mucho más cómodo y ágil, pues los tentáculos que ahora flotan sosteniendo la llave que abre el cofre donde guarda su corazón, dejan ver el cravat que liga la abertura de su camisa cubierta parcialmente por una casaca abotonada hasta la cintura mediante dientes de tiburón. Los de la espalda, que sirven para cerrar el corte que parte desde el talle, son de calamar. Ondulan los pliegues laterales y flotan los faldones de la parte trasera hasta las corvas, así como las algas que cubren su cuerpo sobresaliendo de las estrechas bocamangas, cuello recto y calzones cortos. Azul marino con calaveras bordadas en hilo de seda teñida con sangre de sus fantasmagóricos prisioneros, es la casaca.
Hábil navega el  barco fácilmente identificable no solo por su esplendor espectral sino también por su mascarón que es un esqueleto sosteniendo en la derecha la hoz de la muerte, con su casi medio centenar de cañones a lo largo de babor y estribor y dos triples en la proa que tiene la apariencia de un par de colmillos filosos.
Como todo galeón holandés, su obra muerta es más baja y estrecha que los contemporáneos de otras naciones, lo cual le ofrece mayor rapidez y destreza para moverse entre las cálidas y peligrosas aguas caribeñas, siguiendo el curso de la Corriente de las Antillas y esquivando los arrecifes del lecho marino: cementerio de embarcaciones cargadas de oro  o plata provenientes de las Indias Occidentales. El duffy, como le dicen los tripulantes negros,  puede permanecer durante horas sumergido, debido al sifón que tiene en el lado izquierdo de su cabeza y que le permite respirar bajo el agua.
Solo cada diez años en la noche de Halloween Davy Jones puede tocar tierra. Sigiloso se acerca el navío más ligero que sus homólogos españoles, atraviesa el estrecho canal que ofrece entrada a la profundísima bahía, pasando frente a la Punta: cuadrilátero abaluartado que dista de la Plaza de Armas unos doscientos metros, y a menos de quinientos metros del polígono irregular construido sobre los elevados peñascos alzados en la otra parte del estrecho todo abaluartado gracias al precedente y la reciente fortaleza de San Carlos de la Cabaña. Por lo inmortal de su condición, el pirata que pasa largas horas en la cabina solamente acompañado por las trtistes y aterradoras melodías ejecutada en el órgano, intrépido se muestra ante los demás ante el casi medio centenar de piezas de artillería que suman las tres fortificaciones junto al sistema de baterías.
Evade los altanos que dificultan la navegación sobre la superficie, el pirata condenado a navegar eternamiente por los mares del mundo, y llegando a su destino da la orden de emerger imponente a El Holandés Errante invadido de corales, anémonas, percebres y mejillones en cada una de sus partes, frente la plaza de San Francisco.
Siendo avistado de súbito, tocan a rebato las campanas y se disponen a enfilar todo su sistema defensivo  para neutralizar al misterioso invasor que tiene la habilidad de atravesar los cuerpo sólidos y su tripulación, formada por fantasmas, tiene igual condición de inmunidad ante las balas.
Ecuánimes desembarcan en sus botes mientras el barco vuelve a hundirse en la Playa de las Tortugas. Poco pueden hacer los mil doscientos hombres enviados bajo el mando del conde de Ricla y el cuerpo de artillería del conde O´Reilly para su defensa. No los detienen las murallas que corren desde la Punta hasta el Arsenal; y apenas entrada la noche, sin resitencia alguna, el maldito pirata atraviesa la Plaza de San Francisco y se dirige hasta la casa del Cabildo, morada del Gobernador don Ambrosio Funes de Villalpando.
El grande de España que sustituyó al inglés Keppel, le dice que su invasión ha sido inútil, pues siendo época de temporales y ciclones, no hay embarcaciones colmadas de la valiosa carga en el puerto de San Cristóbal de La Habana.
--No es oro y riquezas lo que me trae aquí --le contesta Duffy Jonás tomándose la libertad de llevarse un puñado de rapé a la boca, guardado en una cajita de cedro ubicada sobre el escritorio--. Recién acabo de pasar entre un camposanto de navíos hundidos en las proximidades de estas aguas repletos de oro y plata. Es más, puiede que hasta sea generoso si yo y mis hombres somos bien servidos.
--¿Qué quiere, entonces?
--Beber y jugar en tabernas, caminar por las calles de la ciudad. No busco disturbios.
--¿Qué pasará al amanecer?
--Nos marcharemos como llegamos.
--¿Solo eso?--por respuesta, Davy hace un gesto que denota conclusión--. ¿No busca venganza, no tiene asuntos pendientes?
--Don Funes de Villalpando. Hace exactamente una década que no toco tierra, ¿cree que voy a malgastar este precioso tiempo en viejas redencillas? ¿Y mis hombres? Ellos solo quieren envuiarle mensajes a sus familieres y amigos muertos. Me he ganado el calificativo de demonio, pero como tripulación, solo soy un fantasma.
--Disculpe mi desconfianza, pero no le creo.
--¿Ha oído hablar de El Holandés Errante?
--Debo confesar que hasta ahora lo consideraba una leyenda.
--Entonces debe saber que los juramentos que se hacen en él son estrictamente cumplidos. ¿Le importaría acompañarme?
--En lo absoluto.
Ambos hombres van hacia el galeón maldito y allí, sobre el corredor que una el castillo con el alcázar, el pirata jura que al amanecer se marchará junto con sus hombres de La Habana sin haber causado daño alguno. Don Ambrosio, satisfecho, da la orden a la Armada Española de darles plena libertad y tras esto, se marcha al Ayuntamiento con pleno sosiego. Davy Jones, por su parte, se teletrasporta a orilla de la Playa de las Tortugas para disfrutar de un recorrido por la ciudad más custodiada de las Indias Occidentales. Pasa frente a una casa de coima para disfrutar de un buen trago de ron. El tabernero, un mestizo entrado en los treinta y de excelentes proporciones, atrae su atención. El mozo lo mira con desprecio y hasta hace un gesto de repulsión en cuanto le da la espalda, pero el Duffy, ayudado de la tenaza y su tentáculo, saca un escudo de oro de una bolsita atada a la cintura y lo llama mostrándole la moneda. El joven, solícito, regresa donde él con una enorme sonrisa para escuchar la propuesta:
--Una noche contigo --le pide poniéndole la paga en un bolsillo de la chupa, y el joven asiente imaginando cuántos problemas podrá resolver con semejante suma de dinero. Le hace un gesto para que lo siga a su aposento en el piso superior y allí, en una hamaca, lo complace totalmente.
--¿Puedo hacerte una pregunta?
--Hazla.
--¿Solo te gustan los hombres?
--Ahora sí.
--Entonces, antes también te sentías atraído por las mujeres--Duffy desvía la mirada y se acuesta boca arriba, lo cual delata que amó a una mujer y esta le hizo sufrir enormemente--. ¿Quién las necesita? Son más complejas e impredecibles que el mar.
--Sí --le responde mirando al techo. Luego se queda unos instantes pensando en Calypso y al recordar su traición, la imagen se trasforma en Tía Dalma, lo cual lo devuelve a su posición inicial para abrazar al tabernero, quien ahora nota la llave fuertemente agarrada por los tentáculos de la cabeza y desconociendo la maldición que cae sobre él, le pregunta qué abre.
--No es asunto tuyo--le responde con brusquedad y asiéndola con más fuerza y levantándose de la hamaca. Toma la bolsa donde tiene el dinero, saca un real de plata y se lo arroja--. Aquí tienes una propina por el excelente servicio --el mestizo lo agarra complacido diciéndole que vuelva cuando quiera--. Tal vez dentro de diez años --tuvo por respuesta junto a un portazo del pirata que se marchó intempestivamente del establecimiento para caminar solo por las calles de La Habana hasta el amanecer, mientras el corazón late con fuerza y bien protegido, en el locker, junto a las cartas escritas por la diosa del mar.

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