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4. El duende

Aquella tarde de verano, Paulo se hallaba absorto, contemplando el magnolio del jardín. Se los había regalado —a él y a Fran— un simpático dependiente del vivero por el que acertaron pasar alguna vez. Paulo amaba las magnolias y le entristecía pensar que no vería florecer el árbol cuyos primeros retoños suelen demorar unos diez años en aparecer. Él no viviría tanto. Lo que lo consolaba era saber que su amigo sí lo disfrutaría. Por alguna razón, el magnolio lo hacía pensar en la hermosa amistad que lo unía a Fran y, para celebrarlo, lo había invitado a comer y a tomar unas copas. 

Dispuso la mesa junto al joven árbol que, aunque todavía no ganaba demasiada altura, ya evidenciaba unos primeros ramales fibrosos y fuertes.

—¡Santa María! —exclamó el invitado—. ¿A qué se debe este evento?

—Quiero homenajearte, amigo mío —replicó Paulo mientras abría una botella de champagne—. Es una bendición haber encontrado un amigo como tú, ¿sabes? No todo el mundo tiene la dicha de hallarlo.

Fran se quitó los lentes oscuros y le echó una mirada recelosa.

—¿¡El médico te dijo algo malo!?

—¡No! —rio el otro—. ¿Es que acaso no puedo tener un gesto agradable con mi mejor amigo?

El moreno acomodó el bolso en el respaldo del sillón y se sentó.

—Es que cada vez que te pones amable es porque ha sucedido algo.

Paulo sirvió dos copas y se ubicó junto a él.

—Estuve observando el magnolio y me dije: ¡Qué maravilloso regalo nos hizo aquel dependiente! Nunca he recibido algo tan bonito. Y entonces, de inmediato, pensé: «¡pero si es Fran el mejor regalo que me dio la vida!». Pocos dan, a la amistad, el verdadero valor que tiene. Es solo hasta que sabemos que estamos más cerca del arpa que de la guitarra que comenzamos a paladear la vida con otro sabor. ¡Tu eres lo mejor que me ha sucedido amigo y quiero brin...! ¿¡Qué es eso!?

Fran sacudió la cabeza ante el abrupto cambio de tono.

—¿Qué cosa?

—Algo se movió detrás del magnolio.

El moreno soltó un alarido y se encaramó a la silla como si lo hubiera tocado un rayo.

—¡Una rata! —chilló—. ¡Una rata!

—¿La viste? —inquirió Paulo preparándose para subir también a la suya.

—¡No! Pero, ¡¿qué otra cosa puede moverse por allí?!

—Soy yo. —Una suave vocecita infantil salió de entre las ramas del árbol. Los dos amigos quedaron estupefactos.

—¡Sabía que no me invitabas por ser amable! —gritó Fran, histérico—. ¡Quieres asustarme, ¿verdad?! ¡Verme aterrada como cuando me invitaste a ver Annabelle!

—¡Calla, marica tonta! ¿Quién está ahí?

Un personajillo, como de cuentos, con bonete largo y caído, asomó entre las ramas del magnolio. Sus ojos asustados iban de uno a otro.

—Ho... hola. Soy Shh.

¿What? —preguntó Fran.

—Mi nombre es Shh.

—¿Shh como ¡«shhh, calla»!?

El hombrecito salió de su escondite y los miró, un tanto desconcertado.

—¡Necesito ayuda! —clamó luego de unos instantes. Fran bajó despacio de la silla y se sentó, mirándolo con espanto. Paulo se acomodó la camisa y se agachó para ver mejor al visitante.

—Y... ¿Qué es lo que necesitas? —preguntó.

—¡Impedir que el reino del sol ataque al reino de la noche!

Paulo levantó una ceja al tiempo que Fran largaba una carcajada entre aliviada e incrédula.

—¿Es una broma, verdad? ¿De dónde sacaste este muñeco tan cute?

—¡No soy un muñeco! —chilló Shh, que saltó hasta su regazo y le clavó una mirada furibunda—. ¡Y dejen de perder el tiempo! ¡Si los dorados atacan a los de plata, la historia no podrá contarse!

—¿Qué historia? —preguntó Paulo con intriga.

—¡La nuestra, la del reino de Bianjaär y el príncipe Naiïm!

—¿Y dónde queda ese reino?

—Aún no sabemos, pero estamos en eso. Porfa, ¡si no me ayudan, no podrá contar la historia!

—¿Quién?

—¡La autora de este cuento! ¡Es la misma que está escribiendo el nuestro! ¡Tienen que ayudarnos, porfa, o quedaremos sin publicar!

—¡Oh, eso sería terrible! —opinó Fran, que empezaba a tomárselo en serio—. ¿Estás seguro de que podemos ayudar?

—Claro, a ustedes les regalaron este magnolio, ¿verdad?

—Pues...sí... ¿Cómo lo sabes?

—Andy, el dependiente del vivero tiene la misión de encontrar buenas personas y darles el portal. ¡Ahora vámonos, que se nos terminan las palabras!

—¿De qué palabras habla este enano? —preguntó Fran, agarrando su bolso.

—¡No soy un enano! ¡Soy un duende! ¡Y hablo del cuento! ¡Solo tenemos dos mil palabras para gastar!

—¡Oh! —Los amigos se miraron sin entender ni jota. De todos modos, lo siguieron hasta detrás del magnolio donde había un hoyo en la tierra, cerca de la rama más baja.

—Riego todos los días esta planta y juro que este agujero no estaba —aseguró Paulo mientras descendía por una minúscula escalera—. ¿Podremos regresar, después?

—Eso lo decidirá el rey. Por ahora, solo tenemos boleto de ida —Shh sonrió un tanto maquiavélicamente. Fran, asustado, se tomó de la ropa de Paulo.

—Esto no me gusta nada —susurró—. Creo que estamos siendo muy tontas al acompañar a este gno...

—¡Duende!

—Sí, sí, claro, es lo que iba a decir.

—Mira, Francisca —repuso Paulo, también algo asustado—, más vale morir por haberlo intentado que por quedarse con la duda, ¿no crees?

—¡No! Para ti es fácil porque ya te estás despidiendo de este mundo, pero yo.... ¡Ay, mira lo que me haces decir! ¡No me gusta hablar de eso!

—¡Yo no te he dicho nada, marica!

Al final del túnel los esperaba una canoa con un simpático barquero que los condujo a una costa de arenas blancas, agua turquesa y el sol más brillante que jamás hayan visto.

—¡Bienvenidos a Bianjaär! —exclamó el duende saltando a la arena. Los amigos lo siguieron hasta un enorme castillo con banderas violetas, amarillas y blancas que flameaban orgullosas en las torres.

Los guardias los dejaron pasar sin objeciones.

—¿Son...? ¿Son elfos? —preguntó Fran, extasiado ante la belleza de los espigados y longilíneos seres de largos cabellos áureos.

—Eso creo —repuso Paulo, tan asombrado como él.

—Son elfos dorados, o elfos del sol, como más les guste —explicó Shh, caminando a saltitos delante de ellos—. Nuestro rey tiene algo en contra de los elfos de plata y está preparando un ejército para atacarlos. El príncipe Naiïm quiere impedirlo, pero aún es muy joven para hacer algo. Imotrid dice que solo dos humanos, tan diferentes entre sí como las razas que se enfrentan, y que se amen con el alma, pueden salvarnos de la guerra. Dorcël no habla, pero está de acuerdo. Y las dos saben mucho, aunque no se conozcan. De esto ¡ni una palabra al príncipe!

—De todos modos, no entendí nada —murmuró Paulo.

—Ni yo —consintió Fran—. ¿Quiénes son Imotrid y Dorcël?

—¡Silencio! —ordenó Shh. Habían llegado a una enorme puerta de doble hoja con símbolos dorados, violetas y negros—. Ni una palabra hasta que yo lo indique, ¿de acuerdo?

Asintieron.

Dos guardias abrieron las puertas, Paulo le guiñó un ojo a uno de ellos, pero el ingrato ni lo registró.

—¡Elfos amargos! —rezongó en voz baja.

La sala era inmensa.

—¡Santa María! ¡Parece el Palacio de Buckingham!

—¡Silencio! —repitió Shh en voz baja. Caminaron sobre una alfombra roja, hacia los lados, grupos de elfos vestidos con túnicas, los observaban dubitativos y curiosos. Al final, dos magníficos tronos dorados se alzaban sobre un pedestal. Uno estaba vacío, en el otro, un elfo, notoriamente mayor que el resto, sonrió.

—¡Oh, Shh! ¡Veo que no desiste en tu empeño de detener lo inevitable! —exclamó en tono burlón.

—No, majestad. Traje a estos humanos que, como verá, son tan diferentes entre sí como grande el amor que se profesan el uno al otro. Son mejores amigos desde hace años... ¡Reverencia! —masculló por lo bajo al ver que Paulo y Fran seguían erguidos como si estuvieran esperando el autobús. Ellos, tomados por sorpresa, obedecieron. Pero Paulo se enderezó enseguida.

—¡Qué es esto de que tenga que reverenciar a alguien! ¡Justo yo!

—¿Quieres que tu cabeza ruede en la plaza central? —La voz, grave y profunda, provenía del mismo guardia al que le había guiñado el ojo segundos antes.

Si a Paulo le molestaba hablar con Fran por la diferencia de estatura, mirar al elfo por poco lo hace caer hacia atrás. Tragó saliva y, sin chistar, se inclinó ante el rey, que sonreía satisfecho.

Fran, en cambio, se había concentrado en un jovencito que los observaba desde un lateral. El rey también lo vio; con una seña, lo llamó.

—Es mi nieto, Naiïm. Mi heredero.

—¡Reverencia! —volvió a mascullar Shh. Paulo y Fran se inclinaron de nuevo.

—¡Bienvenidos! —saludó el príncipe con voz amble—. Agradezco a Shh por el esfuerzo de encontrarlos. Es mi deseo que puedan convencer a mi abuelo de que una guerra no conducirá a nada, por el contrario, no sólo mermará la población de los lunares sino también la nuestra.

—¿Lunares? —preguntaron los amigos al unísono.

Shh frunció el entrecejo. Se estaba hartando de estos humanos.

—¡Lunares, de plata, de la noche, da igual! ¡Misma especie, diferentes nombres! ¡Son todos elfos! —replicó con impaciencia.

—¡Quieren nuestras riquezas! —bramó el rey—. ¡Son traidores! ¡Desobedientes! ¡Les prohibí que pisaran Bianjaär y, sin embargo, ahí estaba ese elfo estúpido, paseándose como si nada!

—Es un juglar, abuelo, solo hacía su trabajo sin dañar a nadie —dijo Naïim, luego explicó a los forasteros—: Hemos tomado prisionero al pobre elfo y su gente exige, con razón, que se lo libere.

—¡Sería bueno que nos apoyaras alguna vez! —protestó el abuelo.

—¡No puedo apoyar lo que no creo justo! —se defendió el príncipe—. ¡Quieres colgarlo por cantar!

—Eso de verdad es muy injusto —opinó Paulo—. Escúcheme, rey...

—¡Majestad! —corrigió Shh de mal talante.

—Majestad —rectificó Paulo con fastidio—. Puedo entender que no le gusten los que son diferentes, mucha gente nos señala por nuestra orientación sexual, por el color de la piel...

—¿De qué estás hablando, humano insensato? —exclamó el rey con el entrecejo tan fruncido que daba miedo—. ¡No tengo nada en contra de que los lunares sean blancos, plateados o del color que les dé la gana! Y claramente me importa un bledo con quiénes se acuesten. ¡Son traidores! ¡Deben morir! ¡Todos ellos!

—Pero, rey... Majestad —intervino Fran—, ganará mucho más si lo perdona y lo deja pasar. Su pueblo lo amará por ser bondadoso y comprensivo.

—¡No necesito que el pueblo me ame! Soy el rey y punto.

—¡Yo sí quiero que me acepten! —exclamó el príncipe—. Pronto gobernaré. —Volviéndose a los forasteros, aclaró—: mi abuelo está muy enfermo, pronto se unirá a nuestros ancestros y...

—¡Como yo! —indicó Paulo—. También me uniré pronto a mis ancestros... Aunque tal vez sea mejor que me una a los suyos, parecen mejor gente y más lindos que los míos... En fin, majestad, ¿por qué no deja al pobre chico reinar como le dé la gana? Si a usted ya no le queda mucho, ¿por qué amargarle la vida a este pobre elfito?

—Hay mucho que ustedes no entienden —aseguró el rey con voz cansada—. La verdad es que nosotros tampoco. Nuestra historia todavía está en los borradores de no sé dónde, pero...

—¿Wattpad? —arriesgó Fran.

—¿Qué?

—Nada, no importa. Siga, por favor.

—¡Es que no lo sé! La autora quiere que odie a los lunares, ¿qué puedo hacer?

—¡Tengo la solución! —exclamó el moreno con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Tiene que dejar en paz al elfo lunar porque esta no es su historia! ¿Entiende?

—No. —El rey se rascó la cabeza, confuso.

—¡Claro! —asintió Paulo—. Ya comprendo. La autora está escribiendo nuestra historia, no la de ustedes.

—O sea... —deslizó Naiïm—, ¿que la culpa es de Shh por haber ido a buscarlos a una historia que no correspondía?

El duende, que caminaba lentamente hacia atrás, intentó defenderse.

—Es que... Imotrid me dijo, y Dorcël estuvo de acuerdo y....

—¡Fantasías en la cabeza de la escritora! —gritó el rey con una carcajada—. ¡Tienen razón! ¡Tú, el del pelo largo! —Todos los elfos del recinto giraron hacia él—. Liberen al juglar y que siga cantando, pero lejos de aquí. ¡Rápido, antes de que me arrepienta! ¡Y a ustedes, humanos irreverentes, los invito a la fiesta! ¡Música!

—¿Una fiesta con elfos? ¡Fantástico! —exclamó Fran con ojos brillantes.

—¡No te olvides de tu mecánico, marica descocada! —masculló Paulo, y le pidió al elfo de la guardia que lo llevara a upa hasta la recepción. 

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