3. El bailarín
Una hermosa mañana de primavera, Paulo se dispuso a visitar a su amigo Fran. Le preocupaba que durante los últimos días se le había dado por responder a sus mensajes con monosílabos cuando, por lo general, acostumbraba a escribir largos y varios textos, o enviar audios, cosa que, extrañamente, ya no hacía. ¡Con lo que le gustaba hablar! Notó también que, cada tanto, colaba algún emoticón como para enfatizar un estado anímico que, Paulo intuía, no era el mejor. Por supuesto que le había preguntado y repreguntado si estaba bien. Fran respondía siempre que sí y explicaba que estaba muy ocupado. Para Paulo era un comportamiento de lo más extraño, así que decidió ir hasta su casa sin aviso previo. Cuando Fran lo recibió descalzo, en bermudas y con unas ojeras que le llegaban a las rodillas, supo que estaba en lo cierto.
—¡Ojo de loca no se equivoca! —exclamó en tono de reproche antes de besar a su amigo en ambas mejillas—. ¡Sabía que algo no andaba bien! Me cuentas todo ya. —Y se dejó caer en un sillón de la pequeña sala.
Fran, que no había abierto la boca, cerró la puerta y se sentó en el otro.
—No sé de qué hablas —dijo, arrastrando la voz—. Recién me levanto, por eso tengo estas fachas.
—¡No me mientas, Francisca, que te conozco demasiado! No estás bien desde hace unos cuantos días. ¡Exijo una explicación!
—¿¡Exiges!? —preguntó Fran con ojos desorbitados.
—¿Soy tu mejor amiga! ¿O no?
El moreno suspiró y aflojó los hombros.
—Es verdad. ¿Te enteraste de que Gabo Genovés está en la ciudad?
—¡Claro! ¡Salió en las noticias! Es el mejor productor de musicales y está llamando a audiciones para... ¡Oh! ¡Ya comprendo! —Paulo suavizó el tono—. Te presentaste y no te escogieron, ¿verdad?
—Peor que eso...
—¡Ay, no me digas! ¿Qué puede ser peor?
—¡La razón por la que no me escogieron! ¡No sé si quiero llorar o denunciarlos!
—¡Ay! —chilló el otro con una mano en el pecho—. ¡Abusaron de ti!
Fran lo miró con espanto.
—¿¡Cómo haces para que se te ocurran esas cosas!? —Paulo encogió los hombros con cara de circunstancia. Fran continuó—: Verás, tú sabes lo autocrítica y exigente que soy conmigo misma. Si lo hubiera hecho terrible, lo reconocería y sería la primera en castigarme. ¡Lo sabes! Pero, Polita, te juro por la Santísima Virgen que lo hice de maravillas. El requisito era crear una coreografía para I Will Survive, ya sabes, la ha cantado y bailado todo el mundo, se pedía una coreo innovadora, precisa y espectacular. ¡Y lo hice! Tal y como le gusta a Genovés, con decirte que los presentes me aplaudieron de pie. ¡Fue increíble! ¡Pero resulta que no pasé ni siquiera la primera ronda! Entonces le pedí a la secretaria que me facilitara el video de mi presentación, para ver dónde está el fallo, ¿entiendes? ¡Tengo derecho a saberlo! La pobre chica me miró con pena y dijo «¡Oh, Francisco, de verdad estuviste maravilloso!» ¿Y entonces qué?, le pregunté. «Es que... ¿sabes?, repuso ella, ¿alguna vez viste los espectáculos de Gabo?» ¡Sí, respondí, los he visto todos! «¿Y has visto gente de color en alguno de ellos?». —Fran hizo una pausa cargada de dramatismo y al fin exclamó—: ¡Muda me quedé! Te lo juro, Polita. ¡Muda! ¡Es verdad! Jamás he visto bailarines como yo en las obras de Gabo y no me había dado cuenta hasta ahora. ¿Entiendes? ¡Me rechazó por mi color de piel!
—¡Pero eso es discriminación!
—¡No me digas! ¿En serio? ¡Claro que es discriminación!
—¡Vamos a buscarlo, le daremos un buen par de cachetazos! —Paulo se puso de pie y comenzó a levantarse las mangas.
—¡Siéntate! ¡No seas ridícula!
Lo miró de lado con gesto contrito, luego bajó sus mangas y se sentó otra vez.
—Que conste que me quedo bajo protesta. ¡Lo bien que le vendrían a ese hombre un par de mamporros! ¿Por qué no lo denunciaste?
—Porque jamás reconocerá lo desgraciado y mala gente que es y, aunque lo hiciera, dudo que yo gane algo más que una disculpa a regañadientes. Además, ¡quiero estar en esa obra! Aunque sé que ni siquiera un juez puede obligarlo a que me de el trabajo.
—¿¡Quieres estar en la obra de un racista!?
—Bueno, no... ¡Pero es que se hará en el Teatro Premium de la capital! ¡Toda mi vida he querido subir a ese escenario! ¿Tú no?
—No. Pero si quieres estar allí, allí estarás. ¿Ya terminaron las audiciones?
—Mañana es la última presentación de la primera rueda. De todos modos, ¡es imposible, Polita! Ya no quedé, no me...
—¡Calla, calla! —Volvió a levantarse—. Prepárate. Mañana estarás allí y te darán el trabajo.
—Pe... pero ¿cómo?
—Ya verás. Tú confía en mí. Ahora me voy. Prepara lo que tengas que hacer y te lo prometo, como que me llamo Paulo Florentino, que vas a subir a ese escenario.
—No te metas en líos, Polita...
—Descuida. Estaré en las gradas, aplaudiéndote a rabiar.
Le dio dos besos y se retiró. En la esquina subió a un taxi y fue a ver a otro gran amigo, Toto Castillo, experto en máscaras y apliques para espectáculos. Permaneció con él unos cuarenta minutos y salió del local con los bolsillos más livianos y una sonrisa triunfal.
Al otro día, un nuevo bailarín, inscripto a último momento, comenzó su exposición en el teatro del pueblo, el viejo Regina. Gabo Genovés estaba maravillado con la plasticidad y elegancia de aquel muchacho que vestía un ajustado mono de goma, botas de baile, guantes, peluca rubia y una máscara de extraordinaria belleza.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó a su secretaria, sin quitar los ojos del escenario.
—Eduardo Gómez.
—¡Es espectacular! Lo quiero en la obra.
—De acuerdo, lo anoto para la siguiente fase.
—¿No me escuchaste? Lo quiero en la obra, no en la siguiente fase. Necesito seis bailarines en total, ¿verdad? Pues él será uno de ellos.
Al mes siguiente los seis escogidos fueron invitados a la fiesta, a modo de celebración, para la firma de contratos. Era tal la fascinación que Genovés tenía con el gran Eduardo Gómez que, teniendo en cuenta que, hasta el momento, no había develado su rostro, decidió que sería una mascarada.
Fran sabía que, más tarde o más temprano, tendría que mostrarse por lo que temía explotar de los mismos nervios que le cerraban el estómago. «Con toda seguridad, seré despedido», pensaba. De todos modos, agradeció a Paulo la experiencia que, en definitiva, había resultado fascinante y divertida. Ver a Gabo Genovés con la boca abierta de admiración por su performance fue la satisfacción más grande que había tenido en su vida.
Cuando llegó la gran noche, volvió a colocarse la máscara y los guantes. Esta vez, se enfundó en un atractivo traje de seda y organza y escogió unas botas de tacones altísimos. Una peluca estilo carré completaron el atractivo y ecléctico atuendo.
Acompañado de Paulo y de Leo, abogado de éste, se convirtió en el centro de todas las miradas. El mismísimo Gabo se le acercó para rogarle que se sentara a su mesa. Lo hizo, temblando ante la posibilidad de ser descubierto.
Al promediar la velada se anunció la firma de contratos, pero antes, debían quitarse los antifaces y máscaras.
—¡Quiero fotografiar el acto y no pueden estar con la cara cubierta! —explicó Gabo entre risas, copa de champagne en mano.
Paulo sonrió con satisfacción, esperando el gran momento en el que Genovés, al descubrir el color de Fran, anunciara que por equis razón, lo dejaba fuera de la obra, entonces, su abogado lo descuartizaría. «¡Qué satisfacción más grande!», pensó con deleite.
Fran, en cambio, entró en pánico. Al ver cómo, uno a uno, los invitados iban descubriendo sus rostros, se desesperó y a lo único que atinó fue a correr hasta la salida, con tan mala suerte que, en la escalinata final, tropezó y cayó aparatosamente. Por suerte nadie había llegado hasta él todavía. Se levantó como pudo y siguió corriendo, aunque rengueando, pues el taco de su bota derecha había quedado por el camino. Cuando llegó a su casa se encerró con el corazón en un puño. Se desvistió y lloró amargamente hasta que el timbre de la puerta sonó.
Era Paulo que, nada más verlo, lo abrazó con fuerza.
—Eres el mejor bailarín del mundo —le susurró al oído—. Vuelve a esa estúpida fiesta, firma ese estúpido contrato y luego te quitas la máscara. El abogado estará allí, lo he dejado plantado como un malvón.
—No —sollozó Fran—. ¡Será un lío, estoy harto de que me humillen!
Paulo suspiró.
—Voy a preparar café, aunque nos vendría bien un buen trago —sugirió. El timbre sonó y ambos se miraron sorprendidos—. Debe ser Leo, me habrá seguido —señaló Paulo con resignación—. Yo abro.
Pero no era el abogado quien había llamado a la puerta sino el mismísimo Gabo Genovés que tenía un tacón de bota en la mano.
—Mi mejor bailarín puso esta dirección en el formulario de inscripción —dijo observando a Paulo, dubitativo—. Creo que este taco le pertenece.
—Así es —replicó el interpelado con una sonrisa, Leo estaba justo detrás del productor—, pase usted. Es él.
Fran levantó los ojos oscuros y miró con espanto al recién llegado que carraspeó, algo confuso, y preguntó con asombro:
—¿Tú... tú eres Eduardo Gómez?
—S..sí, bueno, no. Soy Francisco Porta, en realidad. Te pido disculpas por haberme presentado así....
—¿Este taco es tuyo?
Fran levantó la bota del piso, Gabo se adelantó con cuidado y acercó el tacón. Encajaba perfecto.
—¡Mi Dios! ¡Es cierto, eres tú! —Exhaló un largo suspiro y se sostuvo en la pared—. ¡Eres excelente! —exclamó luego de unos instantes—. Soy yo quien debe pedirte disculpas por no haberte prestado atención en la anterior presentación. Es que... Me cuesta mucho...
—No importa, sé que no te agrada la gente con mi color de piel, pero ¿sabes qué? ¡No es justo! ¡Estamos en el sig...!
—¡No es lo que crees! —lo interrumpió—. Sucede que hace unos años... me enamoré como un loco de alguien con tu color de piel y me destrozó el corazón, jamás lo he superado y me prometí... No importa, he sido un idiota, discúlpame. El trabajo es tuyo.
—¡Oh! ¿¡De veras!? ¡Gracias! ¡No sabes lo que significa!
Meses después, en el estreno de la obra, un emocionadísimo Paulo aplaudía de pie a la máxima figura del espectáculo de Gabo Genovés: Fran Porta. Su mejor y más grande amigo cuya piel, del color del chocolate, se veía más bella y más brillante que nunca.
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