4. Café en una nueva taza
¿Qué había pasado realmente?
Aquella era una buena pregunta o, más bien, una pregunta excelente.
Rebecca se revolvió atrapada entre las sábanas. El sol se colaba a través de su ventana sin cortinas y le impedía continuar con su tan ansiado sueño. La noche anterior había sido muy larga y ahora lo que más anhelaba tanto su cuerpo como su mente era un descanso duradero. Pero el sol de domingo se lo impedía. Le dio la espalda a la ventana por cuarta vez aquella mañana. Abrió un ojo con dificultad, descifrando la posición de las agujas de su reloj despertador. La una y media de la tarde. Aún era temprano. A pesar de haber dormido casi siete horas, no le era suficiente. La cabeza le daba vueltas, el sol de la mañana le hería los ojos, sus músculos se sentían pesados y no tenía fuerzas ni para continuar respirando. Aún así, inspirando hondo y con los ojos fuertemente cerrados, se obligó a salir de la cama. Sus pies entraron en contacto con el frío suelo y un escalofrío recorrió su columna vertebral. Algunos recuerdos de la noche anterior llegaron a ella, haciendo que sus mejillas adquirieran rápidamente aquel tono rojizo que tanto la caracterizaba. Se puso en pie de forma repentina, haciendo que un ligero mareo la embargara. En cuanto recuperó la estabilidad se dirigió al cuarto de baño. Aún vestía con los pantalones metalizados de la noche anterior, pero se había desecho de la camisa y permanecía únicamente con su sujetador de encaje, también estrenado para aquella ocasión. Necesitaba urgentemente una ducha que la hiciera desprenderse de todo lo que había ocurrido, de todo lo que permanecía pegado a su piel como una segunda capa. Abrió el paso del agua mientras se desvestía con rapidez, sin dejar de sentir aquellos pinchazos en la cabeza, fruto de la resaca. Cuando el agua estuvo lo suficientemente caliente, la joven se sumergió en la cascada que caía desde la pared, purificándola como nunca antes lo había hecho.
Más alejado del cuarto de baño, Ashton estaba seguro de que aquel colchón duro y estrecho no era el de su cama. Pero tampoco podía ser el de la cama de alguna chica con la que hubiera ligado el día anterior. Si ese fuera el caso, estaría cómodamente acostado junto a ella o esperando, probablemente, a que le llevaran el desayuno a la cama. Algunos retazos de la noche anterior inundaron su mente junto a los pinchazos propios producidos por la resaca. A pesar de que salir de fiesta se había convertido en un deporte para él desde hacía ya algunos años, aún no había logrado acostumbrarse a los terribles efectos del alcohol. Pero aún así, no dejaba de beber cuando se encontraba con sus amigos. Desde algún lugar de aquel apartamento le llegaba el caer del agua en una ducha, lo que le hizo comprender que no se encontraba en su casa. Pero, si no se encontraba en su propio apartamento de lujo frente al mismísimo Big Ben, en la otra orilla del río Támesis, ¿dónde se encontraba? Y lo que le pareció, en aquel momento, incluso más importante, ¿con quién se hallaba?
A su mente llegó entonces la imagen de una rubia despampanante enfundada en unos ajustadísimos pantalones metalizados con la que había intentado ligar la noche anterior. Pero aquella rubia se había girado y lo había acuchillado con una mirada tan profunda como el mar. Mientras se deleitaba con la repetición del encuentro con Rebecca, fue abriendo los ojos con dificultad. Se relamió los resecos labios, sin dejar de contemplar el techo de la estancia. Todo era demasiado normal, demasiado gris en comparación con sus propios muebles. Pero no le desagradaba. A pesar de la falta de gusto y de lo barato de la decoración, había un toque personal que inundaba la estancia. Algo que podía sentirse aún sin contemplarlo todo a su alrededor. La caída del agua en algún lugar del apartamento cesó de repente. Se escuchó perfectamente el abrirse de alguna puerta corredera y después, silencio. Un silencio que duró apenas unos minutos. Ashton seguía con la vista clavada en el techo. Comenzaba a recordar todo lo que había ocurrido la noche anterior. A pesar de aquel juramento tan desgastado en su mente, se había interesado por la rubia. Ashton se había interesado en Rebecca de verdad. Pensó que, quizás, ella era la indicada para curar su corazón herido. Ella era tan o incluso más imperfecta que él mismo, tenía sus problemas y sus lagunas, también estaba recubierta de una capa de barro como una segunda piel. ¿Por qué entonces no elegirla a ella como la que lo curaría de todos sus males? Alguien que pudiera comprenderlo, sin duda. Alguien que se sintiera tan miserable como él mismo se sentía.
Unos pasos que se acercaban a la estancia en la que él se encontraba. El chirriar de la puerta de un armario al abrirse, el clic de alguna máquina al encenderse. El maullido de un gato y el olor a café que inundó paulatinamente la habitación. El corazón del chico comenzó a latir desbocado. Por alguna extraña razón, todo lo que oía y sentía en aquel lugar lo hacía encontrarse como en casa. Se sentía más a gusto que encontrándose en su propio domicilio.
–¿Qué ocurre? –escuchó entonces la voz de Rebecca, tan suave y cariñosa como no la había escuchado nunca hasta entonces. Habría dado todo lo que tenía porque aquella frase se la dirigiera a él– ¿Es por el extraño? No te preocupes... –el rozar de telas que acompañaba al movimiento de la chica inundó los oídos de Ashton.
El chico ladeó la cabeza, dirigiendo la vista hacia la mesita frente al sofá donde él descansaba y se encontró con un paquete de unas seis o siete revistas desparramadas sobre la superficie, acompañadas de algunos esmaltes de uñas a medio acabar, bolígrafos mordisqueados y el parasol de algún objetivo de cámara. Ashton contempló las portadas de las revistas sobre la mesa. Todas ellas tenían su rostro en la portada.
–¿Qué coño eres? ¿Una especie de obsesa? –exclamó, incorporándose de repente.
El gato maulló, aquella vez enojado y bufó sin dejar de contemplar a aquel intruso en su vivienda. Rebecca también se incorporó y contempló a Ashton, de pie, que le dirigía a ella la mirada y, medio segundo después, a las revistas sobre la mesa. La rubia lo contemplaba ceñuda, molesta, pero un ligero rubor había acudido a sus mejillas.
–Eres un estúpido –murmuró, mientras se acercaba al recipiente de café recién hecho. Sirvió café en dos tazas de un tamaño más grande de lo normal y volvió a acercarse a Ashton con ellas. El rubor en sus mejillas aún no había desaparecido–. Es interés meramente profesional –dijo aquello antes de retirar las revistas de la mesita, ocultándolas de la vista del chico y tendiéndole una de las tazas de café.
–Claro –soltó de repente Ashton, haciéndose con la taza que Rebecca le tendía–. Por supuesto, meramente profesional...
–Me sorprende que puedas ser irónico a pesar de todo –comentó la chica, alejándose nuevamente de él. Permanecer a su lado más tiempo de lo necesario podría llegar a ser peligroso.
–¿Estás acaso obsesionada conmigo? –para aquel entonces, una sonrisita burlona se había extendido por el rostro de Ashton–. Porque acosadoras tengo suficientes. No me gustaría tener que añadir otro nombre la lista de Personas con las que has de tener cuidado.
Rebecca murmuró algo por lo bajo que Ashton no pudo entender pero que, claramente, era un insulto hacia su persona. El joven se preguntó cómo, siendo que ella odiándolo supuestamente de la forma en la que lo hacía, lo había dejado pasar allí la noche. Quizás no era tan hermética como él pensaba. O quizás la situación cambiaba cuando él entraba en juego.
Ashton le dio un sorbo a la taza de café. El contenido, para su gusto, estaba asqueroso. Demasiado fuerte, sin leche y sin azúcar. Le dirigió una mirada de soslayo por encima del borde de su taza y se preguntó cómo era Rebecca capaz de beber aquello. Intentó volver a darle otro sorbo, pero al ver que sería incapaz, dejó la taza sobre la mesita, allí donde habían estado los rostros que le devolvían la mirada con los mismos ojos que los suyos.
–Creo que... –comenzó Ashton, buscando su gabardina negra con la mirada–. Será mejor que me vaya...
Rebecca asintió una única vez. En el fondo de su ser, muy en el fondo, quizás no encontrara aquella como la mejor de las ideas.
–De hecho, ni siquiera sé cómo he terminado aquí –continuó Ashton. Recordó entonces, por un momento, un par de fragmentos de la conversación que había mantenido con la rubia la noche anterior–. Aunque todo lo que te dije es cierto –y sonrió burlón. Rebecca volvió a ruborizarse. Ashton disfrutó el efecto de sus palabras sobre Rebecca. Adoraba el rubor de sus mejillas. El moreno encontró lo que buscaba y se dirigió hacia la puerta de entrada bajo la atenta mirada de Rebecca. Aquel hubiera sido el momento perfecto para decir algo, para detenerlo y pedirle que se quedara. Pero Rebecca no parecía estar dispuesta a denigrarse de aquella manera. Sin embargo, Ashton se detuvo antes de posar una de sus manos en el pomo de la puerta–. Quizás deberías venir conmigo. Hay algo que me gustaría enseñarte –se giró, clavando su mirada negra en Rebecca.
–¿Qué? Ni lo sueñes, es domingo –refunfuñó la rubia.
El chico no dijo nada, sin embargo mantuvo sus ojos clavados en la mirada de mar de Rebecca. La chica comenzó a sentirse cada vez más nerviosa. Su corazón latía desbocado, la sangre iba a refugiarse nuevamente a sus mejillas. Quizá no fuera la mejor idea declinar la oferta. Y él le estaba dando una segunda oportunidad. Pero ella no sabía si debía aceptarla. En verdad no quería aceptarla, pero había algo mucho más fuerte que ella que le indicaba a gritos que lo hiciera.
¿Qué debo hacer, Carrie?, se preguntó.
Ashton lanzó un suspiro con los ojos cerrados y, ante el silencio de Rebecca se dispuso a marcharse, aquella vez en serio. La rubia sintió cómo la vida se le escapaba en el momento en el que escuchó el crujir de la puerta de entrada. Se volcaba en aquella decisión como si se debatiera entre la vida y la muerte. Su respiración era agitada y, ante la ansiedad, sintió el dolor en su cabeza mucho más insistente.
–¡Espera! –gritó al fin. Se odiaba, se odiaba por ser tan sumamente dependiente. Dependiente de aquel que parecía haberse convertido en su propia droga–. Dame cinco minutos.
Los nervios de Rebecca comenzaron a dispararse cuando, tras coger un taxi, se dirigieron a una dirección que la joven no se esperaba. En verdad no podía esperarse nada, no sabía a dónde la estaba llevando Ashton y no podía evitar sentirse nerviosa. Pero al llegar a la York Road, a tan solo unas pocas calles del río Támesis, la chica vio todas sus sospechas confirmadas. Ashton la había llevado a su apartamento.
El taxi se detuvo súbitamente frente a un elegante bloque de edificios situado frente a un Starbucks. Ashton se apeó, le pagó al taxista y, al ver que Rebecca no lo seguía, se acercó a la ventanilla y golpeó el cristal un par de veces hasta que la joven pareció salir de su estupor. Fuera lo que fuese que Ashton estaba planeando, Rebecca se dijo que debía de ser más rápida e inteligente para evitarlo.
El apartamento de Ashton se situaba en una quinta planta y, aunque las vistas no eran tan espléndidas como Rebecca se lo habría imaginado, desde una de las ventanas podía verse el río Támesis y, justo al otro lado, el Big Ben. El apartamento era más bien de tamaño excesivo para una única persona. Las habitaciones estaban decoradas exquisitamente sin caer en la ostentación y plantas ornamentales estaban dispuestas estratégicamente en algunas esquinas. Rebecca se dijo que, para ser un chico el que vivía en aquel lugar, no estaba nada mal decorado.
Habrá pagado a un interiorista, se dijo.
–Esto es sólo un alto en el camino –anunció Ashton, sacándola de sus ensoñaciones nuevamente–. Voy a darme una ducha y a cambiarme. Después podrás ver lo que quiero que veas. Ponte cómoda –el chico se disponía a marcharse cuando se giró repentinamente, como si hubiera olvidado algo–. Siéntete como en tu casa.
Rebecca se dijo que aquello sería difícil, teniendo en cuenta que su casa parecía el agujero de cualquier bicho diminuto en comparación con aquello. Igualmente se dispuso a examinar todo el salón-comedor en cuanto escuchó el agua caer de alguna ducha no muy lejana. Los muebles eran de buena madera, las telas que recubrían los cojines eran de un blanco impecable, como si nadie las tocara nunca, la televisión de pantalla plana no tenía la marca de ninguna huella dactilar, los mandos a distancia permanecían perfectamente alineados sobre la mesa de café frente al sofá, junto con tres revistas expuestas en abanico, una vidriera junto a la televisión dejaba ver unas relucientes copas que aparentaban ser de cristal extremadamente caro y, nuevamente, muy poco utilizadas. En definitiva, aquella casa tan exquisitamente equipada con lo más caro que podría encontrarse en el mercado, parecía la cáscara vacía que alguien había dejado atrás. No poseía la vida de sus semejantes, no era un lugar donde se hubieran acumulado recuerdos con el paso de los años, ni buenos ni malos. Estaba totalmente vacía.
Al cabo de algunos minutos, Ashton regresó junto a Rebecca. Para aquel momento el joven vestía unos vaqueros más desgastados que los que Rebecca nunca le había visto, una camiseta negra sencilla de cuello redondo y manga larga y unas deportivas blancas. A pesar de llevar las prendas más comunes que podían encontrarse en el mercado, a Ashton le quedaban como si hubieran sido exclusivamente confeccionadas para su cuerpo. Aún se secaba el cabello húmedo con una toalla de color azul. Rebecca sintió arder todo su interior ante aquella imagen. No podía comprender cómo, pasada ya su edad adolescente, aún podía sentir cosas de aquel tipo. Se sentía estúpida.
–Creo que será mejor que nos vayamos, sino, perderemos la luz del día –anunció, tirando la toalla mojada sobre el sofá junto a Rebecca.
La rubia no dijo nada, simplemente asintió una única vez y se dejó guiar. No podía creerse que se encontrara bajo el mismo techo que él, no podía creer que hubiera caído tan bajo como para seguirlo a dondequiera que fuera.
Una vez en el ascensor que los había llevado hasta el quinto piso, Ashton pulsó el botón del sótano, donde se encontraban los garajes para los habitante del edificio. Cómo no, una vez que alcanzaron el nivel inferior, Rebecca pudo comprobar el asombroso coche del modelo: un despampanante Maserati Gran Cabrio de color rojo y apariencia reluciente.
–Ten cuidado con él –le advirtió Ashton una vez en el interior–. Mi coche es como mi hijo.
Rebecca sintió el impulso de reírse, pero Ashton no parecía hablar en broma. La joven asintió, aguantándose la risa y no volvió a hablar en el resto del camino. Ashton enfiló por las calles del centro de Londres hasta que logró salir a la autopista, donde pudo alcanzar velocidades más agradables para la conducción de su coche de lujo. El paisaje se sucedía sin ninguna anomalía, los bosques verdes llegaban, pasaban emborronándose, confundiéndose los unos con los otros y volvían a alejarse. Aquel paisaje los acompañó durante más de una hora y media. Y, para cuando Rebecca ya comenzaba a desesperarse, Ashton se escabulló por la salida de la autopista hacia un lugar en el que la rubia nunca había estado. Se encontraba lejos, muy lejos del centro que ella solía conocer, pero aquel recóndito lugar seguía perteneciendo a la ciudad, sin duda.
Ashton condujo por una calle que se fue estrechando a medida que uno avanzaba. Luego, todo fueron curvas y, una vez recuperada la tranquilidad de un sendero recto, la calle dejó de ser asfaltada para pasar a ser de simple tierra pisada. Senderos abiertos sobre la naturaleza.
¿Se puede saber a dónde me lleva?
Poco después llegaron a un portón de unos tres metros de alto que no parecía estar en las mismas condiciones que, por ejemplo, el coche deportivo de Ashton. El metal estaba oxidado y las puntas anteriormente afiladas que coronaban tanto la puerta como la valla que se extendía alrededor de aquel perímetro inabarcable con la mirada, estaban torcidas y algunas incluso completamente partidas. Sobre la puerta colgaba un cartel enmohecido que rezaba "Finca Lavanda". En aquel preciso momento, Rebecca quiso saber dónde se hallaba. Sin mediar palabra, Ashton se apeó del coche y se acercó a la valla, abrió el candado que pendía de ésta y regresó junto a Rebecca. El coche atravesó la puerta, pero aún tuvieron que pasar muchos metros hasta que la joven pudo vislumbrar algo diferente. En aquel lugar, sorprendentemente, se extendía un inmenso jardín.
Ashton detuvo el coche a un lado y bajó. Rebecca también se escabulló hacia el exterior, deseosa de contemplar lo que se extendía ante sus ojos. En aquel lugar, fantasía y realidad se entremezclaban para crear una belleza desbordante. Las plantas, perfectamente cuidadas, crecían por doquier y creaban senderos sobre la verdísima hierba, las flores moteaban de colores todo el paisaje, el aire era incluso más puro que el que se podía respirar algunos metros más atrás. Sin darse apenas cuenta, la joven se había desplazado hacia aquella maravilla.
–¿Pero cómo puede ser? –murmuró, contemplando las flores a sus pies.
–Son flores invernales. Éstas sólo nacen en invierno –sin que Rebecca pudiera darse apenas cuenta, Ashton había aparecido a su lado. El chico alzó un dedo en una dirección que Rebecca siguió con su mirada–. Allí se encuentra el invernadero y, un poco más allá, la casa residencial. Pero nadie vive en ella, está abandonada y yo no me he molestado en reconstruirla. No lo he visto necesario. Aún así, siempre me ocupo del jardín.
–¿Todo esto es tuyo? –inquirió Rebecca, visiblemente sorprendida.
El tipo que se ocupa de algo tan mundano como lo era el jardín, no pasaba con la imagen de súper estrella que Rebecca tenía sobre el modelo. Ashton sonrió de medio lado, siguiendo la silenciosa línea de pensamiento de la joven y comenzó a caminar mientras ésta lo seguía. Si tenía que ser del todo honesto consigo mismo, no tenía ni la más remota idea de porqué había decidido enseñarle aquello a Rebecca. Mostrarle aquel lugar era como mostrarse desnudo, imperfecto y con complejos, frente a un mundo que nunca lo aceptaría. Aún envuelto en aquellas cavilaciones, sintió el sudor empapando las palmas de sus manos. Tenía miedo de ser nuevamente rechazado.
El invernadero se encontraba unos metros más atrás, escondido entre algunos pinos. En el interior hacía un calor casi insoportable, tanto, que ambos tuvieron que deshacerse de sus gordos abrigos de invierno. Aún así, Rebecca no podía dejar de admirar las flores a su alrededor. En realidad, y para ser más precisos, no eran flores exclusivamente lo que ella podía contemplar. Plantas de todos los tipos, tamaños, colores y orígenes crecían en aquel lugar, dotando a aquel simple invernadero de la magia de los cuentos de hadas.
–¿De dónde ha salido todo esto? –inquirió Rebecca, sin alzar la vista de las plantas a su alrededor.
–De mi –contestó Ashton sin inmutarse.
–¿Todo el terreno es tuyo? ¿Incluida la casa?
Ashton asintió. Había resguardado las manos en sus bolsillos buscando, quizás, un poco de calma emocional. Pero ésta no parecía querer llegar.
–La casa y los jardines –dijo, meciéndose ligeramente hacia adelante y hacia atrás–. Cinco hectáreas en total.
–¿Cinco hectáreas? –Rebecca alzó la cabeza de repente, clavando sus ojos en los de Ashton–. ¿Y para qué demonios quieres tú tanto espacio?
El joven se encogió de hombros, disimulando una pequeña sonrisita.
–Para poder cultivar mis plantas, supongo. En realidad aquí sólo vengo por ellas –las miró con una ternura que Rebecca nunca había visto antes. Se preguntó si una persona era capaz de sentir verdadera ternura por una planta. Como la que tú sientes por los gatos, le dijo una vocecita en su cabeza.
–¿Y por qué querías traerme aquí? –continuó la joven, apartando la mirada del moreno y hablando, aquella vez, en voz más baja.
Ashton volvió a encogerse de hombros.
–Quería que lo vieras. No sé porqué, pero quería que fueras tú la primera en conocer todo esto.
–¿Nadie más sabe que lo tienes? –preguntó Rebecca, mordiéndose el labio inferior.
Ashton negó.
–Nadie –dijo y sonrió para sí mismo–. Los chicos con cerebro no atraen a las masas. Eso es lo que siempre dice mi agente.
–Pero eso es mentira –replicó Rebecca–. El público está demasiado ciego para dejarse encandilar por alguien con cerebro. Las personas con cerebro se quedan en los círculos que verdaderamente vale la pena.
–Así que soy un hombre de provecho –se burló Ashton, acercándose ligeramente a Rebecca.
–¡Yo no he dicho eso! –la joven volvió a ruborizarse y sintió que estaba a punto de estallar–. Pero aún no comprendo porqué a mí y no a cualquier otra.
–Porque tú no eres como las otras.
Rebecca permaneció en silencio. Aquel era un silencio largo por todas las cosas que le hubiera gustado decir y que no puso en palabras. Continuó mordisqueándose el labio inferior mientras contemplaba a su alrededor.
–No me preguntes porqué, pero somos afines. A pesar de los años que han pasado, no nos hemos rechazado al volver a vernos. Hemos conectado de alguna manera. Hemos vivido cosas parecidas –Ashton se acercó a una de sus plantas y, agachándose a su frente, la contempló como quien contempla a un hermoso recién nacido–. Quizás tú no quieras creer en ello, pero yo pienso que ambos hemos permanecido en este mundo por algo. Creo que, a nosotros dos, hay algo mucho más fuerte que nos ata a la vida. Más fuerte que los sentimientos, que la gente a nuestro alrededor, que nuestros gustos, más fuerte incluso que la vida en sí.
–¿Y eso de lo que hablas, qué es? –se aventuró Rebecca, sin atreverse a mirarlo.
–No lo sé. Son sólo suposiciones mías.
La rubia asintió sin dejar de contemplar al frente.
–Ni se te ocurra volver a decir que hemos vivido situaciones similares. No creo que tú, precisamente tú, hayas tenido que vivir lo que yo he vivido. Pasar por lo que yo he pasado –la voz de Rebecca se quebró momentáneamente.
–¿Y qué es eso tan terrible que has pasado que no pueda haber pasado yo también, a tu parecer?
La rubia le dirigió la mirada, fulminándolo. Pero estaba dispuesta a contestar. Quizás no fuera él la persona adecuada para decírselo, pero ya le daba igual. Todo había dejado de importarle hacía mucho tiempo.
–Estoy mal –se llevó un dedo a la sien–. De aquí. Hace tres meses dejé de ir al loquero –una sonrisa amarga se extendió en sus labios–. He tenido más psiquiatras que parejas en mi vida. Soy un desastre para todo y, a mis veintisiete años aún no he encontrado una estabilidad ni física, ni emocional.
Ashton sonrió de medio lado.
–¿Y crees que con eso vas a hacer que me entre miedo? –inquirió, divertido–. No me importa que estés como una puñetera regadera. Me da igual. Todos estamos locos en mayor o menor medida, todos tenemos heridas que nos hacen sentirnos solos, desamparados y nos llevan a hacer cosas que nunca, hasta el momento, nos habíamos planteado.
Rebecca tragó con dificultad. No podía creerse que estuviera hablando con él de todo aquello. Pero haría lo que fuera por espantarlo. Si él se negaba a salir de su vida por su propia cuenta, entonces ella haría que él la odiara y la repudiara, como ya había hecho con muchos otros.
–Todo a mi alrededor se muere, se marchita, se termina agotando o, en el mejor de los casos, marchándose. Así que tú no serás la excepción.
Ashton la contempló. Había comprendido su táctica. Ella estaba intentando que él se marchara de su lado. En cierto modo, aquello le recordaba a él mismo.
–¿Sabes? Yo también estoy marcado. Tú estás loca, de acuerdo, crees que tu mundo se ha derrumbado. Pero no es cierto –Ashton sonrió, no iba a darse por vencido tan fácilmente–. Todos tenemos un pasado que quizás no queremos recordar. Al igual que el tuyo, el mío también es terrible. Pero eso no significa que no podamos modelar la vida a nuestro frente. El pasado... el pasado es como la cara oculta de la luna. Está ahí. Siempre está ahí, aunque no podamos verlo. No nos abandona. Pero puede permanecer en las sombras durante mucho tiempo, puede no molestarnos y eso sólo ocurrirá si nosotros sabemos protegernos con nuestras propias barreras. Tú también puedes intentarlo. Crees que estás sola, pero en realidad estás rodeada de personas que te quieren.
–Calla –Rebecca estaba a punto de estallar.
–Mira todo esto. Tengo prohibido hablar de ello porque soy modelo. Mi vida está condicionada hasta la saciedad. Mi casa es un recipiente vacío. No poseo un hogar, sin embargo, tengo tres casas. Y aquí, en estas cuatro paredes, se encierra lo más importante para mí. Mi vida son las plantas y no puedo contárselo a nadie. Pero eso no significa que vaya a llorar a una esquina y a mandar al mundo a la mierda por ello. Sigo adelante como puedo, me ayudo de lo que encuentro en el camino. No desisto...
–¡Cállate ya! –Rebecca remontaba en cólera. Sus mejillas estaban tan rojas como nunca antes lo habían estado–. ¿Es que no lo entiendes? ¡Te odio! ¡Acéptalo de una vez! Mientras antes lo aceptes, antes saldrás de mi vida y podremos seguir como hasta hace algunos días. Te odio y eso no va a cambiar.
–No parece que verdaderamente me odies. Yo diría que, más bien, me necesitas.
Rebecca mantenía la mandíbula fuertemente apretada. Sentía que, si continuaba así, sus dientes estallarían. Tenía ganas de llorar, sintió las lágrimas abrasándole los ojos.
–Y yo también te necesito a ti –continuó el moreno, tanteando el terreno–. Me he dado cuenta. Ambos podemos curarnos el uno al otro sólo con nuestra presencia, con nuestro apoyo.
–Cállate –repitió Rebecca, aquella vez impotente, con voz suplicante. La ira se había desinflado y las lágrimas amenazaban con escaparse de sus ojos. Se le empañaba la vista, apenas podía distinguir nada a su frente–. Por favor, cállate.
–No –la voz de Ashton sonaba firme, cargada de promesas que aún no se había decidido a poner en palabras–. No voy a callarme. Voy a luchar por ti. ¿Nunca has escuchado que el amor y el odio están separados por una fina línea?
Una lágrima resbaló por la mejilla de Rebecca. Una de tantas lágrimas que había contenido en los últimos seis meses. Una lágrima que reflejaba mucho más de lo que sentía en aquel preciso momento. Una lágrima que reflejaba el pasado, el presente y el miedo por lo que le quedaba por vivir. Su hermana no lo había conseguido, ninguno de los psiquiatras había podido sonsacarle nada. Y ahí estaba ella, frente a la persona que más odiaba, preguntándose porqué él y solamente él era capaz de revolver tantas emociones y sentimientos en su interior. A la primera lágrima la siguió una segunda y luego una tercera, hasta que sus mejillas se convirtieron en el lugar de paso de aquel incesante río de lágrimas saladas.
¿Por qué, Carrie?
–Tranquila –Ashton se acercó a ella, murmuraba en su oído. La abrazaba, la acunaba como si de una niña se tratase–. Ya te lo he dicho. No me pienso marchar. Me quedaré contigo ahora, hoy y siempre.
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