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10










Dulce abrazo de la muerte.

Ya había intentado de todo para encontrar el amor verdadero y nada había funcionado. Todo me había salido mal. Tal vez, y solo tal vez, el amor verdadero solo existe en los cuentos y en la realidad, solo es una ilusión que sirve a los desamparados para seguir teniendo algo en lo qué vivir. Pero dicen que las sirenas no existen, y solo son un cuento. Aún así, yo estoy muy viva, soy muy real, estoy aquí y ahora. Por lo que dejarse influenciar por opiniones ajenas no siempre es el camino correcto. Tal vez el amor sí existe, pero no para todos.

No para mí.

Había dejado de nadar por los alrededores del barco de la capitán. Era peligroso volver a acercarse. Si se trataba de ella, no sabías si era tu amiga, amante o enemiga.

Y aún que no lo quería admitir, la quería. Por supuesto que la quería. Y dolía quererla.

Todo en ella parecía ser algo misterioso, insondable, profundo e inhabitado. Siempre intentaba ocultar algo, tal vez su verdadero yo, que tanto le atormentaba que descubrieran. Ella era como un tesoro oculto y valioso, solo que aún no lo sabía.

Luego, dolor.

Después de tanto tiempo sin saber de ella, siento su dolor. La capitán estaba enferma, algo maligno le provocaba un mal en todo su cuerpo. Y esto en cierta forma, podía canalizarlo, y sentirlo, a pesar de la inmensa distancia que nos alejaba. Y cada día, más lejos estábamos la una de la otra.

Hasta que ese día, me dirigí hacia donde ella se encontraba. Su voz me llamaba cual sirena. Su alma me pedía ayuda, y es algo que no podía negar. Tenía deseos de ayudarla, de hacerla sentir bien, con perfecta salud y energía revitalizada.

La mar me había dicho que la capitán se había lanzado desde su propio barco, en una tormentosa desesperación que le palpitaba constantemente, haciendo que pierda la razón. Tal vez un intento de terminar con todo a través del dulce abrazo de la muerte, o la salada caricia de las aguas marinas.

Sin embargo, no era su tiempo aún. La mar la había salvado con su leal fauna. Unos delfines habían transportado a Zair a través de la corriente y las olas, hacia tierra desconocida.

Ella estaba a salvo.

Pero aún me necesitaba. Todavía no se había ido esa enfermedad que la debilitaba. Yo podía sanar su dolor, y lo haría, todas las veces que fuese necesario. Y no solo porque la mar me lo había dicho, si no, porque yo también veía algo en esa testaruda capitán pirata, que nadie podía ver. Algo bueno, sincero. Algo por lo que vale la pena luchar.

Al llegar a la costa, vi la arena brillante frente a mí. Sobre esta, yacía la capitán, probablemente dormida. El sol golpeaba fuertemente su piel lubricada en sudor. La arena se apegaba a su cuerpo enrojecido y maltratado, cubierto solo por un camisón blanco sucio. Su cabello despeinado caía por sus alrededores, y su piel estaba deshidratada. Tenía visibles manchas oscuras bajo sus ojos, por lo que supuse que no había tenido un sueño reparador en mucho tiempo, y su boca lucía seca. La deshidratación y el ambiente caluroso la estaban terminando de asesinar.

—Zair... —La llamé desde la orilla, apoyando mis brazos en una roca grande.

Ella miró hacia mi dirección, pero como estaba a contraluz supuse que solo podía distinguir una silueta oscura entre rayos iridiscentes.

—Zair... Soy yo, Corinne. Descuida, iré enseguida y te sanaré.

Ella cerró los ojos. Tenerlos abiertos le provocaba suma dificultad y dolor.

—¿Corinne? ¿En serio eres tú?

Susurró. Su voz estaba débil, emergía del silencio casi de forma inaudible, como si solo fuera el murmullo del viento cálido.

—Sí. Me estoy acercando, ya casi llego. —Intenté desplazarme con dificultad en la onerosa arena que se apegaba incómodamente a mis escamas mojadas—. Todo sería más fácil si tuviera piernas en vez de esta cola inservible en la arena.

En cuánto estuve a su lado por fin, pude ver su rostro demacrado y sucio. Su piel, una combinación de pálido a los alrededores, y quemaduras por la alta y extensa exposición al sol, típico de un pirata.

Toqué sus párpados con la yema de mis dedos, desplazándolos con suavidad. Luego, los dirigí hacia sus labios secos y agrietados, mientras entonaba una canción melodiosa y tranquila. Mi voz era remedio para sus males, y calma para su alma. Acaricié su rostro mientras tenía ganas de besarla, y quitarle su dolor. Comencé a acariciar su hermoso cabello rojo, y me acerqué a sus labios, para besarlos por fin, después de tanto tiempo distanciada de ella.

Comencé a sentir que Zair se desprendía de todo su sufrimiento físico y mental. Mientras la besaba, ella adquirió fuerza nuevamente, e impulsó su brazo izquierdo para acariciar mi cabello con su mano, enroscaba sus dedos entre los rizos dorados, divertida. Todo rastro de dolor disminuía.

—Ya estás mejor, qué bien. —Me apegué a su pecho, depositando mi mano cerca del impulsor de su vida, su corazón—. La diosa mar me anunció que estabas mal y que había mandado a sus delfines a guiarte hasta la costa. Creí que morirías, ¡pero estás bien! Qué feliz estoy de haberte encontrado.

Y era cierto, una sensación cálida y gratificante me envolvía cuando ella se encontraba bien.

Ella respondió con silencio un momento, y después se apartó de mí, solo diciendo un gélido:

—Gracias.

La miré extrañada, sentada en la arena. Ella se marchaba lentamente, ahora con movimientos más vivos, fuertes. Había recobrado la vitalidad gracias a mí, y yo me sentí un poco más débil.

—Zair, ¿a dónde vas?

—Me voy. Adiós. —Se alejó hacia el bosque frondoso frente a nosotras.

—¡Espera, por favor!

Grité lo más fuerte que me permitían mis cuerdas vocales, pero parte de mi fuerza vital se la había otorgado a Zair, para que pudiera sanarse, y ahora no me quedaba mucho a mí. Intenté evitar desparramar lágrimas que amenazaban con salir por la dolorosa frialdad de la capitán, que la empatía no la conocía. Solo se marchaba, sin mirar atrás.

—¡¿En serio me vas a dejar sola aquí tirada después de haberte salvado la vida?! ¡Al menos ten la decencia de tomarme y llevarme al agua!

Entonces, la pirata se detuvo.

Plantó su mirada en mí, parecía ocultar sus lágrimas también, las mías ya rebosaban de mis ojos, sin poder tener control alguno sobre ello.

Ella se devolvió hacia mí, y me tomó en sus brazos. Comenzó a caminar hacia la mar tranquila que nos esperaba, sin emitir palabra alguna.

—¿Por qué me odias ahora? —pregunté desviando la mirada, en cuánto sentí la suya de manera muy intensa. Analizándome. No la miraría, no me atrevía a enfrentarla.

—No te odio —respondió cortante.

—Tú no me entiendes. Yo solo quiero encontrar mi felicidad, y nunca lo haré si no vuelvo a ser humana. Haría todo para volver a mi vida de antes.

Odiaba tener que hablar mientras lloraba. Me resultaba una tarea casi imposible. Solo quería que ella pudiera comprenderme, y que me ayudara como yo la ayudaba a ella. Pero la capitán no era como yo, tenía una armadura que le prohibía desbordarse emocional y libremente frente a alguien más. Era una mujer dura, sumida en la falsa idea de fuerza que solo ocultaba su permanente tristeza y miedos.

—Si te hice algún mal, en serio... En serio lo lamento. Nunca quise que nos distanciáramos, pero sentía que ya habías dejado de quererme —seguí diciendo, escupiendo todo el dolor que amenazaba con agruparse dentro de mí.

—Nunca lo hice.

Sus palabras, fueron cuchillos crueles adentrándose en mi corazón. Lastimándome por dentro, con una frialdad que me helaba a pesar del clima onerosamente tórrido.

—¿Estás diciendo que nunca fuimos amigas?

—Corinne, solo fuimos como una alianza política. Me beneficiaba de tu poder de sirena. Y si no te ayudé, lo siento, pero me parece estúpido tener que pasarte hombres para que los beses y así identificar quién es tu príncipe azul.

Habíamos llegado a un espacio hondo en la mar, y ahí, me dejó. Se alejó un poco, caminando lento hacia la costa, sin darme la espalda. Tal vez, quería verme marchar. Pero no lo hice. Me quedé ahí, esperando que cambie de opinión, que se retracte, pida perdón, o algo así. Pero me quedé, dolida y triste, ahí estaba.

—Entonces, ¿qué hago? ¡Dime qué puedo hacer? —chillé con desesperación.

—Pues... Acostúmbrate a tu nueva vida de sirena, qué se yo.

Toda su actitud tosca estaba acabando con mi paciencia. Ese dolor, prontamente convertido en rabia, salió de mí con la fuerza de la marea alta.

—¡Realmente no sé que vio la diosa mar en ti cuando me dijo que me acercara! ¡Eres cruel y egoísta, y jamás sabrás amar a nadie! Tu ambición no te llevará a nada y lo perderás todo.

—Me importa una mierda lo que hayas pensado de mí.

Se dio la vuelta y comenzó a marcharse.

Yo todavía temblaba.

—¡Yo salvé a tu padre! —vociferé, haciendo que ella se detuviera—. Esa vez, ambas éramos pequeñas. Yo te seguía porque la mar me lo dijo. Y habías sido tan valiente para entrar al barco a escondidas, y cuando tu padre los ordenó a marcharse y cayó al agua, hice una burbuja de oxígeno y lo llevé inconsciente de regreso a ustedes... Pero descuida, ya no haré nada más por ti.

Su mirada que antes parecía imperturbable y seria, —como si yo, una sirena; fuera más humana que ella misma—, ahora demostraba su verdadero sentir. Mi revelación le había hecho sentir su tristeza, esa que tanto guardaba.

—Pues bien, ¡nunca te lo pedí!

Exclamó entre sollozos.

Lo que paso después, fue tan repentino y violento que no pude actuar con precisión. Unos hombres que se habían acercado a nosotras, —y no habíamos identificado por estar en nuestra calurosa discusión—, me capturaron en una red de pesca, dañando dolorosamente mi piel y escamas. La mar, en su intento de salvarme, había soltado una ola inmensa, pero ya estaba atada en esa poderosa herramienta de pesca. Esa ola había empujado a Zair unos metros más adelante. Aquella lucía aterrada, y les gritaba que se alejaran.

Pero entonces, uno de ellos comenzó a enterrar una herramienta filosa a un lado de mi abdomen, debilitándome completamente. Estaba muy débil para usar mi hechizo de sirena, cayendo lentamente en una profunda oscuridad.

Ya no podía ver ni sentir.

No sé si era el dulce abrazo de la muerte, o la salada caricia de las aguas marinas.

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