Park los había observado desde lejos. El tufo a traición danzaba en su nariz, el tacto de sus uñas enterrándose contra su piel había quedado grabado en su palma y las imágenes difusas de la cabeza de su hermana apoyada en el hombro de Wind, se habían inmortalizado como una composición sinuosa en su mente.

Pero lo que más le había calado eran la serie de sonidos faltos de sentido de la pequeña pelirroja.

Su hermana, la albóndiga gorda, con (su) Wind, el que era suyo por derecho propio como la primogenitura.

Park no concebía el pretérito de amor y jamás en su vida haría dicha conjunción. Aunado a que no admitiría que envidia era lo que sentía revolverle el vientre.

•••

La competencia entre las hermanas Lane comenzó un 15 de noviembre de 1996. Cuando un par de espermatozoides movían sus flagelos a toda velocidad para poder fecundar uno de los dos ovulos de Rose Sparks.

Dicha competencia solo paro  por una milésima de segundo, cuando uno de ellos se dio cuenta de que había otro ovulo igual de grande al otro lado. Todo lo que hizo fue cambiar de dirección y entrar.

La llama de la discordia se avivo una vez nacidas. Park fue la primera en salir, roja y algo raquítica. Alana la segunda gorda y alargada.

Las gemelas Lane se llevaron mal desde el principio de sus primeras respiraciones. Mientras que Park protestaba impetuosa por tener que usar los escarpines rosados y no los azules.

Alana se dejaba engalanar el pie con los rosados y una vez la madre salía de la habitación, con pereza los expulsaba de sus gordos piececitos.

Y cuando Rose volvía le sonreía divertida, en cambio a Park le hacía un mohín de insatisfacción.

La primera palabra de Park fue:

—Mamá.

La de Alana:

—Pollo.

De nueva cuenta hubo múltiples aplausos para la albóndiga.

Park aprendió a leer primero, a montar la bici primero, a ducharse sola primero, a sumar primero, en resumen y para no aburrirles, todo lo hizo primero.

Y sin embargo era la morocha la que leía con un gusto más apasionado que el suyo, a la que consolaron cada vez que se cayó patosamente de la bici, con la que su madre aún se divertía haciendo burbujas en la bañera hasta los cuatro años y a quien el padre le explico 20 veces que dos más dos era cuatro con una sonrisa de lado a lado.

La gota de sangre más penitente de la masacre entre ellas, fue: Jonathan, Jonny Lane.

El chico majo conductor de motocicleta, que escuchaba rock en español, amante de los panqueques y el padre de ambas.

Alana había hecho surgir en el un amor natural. Park la recordaba perfectamente hablando con Jonathan, vestida con su tutú de las clases de ballet que tomaban juntas y de las cuales Alana siempre hacía novillos.

Exigiendo a su padre los Lady Godiva de la madre en vez de los chocolates en forma de conejito que este le ofrecía.

Robándole la chaqueta de cuero negro y poniéndosela por arriba de sus vestidos orlados.

Park la odiaba, de verdad que la odiaba, esperaba el momento menos pensando para atacarla y drenarle la sangre como a una gallina.

•••

Y en aquel instante recordaba lo poco llevadero que era vivir cerca de la rata de su gorda hermana.

Ella le había robado a su amor platónico y ahora le arrebataba al hombre que amaba.

Deseaba más que nada poder defenestrar a su hermana.

Cogió el móvil del bolsillo trasero de sus texanos y tecleo un viejo número de celular, cruzando los dedos para que le contestaran.

El timbre sonó un par de veces al mismo tiempo que la sangre de la carótida le bombeaba como loca.

Al tercer timbre por fin escucho una respiración al otro lado de la línea.

—¿Jude?—clamó.

—Hey arañita.