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|ʚĭɞ| Capítulo 5 | «Los Cuatro Reinos»

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Capítulo 5: Los Cuatro Reinos

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ઇઉ.¸¸.* La cálida brisa marina agitó los mechones oscuros del cabello de Zafiro, haciéndolos revolotear alegremente en el suave viento de Levante. La joven se pasó una mano por el cabello, recolocando tras sus pequeñas orejas cuajadas de perlas relucientes aquellos traviesos hilos de ébano que se habían liberado de las brillantes horquillas de plata que sujetaban, y a su vez adornaban, las numerosas trenzas que componían su complejo peinado.

Los muelles de Puerto Zafiro bullían en plena actividad diurna. Era notorio que se había producido un descenso considerable en el número de labores diarias que allí se realizaban a esas horas avanzadas de la mañana; si bien el ambiente era más animado, jovial y ajetreado que de costumbre. El trabajo usual de los marineros y pescadores había sido modificado ese mismo día por el de despejar la zona de anclaje de embarcaciones, ya que muy pronto ésta sería nuevamente ocupada por los tres grandes navíos que lentamente se aproximaban desde los Reinos extranjeros situados más allá del Mar de Cristal, en tierras del interior del continente.

Zafiro cambió el peso de su cuerpo de una muleta a otra. Estar tanto tiempo de pie y expuesta bajo los intensos rayos del último Sol de invierno le resultaba desmesuradamente molesto. Su vaporoso vestido azul celeste ribeteado de encajes blancos y repleto de diminuta pedrería plateada, abrigaba y pesaba demasiado. Además, ese horroroso corsé le estaba destrozando las costillas y la columna vertebral. Incluso temía que, en cualquier momento, le cortara la respiración y la asfixiara. Cada vez que la rígida tela acariciaba el par de las casi invisibles cicatrices de su espalda, la joven contenía un lánguido gemido de malestar.

Distraída, fijó su cristalina mirada en el insondable mar azul, aquel cuyas apacibles aguas se fundían en algún lejano punto con el inalcanzable horizonte. ¿Qué mundos abisales se ocultaban bajo aquel desconocido fondo marino? ¿Qué habría más allá de la delgada línea que separaba el profundo océano del inescrutable firmamento? Esas eran algunas de las innumerables preguntas que, a veces, se planteaba mientras se hallaba encerrada tras los gruesos muros de su palacio de marfil y plata.

El mundo exterior le fascinaba. ¡Estaba repleto de misterios! Mas, en muy pocas ocasiones había tenido la oportunidad de salir del gran castillo, atravesar sus murallas cuajadas de diamantes y esmeraldas, cruzar la transitada ciudad y adentrarse en un bonito paraje como ese. Única y exclusivamente, podía contemplar el puerto y el mar desde el enorme ventanal de su alcoba. ¡Ah, pero no era lo mismo observar de lejos ese bello panorama que presenciarlo de cerca; siendo partícipe y cómplice del grave rumor de las olas al romperse contra la orilla, la suave fragancia salada que trasportaba el viento impregnado con la esencia marina del océano, el alegre trino de las gaviotas que revoloteaban entusiasmadas sobre la líquida superficie, y la burbujeante espuma de mar portadora de diminutos tesoros brillantes extraídos desde lo más profundo de sus aguas!

Y fue en ese mismo instante cuando Zafiro se convenció de que algún día sería libre, como las gaviotas que sobrevolaban los mares del Sur. Algún día ella misma sería dueña y capitana de un barco, y con ese maravilloso navío de ensueño surcaría los mares descocidos que se ocultaban al Oeste del continente... ¡Incluso navegaría sobre las gélidas aguas que bordeaban el Reino del Norte, aquella misteriosa tierra inhóspita y desolada que desde hacía centenares de lunas se hallaba sumida en una glaciación eterna!

Como si acabara de despertar de un trance embriagador, la joven princesa volvió a la realidad. El ruido y ajetreo de los marineros y las risas de la Corte, la habían desvelado de aquella bella ensoñación.

A su alrededor, los miembros de la Corte se aglutinaban en pequeños grupos de cuatro o cinco personas, cuyas excitantes conversaciones cuajadas de alegres exclamaciones y risas llegaban a oídos de la doncella. 

Observando las excentricidades del entorno que la rodeaba, la muchacha pudo distinguir a su derecha y a varios metros de distancia de donde se hallaba a su preciada hermana mayor acompañada de su severa madre. Esmeralda había abandonado su actitud risueña y optimista, pues sus delicadas facciones solo mostraban seriedad y solemnidad. Con leves inclinaciones de cabeza, la primogénita asentía con pesar a cada oración que la reina pronunciaba con ímpetu; mas desde aquella alejada posición, Zafiro no pudo distinguir tales apasionadas palabras. Apartado de ambas féminas, el Rey se encontraba sumergido en una seria conversación con el Capitán de la Guardia Real y otros dos soldados de elevado rango. Su porte, a pesar de ser adusto, parecía aislado de la realidad; absorto en sus propios pensamientos. 

La princesa suspiró, inquieta. Desde que habían abandonado las calles principales y atravesado la Plaza de la Fortuna, un espeso silencio se había apoderado de las cuatro personas que viajaban en el interior de la carroza real. Después del dramático acontecimiento que había protagonizado un extraño grupo de cinco misteriosos encapuchados, ningún miembro de su familia había vuelto a pronunciar palabra durante el resto del trayecto. Sin embargo, una densa atmósfera repleta de turbación se había apoderado de los ánimos de sus parientes, pues las facciones de sus padres se mostraban rígidas de rabia, ira e impotencia. Desde ese momento, el matrimonio desvió la vista a través de las ventanillas del carruaje y no volvieron a cruzarse ni una sola mirada más. Incluso la tez de Esmeralda había empalidecido y, nerviosa, había bajado su mirada hacia la falda de su impresionante vestido dorado.

La fiesta se había reanudado y el desfile había continuado celebrándose en la ciudad, pero el ambiente se notaba incómodo..., tenso. Tras aquel inesperado suceso, muchos ciudadanos se habían retirado de las calles, las avenidas e incluso de los comercios. La mayoría de las buenas gentes que poblaban Ciudad de Diamantes había huido con sus hijos y se habían refugiado en sus respectivos hogares, temerosos a la magia de esas trastornadas entidades sin nombre ni rostro.

«¡Sus rostros...!» pensó Zafiro, mordiéndose el labio inferior con escepticismo. «Esos seres..., esas criaturas llevaban unas estrafalarias máscaras de animales exóticos que ocultaban sus caras... Pero debajo de ellas, ¡no había nada ni nadie! Los guardias no han podido encontrar ni un solo cuerpo tras esas capas y ropajes... ¿Será cosa de magia? ¿De la magia... de las hadas?».

¡Pero no podía ser, de ninguna manera! Porque, según las historias que se contaban en el reino, las hadas se habían extinguido hace mucho tiempo. ¡Hacía infinitos ciclos lunares que ningún ser humano había visto o conversado con una de esas diabólicas criaturas feéricas! Los seres del Bosque Encantado eran malvados, perversos... ¡crueles! O al menos, eso era lo que afirmaba la historia oficial que se había implantado en el Reino de Calenda y que aparecía en todos esos aburridos libros de Historia de Ciudad de Diamantes que la septa Topacio le obligaba a estudiarse.

Mas, en el gran libro verde de cuentos que poseía su hermana mayor, las hadas y todas las criaturas mágicas que convivían en el frondoso paraje natural se presentaban como seres benignos, amables, bondadosos y rebosantes de luz... Criaturas pacíficas que se mostraban ante los humanos en los lugares más inesperados y recónditos, y en los momentos más ansiados y necesitados por éstos, con el objetivo de ayudarles a solventar sus problemas y facilitarles el camino hacia la felicidad eterna.

«Y vivieron felices y comieron perdices...» Zafiro recordó las palabras que se repetían como un mantra al final de todos los cuentos. «Pero, ¿por qué perdices...?».

En ese momento se dio cuenta de que, una vez más, había dejado volar su imaginación y ya se hallaba divagando. ¡Como de costumbre! Sus alocados pensamientos no iban a llegar a ninguna conclusión clave que estableciera un poco de claridad en ese asunto tan ambiguo que su propia mente había creado y desarrollado con una facilidad asombrosa. Todas sus pesquisas estaban fuera de lugar cuando se trataba de razonar algo fantástico..., algo que no podía —ni debía— existir; al menos según la Ciencia y los Decretos que proclamaban los Doce Miembros del Capítulo junto con la propia memoria histórica del país.

Declarar lo contrario a dichas afirmaciones establecidas en el reino e impuestas por su Rey estaba penado con prisión perpetua. Y en el peor de los casos, dependiendo de la gravedad de la alegación, incluso se podía ejecutar la pena de muerte.

Por ese motivo, el libro de cuentos de hadas que escondía Esmeralda era peligroso. Zafiro no quería ni imaginarse lo que les ocurriría si algún día las descubrían con él en las manos, leyendo sus entramadas historias que poco tenían que ver con la realidad que en el Reino se contaba. ¿Cómo reaccionaría el Rey en tal caso? ¿Sería capaz de encarcelar o ejecutar a sus dos hijas...?

«El Sol me está afectando demasiado. ¡Está claro que la luz y el calor no son buenos para mí!».

La Familia Real de la Casa Diamond y todos los miembros de la Corte incluyendo aristócratas, nobles de primer y segundo rango, criados, sirvientes y doncellas, llevaban quince minutos de reloj exactos esperando a que el famoso barco de la Familia Real del Reino Feroz enterrara sus anclas en Puerto Zafiro. El exuberante navío ya había bordeado Isla Zafiro y se hallaba a escasos metros de llegar a los muelles de Costa de Marfil. Desde esa distancia se podía vislumbrar la bandera roja que ondeaba enérgicamente al viento y el emblema de su Casa Real, el cual representaba un enorme león dorado de tres cabezas rugiendo. 

Muy pronto desembarcarían de ese enorme velero el rey Escarabajo y la reina Mantis, acompañados de sus tres hijos: el príncipe León, la princesa Osa y la pequeña Colibrí. 

Más allá, en la lejanía, se distinguían otros dos barcos de colosales dimensiones. Uno de ellos portaba el estandarte verde y el emblema plateado de la Flor de Loto en su centro, lo cual significaba que la Familia Real del Reino Vegetal viajaba en él. Un poco más lejos se distinguía otro navío cuya bandera reflejaba todos los colores del Arco Iris. Una corona negra de siete puntas se perfilaba en mitad del diseño multicolor de su estandarte. Eso demostraba que la Familia Real del Reino Coloreado era la última en cerrar la fila de gloriosas embarcaciones.

—¡El príncipe Azul! ¡Va a venir el príncipe Azul! —exclamó una aguda voz femenina cerca de Zafiro. La joven princesa no necesitó buscar a la dueña de esa voz cuajada de falso entusiasmo y melodrama para saber que se trataba de Amatista, una de las amigas favoritas de su hermana—. ¡Qué emoción! ¡Ojalá se fije en mí en esta ocasión! Amigas mías, ¿estoy hermosa? ¿Creéis que le gustaré? ¡Ah, pero qué emoción...! ¿No es maravilloso? ¡Va a venir el príncipe Azul...!

Zafiro alzó la vista, sorprendida ante tal escandalosa declaración, y dirigió su mirada de mar hacia el torbellino de cuchicheos que se estaba empezando a gestar muy cerca de ella. A siete pasos de distancia, las chismosas amigas de Esmeralda conversaban en voz baja para que nadie las escuchara..., excepto ella. ¡Por supuesto! Cuando tres pares de ojos femeninos dirigieron sus taimadas miradas hacia su frágil silueta y sus labios se curvaron en unas socarronas sonrisas, a la muchacha no le quedó duda alguna de que muy pronto ella misma se vería afectada por los comentarios malintencionados de esas tres desagradables cotillas.

La joven princesa pensó que si la septa Topacio hubiera escuchado esos descarados comentarios elaborados sin tapujos acerca del príncipe Azul del Reino Coloreado, se hubiera enfadado y habría reprendido a las tres doncellas de alta alcurnia. Pues era bien sabido en todo el continente de Utopía que el príncipe Azul estaba comprometido desde que era un niño con la princesa Nenúfar, del Reino Vegetal. Así que mostrar ese tipo de opiniones tan desacertadas quedaba muy fuera de lugar.

Mas la septa Topacio allí no se hallaba, por desgracia, y las tres jóvenes continuaron tejiendo sus maliciosos chismes. Zafiro sabía que Amatista, la más pequeña de edad que conformaba el grupito de amiguitas de su hermana, estaba perdidamente enamorada del príncipe Azul desde la primera vez que éste visitó Ciudad de Diamantes. Sin embargo, por motivos obvios, ese amor era imposible. Azul estaba predestinado con Nenúfar desde la tierna infancia y, cuando el Destino intervenía en una unión legítima era imposible huir de él y romper esa conexión que los enlazaba.

«Pero Amatista no es la única doncella a la que le gusta el príncipe Azul...» se lamentó la princesa, pues el joven de rizados cabellos dorados tenía muchas admiradoras secretas que bebían lo vientos por él. Y en ese grupo de enamoradas damiselas se encontraba la propia Zafiro. «¡Pero es imposible que él se fije en mi! Yo... no soy nada. ¡Y él es demasiado galante y cortés, y nunca traicionaría de esa manera tan ruin la confianza de Nenúfar! Además, la princesa del Reino Vegetal es muy agradable, así que yo tampoco sería capaz de engatusar a su prometido... ¡No sería correcto! ¡Ah, pero Azul tiene tantas admiradoras...! Como la bella Amatista...».

—¡Estás espléndida, Amatista! Hoy luces realmente hermosa, pues ese fantástico vestido combina muy bien con el magnífico color violáceo de tus ojos —comentó en voz demasiado alta una de las doncellas de alta alcurnia, Perla, mientras miraba a Zafiro de reojo para asegurarse de que ésta hubiera escuchado ese derroche de exagerados cumplidos.

—¡Perla tiene razón! —intervino Jade, la hermana menor de la aludida. Y alzando todavía más el volumen de su entonación, añadió—: ¡Estás preciosa! Y si por extraños azares del Destino el príncipe Azul no cae rendido ante tus evidentes encantos femeninos, no dudes en que mi preciada hermanita y yo intervendremos para destrozar su lamentable romance impuesto con la princesucha vegetal. De esta manera, ¡tú tendrás vía libre! Y entonces, se enamorará perdidamente de ti.

—¡Eso es! ¡Ninguna noble ni princesa extranjera o local es competencia para ti, querida Amatista! —apostilló Perla, vocalizando lentamente cada una de sus palabras mientras echaba miraditas furtivas en dirección a Zafiro—. Y cuando caiga profundamente enamorado de ti, ¡se celebrará una gran boda que dará mucho de qué hablar durante bastante tiempo en los Cuatro Reinos de Utopía! ¡Hasta los salvajes de las tierras del Este se enterarán de vuestro apasionado enlace! Os casareis y tendréis apuestos hijos y hermosas hijas... ¡Y viviréis felices y comeréis perdices para siempre!

Las tres jóvenes estallaron en forzadas carcajadas ruidosas, estridentes hasta tal punto que varios miembros de la Corte detuvieron sus quehaceres para observarlas, perplejos, durante un breve instante.

«¡Menudo trío de ridículas! No las aguanto... ¿Estarán tramando alguna travesura?» se alarmó la muchacha, pues esas tres chicas nunca ideaban nada bueno. ¿Y si en esta ocasión involucraban a los príncipes extranjeros en sus absurdas fechorías?

Zafiro se llevó una mano a la cabeza, pues empezaba a sentir terribles punzadas de dolor. El Sol era demasiado potente y deslumbrante para ella, y no se encontraba a gusto expuesta ante sus intensos rayos. Además, los gritos desorbitados de aquellas repelentes aristócratas se le estaban clavando en el cráneo.

—Princesa, ¿os encontráis bien? ¿Estáis mareada? —preguntó su doncella personal, Ámbar, con esa particular vocecilla implícita de nerviosismo e inquietud que tanto la caracterizaban.

Desde que había arribado a los muelles y bajado de su carruaje, Ámbar se había posicionado al lado de la princesa y le había ofrecido su ayuda. Con una mano sostenía un enorme parasol blanco de encajes bordados con zafiros, el cual protegía a la joven de piel delicada de los intensos rayos dorados del astro solar.

—Oh, yo... —balbuceó Zafiro, con los pensamientos volando lejos de las preocupaciones de su servicial doncella, y más próximos en los brillantes ojos celestes de su amor platónico—. ¡Qué va! Esto..., quiero decir, ¡ejem!, que... Estoy bien... Algo cansada, tal vez... Pero no es necesario que te preocupes, Ámbar.

—¿Estáis segura, princesa? Sabéis que la luz del Sol tiene efectos negativos en vuestro cuerpo si os exponéis ante el astro durante demasiado tiempo... —Con recelo, la doncella se aproximó más a Zafiro y la sostuvo del brazo, temerosa de que en cualquier momento la joven se desvaneciera en la arena. Y con un rictus de profundo desasosiego perfilado en sus finas facciones, agregó en voz baja—: ¿Vuestro semblante distante se debe a que todavía estáis pensando en aquel sueño...? Sabéis que podéis confiarme cualquier cosa, mas no debéis sofocaros ni abrumaros de esa manera tan dura. Vuestra cara está roja...

—No se tratan de mis sueños, Ámbar —chistó Zafiro con el mismo tono de voz, a la vez que intentaba calmar sus aceleradas pulsaciones, las cuales se habían disparado repentinamente al pensar en el apuesto rostro del príncipe—. Hoy es el día especial de Esmeralda, así que voy a olvidarme un poco de esas molestas ensoñaciones y a disfrutar de la fiesta al máximo... ¡Como es debido! Eso, si las cacatúas de al lado no terminan agotando mis nervios...

Como activadas por el resorte de un siniestro mecanismo, las tres aristócratas giraron la cabeza a la vez y enfocaron sus ladinas miradas en el rostro estupefacto de Zafiro.

—¿Te crees muy lista, verdad? Crees que eres mejor que nosotras, pero presta atención: ¡no eres nadie! Aunque seas una princesa rodeada de lujos, comodidades y exclusivos beneficios... ¡no eres nada! ¡Solo una niñita mimada, torpe y tonta! —le espetó airada Perla, la mayor de las tres féminas que componían ese extravagante grupito. Sus ojos plateados y rojos labios destacaban sobre su tez pálida y contrastaban con su largo y oscuro cabello, que ondeaba libre al viento. 

—¡Exacto! —la secundó su hermana menor, Jade. Sus ojos de un peculiar tono gris verdoso, relampaguearon con rabia. La joven se llevó una mano a su larga cabellera castaña y enrolló un dedo en uno de sus numerosos tirabuzones—. ¡No tienes ningún talento! Y... ¡ni siquiera eres hermosa! De hecho, ¡eres la más fea de todas las princesas de los Cuatro Reinos! ¿Qué clase de hombre podría amar a una doncella tan espantosa y desastrosa como tú?

—Eres... ¡horripilante! —exclamó Amatista, con una cruel sonrisa en sus labios rosados. La menor de las amigas era sin duda la más llamativa, pues sus intensos iris que oscilaban entre el azul y el violeta, le concedían una apariencia extraordinaria. Además, su larga melena oscura adquiría tonalidades violetas y moradas si era iluminada por la luz de la Luna o las estrellas.

—¡Eso no es verdad! Yo... ¡intento mejorar! —se defendió Zafiro, molesta ante semejantes acusaciones—. Además, ¡no sé por qué habláis siempre tan mal de mí! ¡No os he hecho nada!

—¿Qué no...? —se burló Jade, y con maldad, escupió—: ¡Sabemos que te gusta el príncipe Azul! ¡No lo niegues! ¡Y sabemos también que estás urdiendo una vil artimaña para engatusarlo y seducirlo, a pesar del Destino! ¡Está claro que nada te importa; ni el Destino, ni el príncipe Azul, ni la princesa Nenúfar, ni los sentimientos de la gente que te rodea o las Leyes Divinas de los Reinos!

—¡¡Eso no es cierto!! ¡Es increíble...! ¡Pero si sois vosotras las que estáis planificando un perverso plan para alejar a Azul de Nenúfar, y que él se sienta atraído por Amatista! ¡Sois vosotras las que no respetáis el Destino, ni nada! —estalló Zafiro, cada vez más enfadada. ¡Era sorprendente la cantidad de mentiras que ese trío de arpías era capaz de soltar! ¿Es que acaso querían confundirla?

Ante aquellos desorbitados gritos de impotencia y, temiendo acaparar la atención de la Corte, las tres doncellas se acercaron a Zafiro. Amatista avanzó un paso más y extendió sus brazos hacia los hombros de la princesa, como si quisiera darle un emotivo abrazo.

—Mi dulce amiga... —sonrió, gentil. Entonces, sus iris se tornaron completamente violetas y el tono tierno de su voz cambió a otro más amargo..., casi amenazante. Y, cuando comprobó que nadie la estaba escuchando, le susurró al oído—: Aléjate de Azul. ¡Él es mío! Y si te atreves a interponerte entre nosotros o a contarle a alguien acerca de esta conversación o la anterior..., ¡en fin! Imagínate lo que te pasará. Por cierto, ¡me llevo esto!

Cuando se separó de la joven princesa, Zafiro vio cómo Amatista agitaba entre sus dedos una de las horquillas de plata que sujetaban su complejo entrenzado. ¡Se la había quitado de la cabeza en ese mismo instante! Con una sonrisa diabólica, la aristócrata escondió rápidamente la horquilla entre los pliegues de su vaporoso vestido púrpura.

—Sé una buena chica, princesita... —musitó Perla, burlona—. No queremos que mamá Reina se enfade, ¿verdad?

Y así, dejándola con la palabra en la boca, las tres doncellas se alejaron riéndose. 

Ámbar había presenciado aquella desagradable escena, pero a pesar de estar allí presente, parecía que el trío de aristócratas no había reparado en ella..., ¡como si fuera invisible! De todas formas, era una simple sirvienta. No podía intervenir en asuntos ni discusiones de los nobles, ni siquiera cuando se burlaban o increpaban a la princesa de la cual se hacía cargo. Suspiró, desolada. ¡Ojalá pudiera hacer algo más...!

Zafiro lanzó una última mirada al grupito de doncellas que, en esos momentos, se encontraban riendo junto a su hermana... Posiblemente la estarían halagando y elogiando de más, haciendo comentarios superficiales sobre su maravilloso vestido, su fantástico maquillaje y su magnífico peinado. Desde el lugar donde se hallaba, la joven podía escuchar sus desafinados gritos y superfluas exclamaciones entusiastas.

—El príncipe Azul nunca se fijará en ninguna mujer... —comentó Ámbar, de pronto, con una traviesa sonrisa dibujada en los labios. Sus ojos dorados, fijos en las siluetas de las jóvenes damiselas, se iluminaron con un extraño brillo—, como ellas —añadió rápidamente tras contemplar el ceño fruncido de Zafiro, inquisitivo.

La princesa asintió alegremente y dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Con tan solo un comentario de su doncella, ya había vuelto a recuperar los ánimos! Pero pronto la calma llegó a su fin, pues el Sol se vio opacado por una terrible silueta. La figura de su madre se alzaba de repente frente a ella. ¿Cuándo había llegado...? ¡Si tan solo hacía unos minutos que la había visto al lado de su hermana mayor!

—¡¡Tú!! —La reina señaló con un rudo gesto a Ámbar, quien se encogió en su sitio, nerviosa—. ¡Doncella! ¡¿Acaso no te has dado cuenta de que tu princesa está despeinada?! ¡Con todos esos horribles mechones de cabello revoloteando por el aire, a su antojo...! ¡Parece una vulgar zagala! Quiero que ahora mismo le recojas todo el cabello, ¡y que no quede ni un solo pelo suelto! Ponle más horquillas, ¡¡clávaselas en la cabeza hasta enterrárselas en el cráneo si es necesario!! Pero que no quede ni un solo mechón de cabello fuera de su maldito lugar. ¡¿Me he explicado bien?!

—Perfectamente, Majestad... —murmuró Ámbar, todavía sobresaltada, recolocándose la cofia hasta las orejas mientras que revolvía entre los numerosos bolsillos de su delantal en busca de un peine y horquillas.

—¡¡Y en cuanto a ti, niña!! —rugió la reina, centrando esta vez su atención en Zafiro—. Hoy es el día de Esmeralda, ¡¿entiendes?! Así que como se te ocurra fastidiarlo y aguarle la fiesta con alguna de tus estupideces de niñata, ¡que sepas que me encargaré personalmente de imponerte tu merecido castigo! ¡¿Me oyes?! Te encerraré en el mísero cuartucho de la torre más alta del castillo, ¡y tiraré la llave al mar! Justo lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo, cuando naciste... Así que ya sabes lo que tienes que hacer. ¡Compórtate! Que parezca que estoy orgullosa de ti. ¡Y sonríe, maldita sea, sonríe!

Tras finalizar su riguroso discurso, la reina lanzó una mirada fulminante a la joven princesa, y con un chasquido de lengua repleto de desdén, se alejó a grandes zancadas de allí, arrastrando su despampanante vestido rojo sobre la arena. Pronto empezó a increpar a los demás sirvientes y a gritar órdenes a los guardias.

Pero a Zafiro eso ya no le importaba. Porque ella estaba contenta, alegre, ¡feliz...! Ese era un día muy especial para su hermana y lo celebraría junto a sus afectivos padres y apreciadas amigas. Además, su madre amaba a sus dos hijas, sin distinciones ni preferencias o favoritismos. La reina estaba muy orgullosa de su hija menor; la acababa de halagar y felicitar por su buen comportamiento... ¡Los otros Reyes deberían ser conocedores de esos bonitos sentimientos de amor y respeto que se profesaban madre e hija!

Así que se irguió al máximo en su sitio y, simulando un porte regio, enderezó la espalda, estiró el cuello, alzó la cabeza, fijó la vista al frente del insondable mar azul y sonrió como nunca antes lo había hecho. Sonrió, rebosante de una felicidad imaginaria, mientras que una lágrima rebelde de profunda tristeza y amarga desdicha resbalaba por su bonito rostro y se fundía con la luz del Sol de mediodía.

¡Hola, bichitos! ♥

Estas fantásticas ilustraciones del arte digital son obra de Esther Puche. En ellas se representan a las tres doncellas que han protagonizado, en parte, este capítulo: las amiguitas Amatista, Perla y Jade. ¡Creo que son muy hermosas, tal y como mi mente las recreaba! Aunque su vanidad y soberbia superen con creces a su belleza, por desgracia...

Y vosotros... ¿os imaginabais así al trío de amiguitas? ¿Por qué creéis que son amigas íntimas de Esmeralda si sus caracteres y actitudes no tienen nada que ver?

ઇઉ.¸¸.* ¡Pregunta mágica! ¿Qué significado pensáis que esconden las palabras de Ámbar cuando dice que el príncipe Azul no se fijaría nunca en ninguna mujer como las del grupo de doncellas que acosan a Zafiro?

ઇઉ.¸¸.* ¡Pregunta para premio! ¿Por qué creéis que la reina Roja está tan alterada en el día del cumpleaños de su hija Esmeralda? Y sobre todo, ¿por qué trata tan mal a Zafiro?

¡Os espero en el siguiente capítulo, bichitos! ♥

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