|ʚĭɞ| Capítulo 4 | «Ciudad de Diamantes»
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Capítulo 4: Ciudad de Diamantes
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ઇઉ.¸¸.* El cielo azul estaba completamente limpio y despejado, sin hallarse rastro de ninguna nube que osara cruzarse por la infinita bóveda celeste ni anteponer sus blancos y delicados encantos frente al radiante Sol de mediodía.
Zafiro dejó escapar un breve suspiro cargado de cansancio y aburrimiento, y con una mueca de resignación, se apoyó en la barandilla de la minúscula ventana de la carroza real. Asomada por ese pequeño y ovalado ventanal podía contemplar diminutos fragmentos de la ciudad que la vio nacer y que la acogió entre sonrisas, lágrimas de felicidad y pétalos celestes de lirio lanzados al viento para posteriormente terminar fundidos en la brillante capa de nieve.
Siempre se decía en la Corte que, en toda la próspera y larga historia de Ciudad de Diamantes, el único instante en que se presentó una verdadera ventisca y la nieve comenzó a caer en suaves copos transparentes fue el día en que la princesa de ojos de mar vino al mundo. Su llegada coincidió en una noche muy especial; una en la que los astros celebraban un evento natural muy importante: el ocaso de una estación y el amanecer de la siguiente. Los rumores de la Corte, además, afirmaban que cuando la primera estrella de nieve descendió del firmamento y se posó en la fina hierba, una alegre risa de recién nacido similar a un par de campanillas tintineantes resonó por todo el palacio y llegó hasta los confines más recónditos del reino.
Así fue como Zafiro nació en una noche especial de Solsticio de Invierno.
Las nevadas, al igual que el frío y las tormentas, no eran propias de aquel beatífico lugar puesto que el Reino de Calenda formaba parte de una enorme y variopinta isla situada al Sur del continente, y dadas estas características su clima era cálido y primaveral incluso en invierno. Mas, con la llegada de Zafiro las primeras nieves también arribaron, y al finalizar dicha jornada de Solsticio invernal un manto blanco y esponjoso como las mismísimas nubes cubría el suelo. La sorpresa y la fascinación se habían perfilado en las expresiones de sus pacíficos habitantes ya que nadie había visto nunca esa peculiar faceta del cielo y del clima que se les presentaba.
Fue por ese motivo y en señal de gratitud y ofrenda, que a la joven se la reconoció en el reino como «Princesa de las Nieves».
Zafiro recordó con alegría y entusiasmo este pequeño cuento que, ya sea realidad o fantasía, simbolizaba de una manera muy hermosa su nacimiento.
Curiosamente, fue la septa Topacio quien le reveló esa fantástica historia. La muchacha rememoró que, ya que Esmeralda era muy pequeña cuando había nacido y que con toda probabilidad no se acordaría de ese precioso día, ella misma se había armado de valor y tras pensarlo mucho decidió preguntar a sus progenitores, los Reyes, por el magnífico evento de su nacimiento y toda la alegría y emoción que conllevó en el reino. Mas, la reacción que se encontró fue totalmente inesperada. Sumido en una profunda tristeza, su padre se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar, desconsolado. En cambio, su madre, con una expresión de rabia y dolor perfilada en el rostro, le dio una fuerte bofetada y la castigó prohibiéndole tajantemente salir de su habitación durante una semana.
Este suceso había ocurrido hace muchos años, tantos que Zafiro había perdido la cuenta del número de lunas que se habían manifestado en el cosmos desde entonces. Y, aunque no guardaba rencor hacia sus padres, nunca podría entender los motivos de esa reacción tan exagerada y desmedida. Pero por desgracia, aquel desdichado día había quedado grabado para siempre en su memoria, así como el terrible dolor que sintió en esos momentos en lo más profundo de su corazón... como si una pérfida mano invisible lo congelara.
Con una leve sacudida de cabeza, la joven apartó esos sombríos pensamientos de su mente. ¡Hoy era un día feliz! Un día hermoso y apacible en el cual se festejaba el decimoctavo cumpleaños de su hermana. Así que no debía tener motivos para sentirse triste ni para que la nostalgia la invadiera.
Además, mirara por donde mirara, todo era pura dicha y felicidad. Tras las vistosas cortinas de seda blanca que decoraban las ventanas del carruaje real, la joven princesa observó las calles principales de Ciudad de Diamantes. Cada calle, cada parque, cada esquina y hasta el más solitario rincón estaban adornados con guirnaldas y ramos de flores naturales de llamativos colores que decoraban los puestos ambulantes, los comercios, las ventanas de las casas y las azoteas. Por encima de sus cabezas se podían apreciar infinitos hilos dorados cubiertos de florecillas elaboradas con joyas preciosas que resplandecían alegremente gracias a la luz solar. Esas fabulosas guirnaldas surgían desde los altos tejados de los hogares y se entrecruzaban por las alturas de un lugar a otro, creando un cielo artificial de vivos colores.
El gozo y la euforia de los ciudadanos ante la presencia de ese día festivo también se hacía notar en el ambiente. Las calles principales se encontraban abarrotadas por multitud de habitantes de Ciudad de Diamantes que, vestidos con sus mejores atuendos confeccionados exclusivamente para los días de fiesta, se concentraban en los laterales de las calles dejando pasar el despampanante desfile de carruajes de la Corte que, en fila única, se dirigían hacia Puerto Zafiro para dar la bienvenida a su reino a los Reyes del país vecino, el Reino Feroz. Los más tímidos seguían el extraordinario desfile asomados en las ventanas de sus casas. Mas, el júbilo se hacía manifiesto en los rostros alborozados de los más pequeños, en las facciones animadas y relajadas de los adultos a causa de la excepción de un día completo de trabajo, y en sus gestos de exaltación genuina cuando arrojaban a los pies de la carroza real una gran cantidad de monedas de oro y plata, pequeñas esmeraldas y pétalos dorados de girasol.
—¡Vivan los Reyes! ¡Viva la princesa Esmeralda! ¡Viva la Primavera! —gritaban emocionados desde los costados de las calles y las ventanas de las casas.
Con una bonita sonrisa perfilada en sus finos labios rosados, Zafiro saludó a un grupito de niños y niñas sonrientes que, con un ramillete de pequeños girasoles en la mano, se acercaban efusivos para entregárselo. Sin embargo, la carroza pasó muy rápido por su lado sin que la joven pudiera tender el brazo para recoger tan bonita ofrenda que, evidentemente, iba dirigida a su hermana mayor.
Zafiro pensó que la situación era irónica y hasta resultaba graciosa, pues al igual que ella había nacido hacía quince años en una noche de Solsticio de Invierno, su hermana Esmeralda había llegado al mundo dieciocho años atrás en una noche especial de Equinoccio de Primavera. Por este singular motivo y a causa también del carácter alegre y risueño de la joven, su larga y ondulada cabellera dorada como los ardientes rayos del Sol y sus profundos iris verdes, la primogénita era reconocida en el reino bajo el nombre de «Princesa de las Flores».
«Esmeralda y Zafiro. Girasoles y lirios. Sol y Luna. Flores y nieve. Primavera e invierno...».
Con estos pensamientos pesimistas que anteponían una barrera invisible entre su hermana y ella, la joven princesa se dio cuenta de lo diferente que ambas eran la una de la otra. Dos polos totalmente opuestos que, a su vez, se complementaban y necesitaban para existir...
La nostalgia volvió a invadir su corazón y su mente, y haciendo caso omiso a los vítores y aplausos de los ciudadanos que los veían desfilar, Zafiro se sumió una vez más en sus reflexiones.
El sueño que había tenido esa noche había sido muy vivido, casi real. Todavía podía oler los diversos aromas del Bosque que se disolvían en el viento nocturno; aún podía sentir el suave tacto de la tierra musgosa bajo sus pies descalzos. Pero sobre todo, podía sentir ese desgarrador dolor en el núcleo de su columna vertebral; esa lacerante aflicción en el centro de su espalda. Aún podía visualizar en su mente esos brillantes ojos verdes que la acechaban en completo silencio desde las sombras...
«¿Por qué...? ¿Por qué sueño todas esas cosas? ¿Y por qué tengo que soñarlas yo? ¡Esos incomprensibles sueños no me dejan descansar en paz y al final me volverán loca, si es que no lo estoy ya! Estoy tan cansada...».
Un suspiro se escapó de su pequeña boca. Se sentía exhausta, como si hubiera pasado toda la noche corriendo de verdad por el Bosque, siguiendo el rastro luminiscente de las traviesas luciérnagas que parecían burlarse de su torpeza y lentitud. Con la mejilla apoyada contra la palma de su mano derecha, Zafiro rememoró en su mente aquella dulce melodía de sus sueños; la misma canción de cuna que había escuchado alguna vez en algún lugar cuando era un bebé. Observó el azul impoluto del cielo y, con la mirada perdida en el insondable horizonte se dedicó a imaginar que volaba por encima de las casas y los valles cuajados de joyas preciosas, que sus enormes alas translúcidas de libélula la elevaban por encima de las nubes hasta tocar las estrellas y fundirse en los siete colores del Arco Iris, y que su vuelo se extendía más allá del lejano Oeste del Mar de Cristal, donde se decía que la tierra firme acababa y la nada infinita se extendía en su máximo esplendor.
Una leve sacudida en su brazo la sacó de su ensimismamiento. Aturdida, la princesa parpadeó rápidamente en reiteradas ocasiones y desorientada miró a su alrededor. Unos ojos brillantes, similares a un par de esmeraldas, la observaban con preocupación y en el más absoluto de los mutismos.
Su corazón se aceleró, pues ya había visto esa mirada en algún lugar.
Cuando recobró la lucidez y obtuvo plena consciencia de dónde se hallaba, su campo de visión fue ocupado por el rostro de delicadas facciones de su hermana mayor, la princesa Esmeralda, quien la observaba acomodada a su lado izquierdo en el asiento de la carroza real. El porte de la muchacha aparentaba calma y tranquilidad, mas sus rojizos labios fruncidos y sus iris resplandecientes expresaban todo lo contrario.
—¡Esto es indignante! —gritó furibunda su madre, sentada frente a ella—. ¡Tú! ¿Cómo te atreves a dormirte así sin más en un día tan especial y en mitad de este significativo desfile? ¡Demuestra tener un poco más de respeto por tu familia! ¿Es que acaso quieres arruinarle el cumpleaños a tu hermana?
Zafiro dio un respingo en su asiento. Pese a la sobresaliente comodidad de los numerosos cojines y almohadones aterciopelados y esponjosos, la princesa se sintió horriblemente incómoda e indispuesta. Avergonzada, se removió en su puesto y, con un hilillo de voz se apresuró en responder.
—Por supuesto que no, madre. Yo... —titubeó, indecisa—. Yo sería incapaz de estropearle la fiesta a Esmeralda. Yo... Lo siento.
—Yo, yo, yo... —la imitó la reina, burlona. Su tono de voz era desagradable, cruel. Cuando terminó de reírse por su falta de elocuencia en la respuesta que le había concedido, la fémina recobró de nuevo su tono hiriente y dañino, y una vez más volvió a increparla—. ¡Como de costumbre, solo piensas en ti misma! ¿Que lo sientes, dices? ¡Lo sientes! ¡Ja! ¡Eso es lo mejor que se te ocurre decir! ¡Esa es tu gran respuesta, tu única respuesta, a todos los problemas que causas! ¿Y a qué se debe esta vez? ¿Qué has hecho en esta ocasión? ¡Te estoy hablando, niña impertinente! ¡¡Responde!!
La menor de las hermanas sintió que el mundo se le venía encima, que el techo de la carroza real se desprendía de su estructura nacarada, se desmoronaba sobre ella y la aplastaba. De pronto notó que el espacio físico que existía entre sus padres y ella era increíblemente pequeño, reducido. La joven sintió que la tiara de plata con relucientes zafiros incrustados le pesaba mucho sobre la cabeza, y que las numerosas y afiladas horquillas que recogían su entrenzado peinado se le clavaban en el cráneo, produciéndole un insoportable dolor. De repente el corsé le apretaba demasiado, constriñéndole las costillas, estrujándoselas sin piedad. Sus pulmones no recibían suficiente oxígeno, parecía que se había olvidado completamente del proceso de respiración. Todo empezó a darle vueltas. Su cabeza pesaba sobre sus hombros. Se sentía mareada, agotada; sin fuerzas para discutir ni para tan siquiera pronunciar una sola y mísera excusa.
Los segundos se sucedieron como longevas eternidades. Mas su padre, el Rey, se hallaba sumido como de costumbre en su perpetuo mutismo. Cabizbajo, con el cuerpo encorvado hacia delante, el gesto ausente y la vista perdida en algún punto de la moqueta dorada, el monarca parecía no escuchar las bruscas palabras de su esposa.
—¡Madre, os lo suplico! —exclamó Esmeralda, disgustada. Su voz sonaba atormentada, casi al borde de la desesperación—. ¡Zafiro no tiene la culpa de nada! Sé que no lo ha hecho a propósito. ¡Y además, acaba de disculparse!
—No te metas en esta discusión, querida Esmeralda —repuso la reina, alzando una mano para dar más énfasis a sus palabras—. Eres demasiado bondadosa y gentil, pero precisamente es esa bondad la que no te permite ser objetiva con tu adorada hermana. Zafiro ha pedido disculpas, lo cual significa que reconoce que ha hecho algo malo. De lo contrario, no tendría por qué haberse disculpado...
Una sonrisa perversa se hizo presente en sus carnosos labios rojizos tras haber pronunciado con deliberada alevosía aquellas taimadas palabras. Su ladina mirada de orbes grises que albergaban bravas tormentas y tempestades recorrió con plena satisfacción la figura temblorosa de la más joven de las princesas. Zafiro se revolvía en su sitio inquieta, sujetándose con ambas manos la cabeza y reprimiendo las constantes náuseas que afloraban desde lo más hondo de su estómago. A su lado Esmeralda la abrazaba, acariciando con dulzura su espalda y susurrándole al oído palabras repletas de ánimos y valentía.
—Débil, como siempre. Caprichosa y patética —escupió la mujer liberando una risita de suficiencia—. Sabía que no tardarías ni un segundo en perder la compostura. Siempre necesitada de palabras bonitas y abrazos consoladores porque no te atreves a reconocer lo sumamente egoísta que eres. ¡Oh, pero no llores! Vas a estropearte el maquillaje. Bendita sea tu doncella, que ha intentado por todos los medios hacer que parecieras hermosa. Pero a la vista está que solo eres una niña; una niña malcriada y ridícula.
—Roja, por favor... —musitó vagamente el Rey, saliendo por un breve instante de su burbuja de silencio. Su voz queda y carente de fuerzas junto con sus palabras faltas de sentido y coherencia se disiparon en el aire.
—¡Silencio! ¡Tú no tienes ningún derecho a entrometerte en mis asuntos! ¡No después de lo que me hiciste! —le gritó la reina, furiosa. El Rey volvió a encogerse sobre sí mismo y, sin variar el gesto abstraído de su semblante, de nuevo enfocó la mirada en la alfombra que cubría el suelo de la carroza. En ese momento, la dama fijó sus ojos de oscuros nubarrones en la silueta de la menor de las jóvenes, y le espetó una vez más—: ¡Vamos! ¡Tú, habla! ¡Di la verdad! ¡Di lo que has estado haciendo! ¡¿Por qué te has quedado dormida?! ¡¡Responde o...!!
—¡¡Tengo sueños!! —estalló al fin Zafiro con los ojos cristalizados a causa de las lágrimas que intentaba por todos los medios contener—. ¡Tengo sueños, horribles sueños que me acosan todas las noches! ¡Pesadillas! ¡Y van a volverme loca! ¡Sueño con el Bosque Encantado, con volar...! ¡Y no dejo de escuchar en mi cabeza una triste melodía que se repite sin parar a todas horas! ¡Tengo miedo, mucho miedo...! ¡Y no sé a quién decírselo! No sé con quién puedo hablar, quién me va a escuchar... ¿Quién me va a entender? ¡Pero sé que necesito ayuda, madre! ¡Lo que me sucede no es normal! ¡Necesito vuestra ayuda, por favor...! ¡Os lo suplico...!
Mas, los ruegos de la joven fueron bruscamente interrumpidos.
De pronto, la carroza real se detuvo con un violento frenazo y sus ruedas emitieron un agudo chirrido desagradable contra los adoquines empedrados del pavimento. El resto de carruajes donde viajaban los nobles de la Corte del reino también se paralizaron de manera abrupta. La música alegre que animaba el desfile cesó. En la calle comenzó a levantarse un gran revuelo, y pronto llegaron a los oídos de la Familia Real multitud de gritos amenazadores, exclamaciones de asombro y enfado, insultos y provocaciones.
—¡Asesinos! —gritó una voz masculina no muy lejos del carruaje—. ¡Maldita escoria real! ¡Malnacidos!
En ese momento, algo duro impactó contra la carroza. El proyectil lanzado no parecía ser demasiado grande ni peligroso, pero ese inapropiado y malintencionado gesto que atentaba contra la seguridad y dignidad de la Familia Real bastó para que el Rey llamara la atención de los guardias. En cuestión de segundos, un sinnúmero de Guardias Reales montados a caballo acordonaron la zona y se aglomeraron en torno a la carroza. Subidos en sus monturas, desenvainaron sus espadas y apuntaron con ellas a aquellas miserables personas que osaban interponerse en el camino de los Reyes y sus hijas e interrumpir el magnífico desfile de carruajes.
Zafiro aprovechó la conmoción del momento para acercar su rostro a la ventanilla de la carroza y asomar la cabeza con disimulo. Con suma curiosidad, observó la dramática escena que se estaba llevando a cabo ante sus ojos.
Delante de su carruaje y a escasos metros de distancia se hallaba un pequeño grupo de cinco personas adultas que, unas al lado de otras, formaban una barrera humana en mitad del camino para cortarles intencionadamente el paso. Ese reducido colectivo vestía con extraños y llamativos ropajes, aunque lo que más atraía la atención eran los enormes capuchones que cubrían sus cabezas. Aquellos individuos extravagantes alzaron sus rostros y, con un rudo gesto, se retiraron las voluminosas capuchas que sumían sus semblantes en tinieblas. Unas extraordinarias máscaras de animales cubiertas de exóticos adornos y abalorios ocultaban sus rostros humanos.
Con sorpresa y fascinación, Zafiro pudo distinguir en aquellos antifaces las encarnaciones de un oso, un ciervo, una liebre, una serpiente y un cuervo.
—¡Malditos usurpadores! —bramó una potente voz femenina cuyo cuerpo parecía estar situado en el centro de la cadena humana. Su máscara de serpiente se agitó contra su rostro a causa de los gritos que profesaba—. ¡Vuestro reino es una pérfida y vil abominación! ¡Vuestro reinado es una farsa y cruel mentira! ¡Desvelad la verdad! ¡Esta ciudad; este suelo que pisáis..., es un cementerio! ¡Esos diamantes de los que tanto alardeáis y que os representan están manchados de sangre! ¡De la sangre de las hadas que despiadadamente asesinasteis! ¡Que la maldición de la Reina Titania recaiga sobre vosotros y todos vuestros descendien...!
En ese justo instante el Rey pareció despertar de su sueño y, con un furioso alarido de ira, gritó una orden a sus guardias, los cuales se abalanzaron contra el misterioso grupo de fanáticos delirantes. Antes de que acabara su discurso, una espada alcanzó a la mujer portadora del antifaz de serpiente y de un brusco gesto éste le fue arrebatado de su rostro. La máscara salió despedida por los aires, cayó y rodó en un lateral de la calle donde se hallaba un grupo de pueblerinos.
Entonces, un escalofriante grito de terror de uno de los soldados resonó por la calle. Enseguida se le sumaron a él los murmullos y las exclamaciones de sorpresa y horror de los ciudadanos. Pues debajo de esa máscara, donde se suponía que tenía que haber un rostro... no había absolutamente nada.
—¿Qué... qué está sucediendo? ¿Qué es eso?
—¿Magia...?
—¡Es magia de las hadas! ¡Existen...!
—¡Corred, vayámonos de aquí!
—¡Es peligroso...! ¡Huid! ¡Esconded a los niños o se los llevarán...!
Pronto se levantó un gran tumulto entre los ciudadanos. Ciudad de Diamantes se hallaba al borde del pánico. Sus habitantes empezaron a correr desesperados por las calles llamando a gritos a sus hijos, apartándolos del bullicio y de la siniestra escena que todos acababan de presenciar.
—¡¡NO!! ¡Maldita sea, esto se está descontrolando! ¡Matadlos, soldados inútiles! ¡¡Matad a esos desgraciados, matadlos a todos y que no quede ni uno vivo!! —aulló colérico el Rey con el rostro enrojecido de la ira y las venas de su cuello hinchadas, a punto de explotar.
Los guardias acataron la inflexible orden de su monarca. Con numerosos mandobles de sus espadas despojaron a aquellas criaturas de sus máscaras, desvelando así más figuras sin rostro.
—¡Viva la Reina Titania! —proclamaban entre risas estridentes, grotescas.
Con violencia las siniestras figuras fueron atravesadas por decenas de largas y afiladas espadas. Mas, era similar a luchar contra el vacío o la nada, pues las armas de los soldados no consiguieron tocar ningún contorno sólido más allá de los extraños atuendos. Una a una, las misteriosas siluetas enfundadas en capas fueron desplomándose en el suelo con la misma ligereza y suavidad que una fina pluma caída del cielo.
Una última figura quedaba en pie. A través de su máscara de ciervo, una mirada vacía de ojos etéreos como el viento se posó sobre el conjunto de la aterrada Familia Diamond, quienes contemplaban horrorizados el bizarro acontecimiento desde el interior de la carroza. Entonces una profunda voz masculina surgida desde las tinieblas de su capa pronunció con vehemencia:
—Vuestro tiempo se agota.
Dos soldados de la Guardia Real se arrojaron contra el misterioso encapuchado y lo atravesaron con su espada. En ese instante, la capa se desplomó contra el suelo sin emitir ni un solo sonido. Por ordenes del Rey, los guardias se acercaron a las siluetas tendidas en el terreno y con un rápido gesto apartaron las capas que las envolvían. La sorpresa fue notoria y las exclamaciones de desconcierto y estupor no tardaron en llegar a los oídos de Zafiro.
Pues bajo esas vestimentas y caperuzas, no había nadie. Ningún cuerpo, ninguna figura humana..., solo aire.
—¡Magia...! —gritaban estupefactos algunos de los pueblerinos que, pese al horror, se habían quedado rezagados a contemplar la escena.
Lo que sucedió después de aquel dramático acontecimiento resultó verdaderamente confuso para todos, pero en especial para Zafiro. La envolvía una caótica situación en la que los Guardias Reales trataban por todos los medios de contener y tranquilizar a la población, su hermana se había acercado a los niños más pequeños para intentar animarlos y calmarlos, y los Reyes habían salido también de la carroza para comprobar el estado anímico de los nobles que los acompañaban e inspeccionar los restos de aquellas capas y máscaras.
Aprovechándose de esa enmarañada tesitura la joven bajó con dificultad de la carroza y, apoyándose en ambas muletas, revisó los adoquines del terreno con la mirada.
Cuando por fin halló aquello que deseaba encontrar, comprobó que ninguna persona de su alrededor la estuviera observando y se arrodilló en el suelo con una rapidez insólita para una muchacha que no hace muchos días atrás sufrió una grave caída y un doloroso esguince.
Zafiro alargó el brazo y, con un rápido movimiento, recogió el misterioso proyectil que había sido lanzado por aquel grupo de extraños. Al principio, por su dureza y tonalidad rojiza, la joven pensó que se trataba de un tomate. Pero cuando lo examinó de cerca entendió, aterrorizada, cuan equivocada estaba.
Lo que sostenía en la mano era un diamante...
Un diamante empapado de sangre.
¡Hola, bichitos! ♥
En esta ocasión, os dejo una imagen que representa a las princesas Zafiro y Esmeralda de pequeñas. Zafiro queda ilustrada por la niña de cabello oscuro y vestido rojo de la izquierda, mientras que su hermana Esmeralda es representada por la muchacha rubia y de vestido azul de la derecha. Honestamente, no conozco la identidad del ilustrador que elaboró dicho dibujo, ¡pero es precioso! Lo que sí sé es que el autor o autora de esta ilustración quiso mostrar en ella a las hermanas Snow White y Rose Red (Blanca Nieves y Rosa Roja), del cuento de los hermanos Grimm. Cuando vi el dibujo enseguida me hizo recordar a mis dos queridas princesitas, pues encuentro muchas similitudes entre las cuatro.
Además, en el apartado multimedia he colgado la canción Snow White and Rose Red, de Blackbriar. Me gustaría que la escuchaseis. ¡El ritmo es genial! Y dado que este capítulo ha sido más movidito, —¡por fin un poquito de acción y magia!—, he apostado por una melodía más cañera. ¡Espero que a vosotros también os guste!
ઇઉ.¸¸.* ¿Quiénes creéis que eran los misteriosos encapuchados y qué pretendían decir en realidad? ¿Sus intenciones eran malvadas?
¡Un placer haberos tenido por aquí! ♥
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