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|ʚĭɞ| Capítulo 2 | «Cuentos de Hadas»

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Capítulo 2: Cuentos de Hadas

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ઇઉ.¸¸.* «Había una vez una doncella que pertenecía a una familia de alta alcurnia. Su padre era un talentoso zapatero reconocido en toda la comarca, y su madre era una exitosa modista. Ambos habían trabajado para las familias más nobles y poderosas del reino, e incluso sus extravagantes diseños habían causado bastante furor en el extranjero.

» La joven doncella se crio entre sedas y algodones; y dada la acaudalada riqueza de sus padres, jamás aprendió a realizar ninguna labor doméstica. Mas, su falta de talento en las tareas de la casa era recompensada con su don para el canto y la danza. Sus padres siempre le concedían todos los deseos y caprichos que su adorada hijita demandaba, pues ni siquiera ellos podían resistirse a su inigualable belleza y dulce sonrisa.

» Cuando la muchacha creció, se comprometió y casó con un joven aristócrata cuya fortuna era incluso superior a la de los padres de la joven. Los primeros meses fueron muy felices, y vivieron en paz y armonía. Mas, todo cambió cuando los negocios del galán se fueron a pique. Al pasar el tiempo, toda su fortuna desapareció y la pareja se vio arruinada. Tanto fue así que tuvieron que desprenderse de muchos bienes y objetos de valor, e incluso se vieron obligados a despedir a todos los empleados del servicio y mantenimiento de la casa.

» A partir de ese día, la doncella se vio obligada a realizar por sí misma todas las tareas domésticas de la mansión. Pero ella no sabía cocinar, lavar, barrer, fregar ni coser. ¡No sabía hacer absolutamente nada; solo cantar y bailar!

» Su marido pronto se hartó de la incompetencia de la joven y amenazó con separarse de ella. Ante semejante situación; la doncella, desconsolada, salió corriendo de la casa y se dirigió al jardín, pues no quería que su esposo la viera llorar. Y allí se hallaba sollozando, cuando de pronto, se vio sorprendida por la presencia de una escuálida anciana vagabunda, quien le pedía un plato de comida. La joven, aún apesadumbrada, le sonrió con tristeza y accedió a alimentar a la hambrienta anciana, mas le advirtió que su platillo, aunque estaba hecho con cariño, no era sabroso ya que no sabía cocinar.

» Cuando la pordiosera mujer sació su hambre, un cálido destello dorado la envolvió, y ante los ojos de la asombrada muchacha se transformó en una regia dama de increíble belleza.

» Ante la generosidad de la joven; la dama, quien resultó ser una poderosa hechicera, le concedió un deseo. La doncella le reveló cuan inútil era manejando las labores del hogar y le rogó tornarla habilidosa en las artes domésticas. Así pues, la hechicera recitó unas palabras mágicas y diez minúsculas haditas risueñas, tan pequeñas como el tamaño de los dedos de las manos, aparecieron revoloteando en el aire. Después le pidió a la doncella que extendiera sus delicadas manos y fue tocando con su varita mágica cada uno de sus dedos. Ante este peculiar acto, todas las haditas, una a una, se metieron en los dedos de la joven traspasando su nívea piel. Así, ocultas en sus dedos de la vista de los humanos, las pequeñas criaturas mágicas la podrían ayudar con las labores del hogar.

» Y así fue. Las haditas manejaron las manos de la hermosa joven cocinando sabrosos manjares, bordando los mejores trajes y adecentando la mansión en la que vivía con su marido. Desde aquel día la doncella se convirtió en una espléndida ama de casa. Cocinaba, barría, fregaba y cosía maravillosamente bien. Gracias a sus nuevas habilidades nunca más fue una incompetente en las artes domésticas y pudo recuperar el amor de su esposo, quien a veces en las reuniones de sus familiares y amigos llegaba a alardear del talento de su mujer en la mansión.

» Y vivieron felices y comieron perdices». 


—¿Qué te ha parecido el cuento?

Esmeralda cerró cuidadosamente el libro y lo depositó con suavidad en su regazo. Se trataba de un ejemplar grande y grueso; un extraño volumen de miles de páginas que narraba cuentos y leyendas de hadas y otras criaturas fantásticas del Bosque Encantado. La princesa acarició con sumo afecto la portada de cuero del libro. Era de un brillante color verde, y en ella aparecían diminutas hadas aladas volando y reposando en flores y setas de vivos colores. En elegantes letras doradas se podía leer el título: «Cuentos de hadas para gente extraordinaria».

Libros como aquel estaban prohibidos en todo el Reino de Calenda, pues el propio Rey en un arranque de locura había dado la indiscutible e inviolable orden de destruirlos todos. En el reino estaba terminantemente prohibido hablar sobre las hadas, así como cualquier tipo de lectura, canción u obra de teatro en las que se refirieran o hicieran alusión a ellas. 

Sin embargo, el libro que poseía Esmeralda era especial. De hecho, era el único volumen referente a criaturas mágicas de los bosques, animales fantásticos y hadas que había en todo el reino. O al menos eso era lo que pensaba la primogénita de la familia Diamond. La princesa se había encontrado el grueso ejemplar en la noche de su séptimo cumpleaños debajo de la almohada de su cama. Cuando la gran celebración terminó y se dispuso a acostarse, con notable asombro lo halló bajo los innumerables cojines aterciopelados y almohadones esponjosos de su lecho. Era el último regalo del día, según pensó la muchachita. Mas, carecía de envoltorio. Tampoco supo quién se lo había entregado, pero fuera quien fuese esa persona, conocía a la perfección la prohibición de poseer y entregar un libro de esas características, con todas las desagradables consecuencias que eso conllevaba. Tal vez por esa razón había sido un regalo anónimo. La persona que se lo había regalado no se había atrevido a señalar su identidad, pero sí le había escrito una nota bastante extraña, que generó a la princesa una enorme curiosidad.

Tras leer aquella singular declaración, Esmeralda había guardado, protegido y conservado ese libro con sumo cuidado e interés. Desde los siete años lo había mantenido oculto tras una baldosa desprendida del suelo que se hallaba bajo su cama; un lugar secreto y seguro donde nadie podría encontrarlo. Y desde que tenía uso de razón había empezado a leer las increíbles historias que en su interior se narraban: aventuras de intrépidos viajeros que se internaban en el Bosque Encantado en busca de tesoros, princesas perdidas y doncellas en apuros, príncipes que soñaban alcanzar la gloria desentrañando los acertijos del Bosque... ¡Y las hadas, por supuesto! Las hadas que siempre tenían una solución para todo, que amaban y cuidaban la naturaleza, que ayudaban y protegían a todo aquel que estuviese en apuros y creyera en ellas.

Y Esmeralda sí creía en las hadas, con todo su corazón.

La única persona que conocía la existencia de dicho ejemplar era su hermana menor, Zafiro. A ella no le escondía ningún secreto. Después de todo, era su hermana pequeña; su preciada y adorada hermanita. La quería con locura y sentía que si compartía con ella el secreto del libro prohibido, su hermoso vínculo de hermanas se estrecharía aún más. Por eso, desde que ambas eran niñas, Esmeralda se escabullía a la habitación de Zafiro por las noches para leerle un cuento de hadas antes de dormir.

Pero Zafiro no creía en las hadas.

—Pues no me ha gustado —respondió Zafiro a la pregunta que le había hecho su hermana mayor—. Creo que ese cuento deja en muy mal lugar a las mujeres. Quiero decir, que no estoy de acuerdo con la idea de que solo las mujeres se tengan que encargar de todas las labores domésticas. Me compadezco de la muchacha de la historia, pero no por el hecho de que no supiera realizar las tareas del hogar, sino por el zángano de marido que tenía que soportar. ¿Acaso él colaboraba con las tareas de la casa? ¿La ayudaba? Y tampoco me ha gustado la solución que le propuso la hechicera; creo que lo correcto hubiera sido convertir a su esposo en un cochinillo. O hacer que volvieran a recuperar toda la riqueza que antes poseían. Pero, ¿un hechizo para saber cocinar y coser...? ¡Qué cosa más ridícula! 

Esmeralda sonrió con cariño y dejó que su hermana se desfogara unos minutos más. Bien sabido era que a Zafiro no le gustaban demasiado esas historias y que su mente objetiva siempre analizaba cada una de las palabras que le leía.

—Zafiro, no te lo tomes así. Solo es un cuento —suspiró finalmente la princesa, acomodándose mejor en la colosal cama de dosel azul de su hermana—. No quiere decir nada.

—Ya lo sé —replicó Zafiro. Una mueca de molestia se perfilaba en su rostro—. Pero yo nunca le pediría ayuda a un hada ni a nadie para que cambiara mi forma de ser simplemente para agradar a alguien. La persona que realmente me ame debe aceptarme y quererme tal y como soy; con mis defectos y mis virtudes... Tal vez más defectos que virtudes en mi caso, ¡yo qué sé! Mas, no falsearía mi imagen ni me cambiaría a mí misma solo por el hecho de gustar... Porque entonces, no sería yo, sino otra persona.

Zafiro había estado reflexionando sobre aquella historia. Su realidad no estaba tan alejada de la de aquella doncella del cuento, después de todo, pues ella misma era inútil para cualquier tipo de tarea. Siempre le salía todo mal, incluso las cosas más simples. Por el contrario, su hermana mayor, Esmeralda, era una eminencia en todo lo que se proponía y hacía.

«Maldita mala estrella que siempre me complica la vida».

La muchacha omitió un quejido de fastidio. La última jugarreta que le había gastado su mala estrella, como así llamaba Zafiro a su mala suerte, era una caída por las escaleras que la había dejado magullada y adolorida con numerosos cardenales, moraduras y hematomas por todo el cuerpo. El peor de ellos había sido el gran moretón que se había hecho en mitad de la frente al darse de bruces contra la pared. Era espantoso, y su color oscilaba entre el morado y el verde. Pero, sin duda, lo que más le molestaba era ese doloroso esguince que se había hecho en el pie derecho al torcérselo cuando resbaló por las escaleras del torreón. Era por esa razón que estaba de reposo en la cama desde hacía dos días.

La princesa suspiró. Le gustaba holgazanear, levantarse a altas horas de la mañana y no hacer nada de provecho en todo el día. Sin embargo, con tan solo llevar dos días en la cama sin poder levantarse y caminar más que lo necesario, ya le bastaba para añorar esos días en los que Esmeralda le proponía dar largos paseos a caballo por los jardines reales; y también el poder corretear por las almenas del castillo, donde se reunía clandestinamente con Pollo para contarle su día a día y observar juntos la puesta de sol. De hecho, echaba mucho de menos estar al aire libre, pues yacer tanto tiempo encerrada entre cuatro paredes ya le iba resultando sofocante y agobiador.

«Al menos tengo mis libros de aventuras. Y a Esmeralda».

Eso era cierto. Desde su fatídico accidente en las escaleras, su hermana no se había separado de ella ni un solo minuto. Le leía cuentos, le traía libros de la biblioteca del palacio, le cantaba y tocaba el arpa para ella, le contaba chismes sobre los criados y sus propias doncellas, la ayudaba a vestirse e intentaba practicar nuevos y estrafalarios peinados con su cabello. Incluso una vez le llevó a Pollo escondido en una cesta de la fruta a sabiendas de la reprimenda que se llevaría si la descubrían entrando animales en el castillo, pues eso estaba estrictamente prohibido por sus padres.

Zafiro recordó lo triste y preocupada que se puso su hermana mayor cuando se enteró de su caída. Unos guardias reales hacían su ronda habitual por el castillo cuando, de pronto, escucharon el gran estrépito que provocó la menor de las hermanas con su inesperado resbalón. Mientras que uno de los guardias la trasportaba en brazos hacia su habitación, el otro se dirigió a comunicar la desagradable noticia a sus padres y su hermana. Esmeralda no dudó ni un solo segundo en abandonar el vestidor de su alcoba e ir corriendo hacia el cuarto de su hermana, aún con el camisón puesto, la bata desabrochada y descalza. Más tarde, la joven princesa se enteraría por boca de su doncella personal de que su hermana mayor había yacido sentada junto a ella en su lecho y que, sin dejar de sujetar su mano, le había cantado dulces canciones y melodías hasta que finalmente, un par de horas más tarde, Zafiro recobrara la conciencia y despertara.

También había recibido la visita de sus padres, por supuesto. Su padre había estado solo un par de minutos en su habitación, pero al menos le había preguntado cómo se encontraba con ese tono indiferente y ausente que le caracterizaba cuando trataba con su hija menor. Su madre, por el contrario, había ordenado a Esmeralda que saliera un momento del cuarto, y tras su marcha, le había echado una severa reprimenda a Zafiro sobre lo despistada y descuidada que había demostrado ser por resbalar en unas escaleras. Furibunda, la reina le había pedido explicaciones sobre dónde se hallaba y qué hacía en ese momento, y le echó en cara cómo había sido capaz de olvidar la última prueba de vestuario de su hermana mayor. También la acusó de tenerle envidia y querer eclipsar «el momento importante en la vida de su hermana» cayéndose deliberadamente por las escaleras para «sentirse protagonista». Tras media hora de reproches y acusaciones, la reina se marchó de su habitación dejando a una desdichada y llorosa muchacha que no hacía más qué preguntarse entre desconsolados sollozos por qué su madre la odiaba tanto.

Y es que era más que evidente que algo les ocurría a sus padres con ella. Su padre casi siempre la ignoraba y la trataba con indiferencia, como si no existiese o fuera un elemento más de la decoración del castillo. Su madre, sin embargo, reparaba demasiado en su presencia. Constantemente la reñía por todo, y tan solo con verla su apacible gesto se trasformaba en un rictus de furia y rabia contenida. Siempre que podía la desprestigiaba y humillaba en público, sobre todo si ese público se trataba de las desagradables amigas de Esmeralda, quienes se burlaron de su mala suerte en cuanto se enteraron de su desafortunado resbalón.

—Eso que acabas de decir es muy bonito, Zafiro —dijo Esmeralda, pronunciando con suavidad las palabras e interrumpiendo los sombríos pensamientos de la otra princesa—. Pero así como algunas personas son demasiado decididas y seguras de sí mismas para no cambiar por otras, hay ciertas que también deben ser valientes para poder cambiar su actitud y mejorar por aquellos a los que aman.

—Tiene sentido —cedió finalmente Zafiro con un lánguido susurro. 

Su hermana mayor era demasiado soñadora, espontánea y romántica. Zafiro se planteó si ella misma podría hacer un sacrificio semejante al de la doncella del cuento; cambiar por una persona amada con el fin de hacerla feliz. Todos conocían sus defectos: torpe, testaruda, caprichosa, holgazana, quejica, despistada... ¿Podría cambiar eso?

«Seguramente, no».

—Ya casi va a ser medianoche —comentó Esmeralda con una triste sonrisa en el rostro—. Será mejor que me vaya ya a mi habitación, hermanita. Necesitas descansar y no hago más que molestarte con mis estúpidos cuentos de hadas. Lamento que el de esta noche no te haya gustado. 

Esmeralda depositó un afectuoso beso de buenas noches en la frente de la pequeña e hizo amago de levantarse, pero rápidamente Zafiro la retuvo de la mano y tironeó de ella para volverla a sentar en su cama.

—No lo sientas... —comenzó a decir, con los ojos brillantes y cuajados en lágrimas—, porque soy yo quién de verdad lo siente. Siento meterte siempre en problemas por mi culpa, siento no compartir tu afición por los cuentos de hadas, siento no creer en ellas y siento haber arruinado uno de tus días especiales antes de tu cumpleaños. 

Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Era la primera vez que sacaba a relucir el dichoso tema que tanto le atormentaba por las noches; pero ante todo, era la primera vez que se sentía plenamente consciente de todo lo que su hermana había hecho por ella y lo poco que; sin embargo, Zafiro hacía por su hermana mayor. Pero, ¿había alguna cosa que pudiese hacer por la brillante y perfecta Esmeralda?

—No tienes por qué disculparte —repuso Esmeralda en un suave murmullo. Sus ojos verdes relucían a causa de las lágrimas que trataba de no derramar—. Tampoco tengo nada que perdonarte. Eres mi hermana pequeña, mi preciada joya, y te querré siempre tal y como eres. Y lo sabes. Y sabes también que no estoy de acuerdo en cómo te tratan nuestros padres y que siempre intento razonar con ellos para que te acepten tal cual eres, porque eres única y maravillosa. Realmente son estúpidos si no lo ven así, si no te ven con mis ojos.

Zafiro, emocionada, se lanzó a los brazos de su querida hermana. Esmeralda la abrazó con cariño, susurrándole al oído tiernas palabras de consuelo y ánimo. Tras sentirse más aliviada, la pequeña volvió a recostarse en la cama y con una leve sonrisa le pidió a su hermana que le cantara una canción de cuna para dormir, a lo que la muchacha más mayor accedió encantada. Zafiro lamentó no poderse unir al precioso canto de su hermana, pues desde que era una niña su padre le había prohibido tajantemente cantar, e incluso tararear o silbar cualquier melodía, pese a que era una de las muy pocas virtudes que a la muchacha, curiosamente, se le daba bien.

La canción de Esmeralda hablaba de libros antiguos y secretos de tapas duras y cientos de páginas encantadas. Hablaba de viajes y aventuras por tierra y mar, de criaturas mágicas, de mundos fantásticos de ensueño, de príncipes y princesas, de magos y brujas, y del incalculable valor de la amistad.

Y así, trasportada como por arte de magia a otros mundos y épocas felices gracias a la hipnótica voz de Esmeralda, Zafiro se quedó completamente dormida justo cuando las campanas de palacio advertían la medianoche.

¡Hola, criaturitas del Bosque! ♥

En esta ocasión, la canción colgada en el contenido multimedia se titula Secret Library Daguerreo, interpretada por Erutan. Siempre me imagino que ésta es la canción de cuna que Esmeralda le canta a su hermana pequeña Zafiro antes de ir a la cama. Una vez más, me parece que la voz de Erutan es increíble y maravillosa, y que fácilmente me transporta a esos mágicos lugares de ensueño. Así es cómo creo que debe sonar la voz de Esmeralda.

¡Espero que os guste tanto como a mí! ઇ‍ïઉ

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