Hora de creer. Parte 4
La noche estaba a punto de caer en Daír. El bullicio y la marabunta de gente que caracterizaban durante el día a la ciudad se diluían poco a poco mientras los últimos haces de luz que penetraban entre los edificios alargaban cada vez más las sombras.
Daír no era un buen lugar para pasear de noche, a excepción de que uno perteneciese a la etnia Khúnar y su tránsito no lo condujese fuera del centro de la ciudad.
En la periferia, la noche pertenecía a los animales de usos nocturnos y a las violentas fuerzas de seguridad de Daír.
Esporádicamente uno se podía encontrar con paseantes o con grupos de niños que jugueteaban en las zonas ajardinadas, pero lo que imperaba en la mayor parte de las calles de la ciudad eran el silencio y la ausencia de almas humanas.
En su estancia en el subsuelo, muy cerca de una antigua entrada a las catacumbas sellada por el incesante paso del tiempo, Raquel era ajena a todo lo que acontecía en la superficie. Se encontraba sentada al lado de un inquieto Sócrates, que se asemejaba más a un niño que estaba a punto de abrir los regalos de navidad que al anciano que realmente era. En varias ocasiones estuvo a punto de creer al pie de la letra la historia que el Alisio continuaba relatando con todo lujo de detalles, pero no esperaba que las estatuas cobrasen vida y empezasen a corretear por la habitación.
- Antes del final de la batalla, - contaba Sócrates – algunos Alisios consiguieron evacuar de la ciudad a uno de los Gárgol heridos y se lo llevaron con ellos a tierras lejanas. Durante siglos fue ocultado en lugares que solo unos pocos conocían, hasta que hace unas décadas la estatua fue trasladada a este lugar y ocultada en esta habitación. Diez noches atrás, coincidiendo con vuestra estancia en la ciudadela de Alisa y el hallazgo del Papiro de Lothamar, Atlas despertó. Estaba desorientado y no recordaba quién era ni de dónde provenía, pero nosotros le ayudamos durante las siguientes noches. Por lo que parece, Atlas no era el único Gárgol que había despertado, y para nuestra desgracia Vándor había conseguido filmar al otro en la ciudadela. Le tendió una trampa y nuestro nuevo compañero cayó en ella. Atlas llegó en el momento providencial y acabó con los hombres de Vándor antes de que estos pudieran llevarse a su amigo.
Sócrates volvió a mirar al reloj, y bajando la voz dijo:
- Ahora no dejes de mirar a las estatuas, ha llegado el momento de creer. Dura roca durante el día, carne y hueso al caer la noche…
Ante la atónita mirada de Raquel, las estatuas comenzaron a cambiar de su color marrón oscuro a una tonalidad grisácea más clara. Sus músculos comenzaron a perder tensión y pudo ver claramente cómo la estatua que permanecía de cuclillas tomaba una bocanada de aire e hinchaba su musculado pecho. Seguidamente giró la cabeza hacia ellos y con voz grave y sonora dijo:
- Haram Sócrates, haram Raquelóster.
- Haram, Atlas.- respondió Sócrates.
Raquel permaneció totalmente quieta y boquiabierta hasta que el vaso lleno de agua que tenía en las manos se deslizó suavemente entre sus dedos y cayó al suelo rompiéndose en pedazos, haciendo que volviese al mundo real mediante un suave parpadeo.
El Gárgol volvió la mirada hacia el ser que se encontraba tumbado ante él y se cercioró de que respirase.
- Tranquilo Atlas. – dijo Sócrates en un perfecto Alisio mientras se levantaba lentamente de su silla – Tu amigo despertará en pocas horas, lo querían vivo y solo fue alcanzado por unos dardos que le inocularon un potente sedante.
Miró a Raquel y le extendió su mano invitándola a que también ella se levantase y lo acompañase al lado del Gárgol. Esta caminó hacia Atlas y pudo comprobar sus gigantescas proporciones cuando se agachó a su lado. El Gárgol la miró sonriente y asintió con la cabeza como si quisiese agradecerle algo.
- ¿Pu…puedo tocarlo? – dijo Raquel dubitativa mirando a Sócrates. El anciano tradujo sus palabras al idioma Alisio y el Gárgol acercó su mano a Raquel mientras emitía una sonora carcajada.
La profesora Öster tomó la mano del Gárgol y su sorpresa fue aún mayor cuando comprobó la dureza de su piel y la densidad de su musculatura.
- Sentémonos a conversar mientras nuestro nuevo amigo despierta. – dijo Sócrates, y Raquel y Atlas lo siguieron hacia la mesa.
Atlas tomó asiento en una silla de gran tamaño que había sido fabricada para él durante el transcurso de los últimos días y bebió de un trago el néctar que Sócrates le había servido en una jarra de más de medio litro.
- Cuéntanos, Atlas, ¿quién es tu amigo? – preguntó el anciano.
- Es Gílam, - respondió el Gárgol esbozando una amplia sonrisa – mi mejor amigo y el que siempre ha estado a mi lado, tanto en los buenos momentos como en los tiempos más difíciles. Él es, junto a Odnumel y el maestro Gróndel, uno de los más grandes estrategas y consejeros que hemos conocido los Gárgol, su criterio y su determinación a la hora de tomar decisiones en los momentos críticos nos sacaron más de una vez de una delicada situación. Su corazón es noble como el que más y su destreza en la lucha es comparable a la del mismísimo Órador. Es una suerte para todos nosotros que lo hayamos encontrado, y estoy convencido de que si el resto de los Gárgol pudiese escoger a un representante para llevar a buen término esta historia, no tendrían duda alguna en elegir a Gílam como tal.
Sócrates tradujo a Raquel lo que Atlas había dicho y este siguió hablando de su compañero con orgullo.
- Yo era muy joven cuando Gróndel nos aceptó como discípulos, y Gílam era un renacuajo cincuenta primaveras más joven aún. Desde el principio mostró unas asombrosas cualidades tanto en el aspecto físico como en el intelectual, y no tardó en igualarme a la hora de descifrar acertijos y en los ejercicios de lucha, aún siendo de bastante menor tamaño.
Pronto iniciamos un viaje junto a Gróndel que duraría más de dos primaveras. Todos los Gárgol lo hacían durante su periodo de adiestramiento, ya que los más veteranos lo consideraban necesario para el salto a la madurez. Gílam y yo nos hicimos grandes amigos durante el largo viaje hacia lejanas tierras al sur. Compartimos el húmedo frío de los helados bosques invernales y el fuego arrollador de las tierras desérticas donde la comida y el agua escaseaban, con la seguridad que nos aportaba el tener la sabiduría y la experiencia de Gróndel de nuestro lado. Él nos enseñó que incluso en las tierras más áridas era posible encontrar pozos de agua fresca y potable, cazamos en bosques, pescamos en mares y ríos e incluso robamos en muchos asentamientos humanos.
Vimos extraños animales y plantas. Había árboles en los que se podía horadar una pequeña estancia sin que su vida corriera riesgo, ríos atestados de lagartos gigantes que introducían a sus víctimas en el agua y las aturdían girando velozmente antes de engullirlas, cerdos de color rosa oscuro que pasaban la mayor parte del tiempo en el agua, una especie de ciervos con unas patas y un cuello extremadamente largos, animales provistos de una joroba en la que supuestamente guardaban las reservas que necesitaban para poder recorrer largas distancias en terrenos de gran aridez, y también eso que llamáis elefantes. Vimos enormes felinos y manadas de perros salvajes que se disputaban la comida, y mariposas tan grandes como la palma de mi mano.
En otra ocasión, Gróndel nos llevó hacia una zona en la que existían unas aves con las patas tan largas que podían correr tan rápido como el más veloz de los caballos de Alisa.
- ¡Avestruces! – dijo Raquel emocionada mientras recreaba un mapa en su mente en el que trataba de trazar la ruta seguida por los Gárgol.
- ¡Avestruces! – respondió Atlas tratando de memorizar la palabra – En aquellas tierras, frontera final del viaje de ida, encontramos tribus compuestas enteramente de hombres de oscura piel, cuando lo habitual era ver a unos pocos entre la población mayoritariamente blanca de más al norte.
Recuerdo que fue allí, en las lejanas tierras del sur, donde Gróndel nos permitió inmiscuirnos en los asuntos de los humanos y desequilibrar la balanza hacia uno de los lados. Hasta entonces habíamos tenido totalmente prohibido dejarnos ver por personas y relacionarnos con ellas. Todo comenzó cuando, sobrevolando una inmensa estepa, avistamos a un numeroso grupo de guerreros que se dirigía directamente hacia un pequeño poblado de campesinos. Al avistar a los atacantes, los vecinos de la aldea se postraron de rodillas ante ellos e hicieron salir de sus casas a aquellos que se encontraban descansando. Los guerreros se limitaron a saquear el poblado entre risotadas y bravuconerías, sin crear víctimas entre la pobre gente que se resignaba a ser humillada a cambio de que su vida fuera respetada. Antes de abandonar el poblado, el que parecía ser cabecilla de los saqueadores se acercó hacia un ídolo de madera que se erigía en medio de la aldea y trató de sacarlo del suelo. Un anciano corrió hacia él y se interpuso entre la representación de la deidad y el hombre, implorando que no se la llevase. El fornido guerrero respondió de manera implacable a la injerencia del anciano y lo mató a golpes con una rudimentaria espada que apenas estaba afilada. Después arrancó la figura del suelo y se la llevó entre los desesperados lloros de los campesinos.
Unas horas después cenábamos un extraño ciervo que habíamos asado al fuego cobijados entre unas grandes rocas. Gílam apenas comió y se mostraba inquieto.
“¿Qué sucede, Gílam?”, preguntó Gróndel como si no conociese la respuesta. Gílam respondió malhumorado: “que no lo entiendo, maestro. No entiendo porqué no hemos ayudado a esa pobre gente, nos hubiese resultado sencillo acabar con esos matones. Estamos a muchísimas lunas de casa y aunque fuésemos vistos nada debería preocuparnos. ¿O es que debemos temer que unos cuantos humanos se unan y decidan viajar durante miles de días hasta encontrar y matar a los demonios alados que solo unos pocos asegurarán haber visto?”
Gróndel no se inmutó por el enfado del menor de sus discípulos y se limitó a preguntar: “¿Estás seguro de lo que dices, jovenzuelo? ¿Crees que tus actos de justicia favorecerán al necesitado y castigarán a su verdugo, sin poner por ello en peligro no ya tu vida, sino la de los seres inocentes que te rodean?”
“No tengo duda alguna”, respondió Gílam con seguridad.
Entonces Gróndel cogió la espada enfundada que había a su lado y se la lanzó. Gílam la cogió en el aire más que sorprendido. Seguidamente, nuestro maestro espetó: “¿Entonces qué es lo que haces aquí, aparte de regalar tiempo a esos hombres para que lo puedan invertir en el saqueo de otros asentamientos? No dejes que nadie corte jamás las alas a tus deseos de justicia, Gílam, por profundo que sea el respeto que sientas hacia él. Eso sí, mide siempre las consecuencias de tus actos y procura que no afecten a aquellos que no lo merecen.”
Gílam corrió hacia un lugar alto desde donde poder tomar vuelo y localizar a los saqueadores. Yo cogí dos picas y le seguí sin pensarlo dos veces. Antes de correr tras él miré hacia Gróndel y pude ver cómo sonreía con satisfacción mientras tomaba otro trozo de carne.
Aquella noche aprendimos algo importante, aprendimos que incluso la disciplina impuesta por los sabios tenía unos límites que a veces había que rebasar si ello implicaba luchar por unos ideales justos.
Gílam y yo localizamos fácilmente a los ladrones, y nos aseguramos de que nos viesen bien antes de coger el ídolo de madera y devolvérselo a sus legítimos propietarios. No hubo derramamiento de sangre, evitamos la inútil pérdida de vidas entre aquellas personas. Nuestra simple presencia les hizo creer a pies juntillas que eran los dioses los que nos habían enviado a devolver lo robado a aquel poblado. Antes de irnos, Gílam pisoteó y destrozó las armas que seguían tendidas en el suelo, ya que ninguno de los guerreros se había atrevido a tomarlas. Después agarró por el cuello al cabecilla y lo alzó en el aire, amenazándole con el mismo machete con el que el hombre había matado al anciano horas antes. Lo sostuvo durante un rato y después lo dejó caer, clavando el machete a su lado. Dudo que alguno de esos hombres hubiese vuelto a cometer una atrocidad parecida.
Cuando volvimos al lugar donde nos íbamos a cobijar durante el día, vimos que Gróndel seguía sentado en el mismo lugar donde lo habíamos dejado, mirando hacia las estrellas como si fuese ajeno a todo lo sucedido. Pero Gílam y yo pudimos ver la silueta de un Gárgol sobrevolando el lugar donde nos encontramos con los malhechores durante todo el tiempo que permanecimos allí frente a ellos. Vigilaba por si algún imprevisto podría hacer correr peligro a sus discípulos.
La siguiente noche nos dirigimos hacia el norte tras atravesar el reino de los Kushitas y avistamos Meroe, su capital. Pero Gróndel había dejado lo mejor para el viaje de vuelta. Sobrevolamos el imperio que se extendía en las fértiles tierras del río que Sócrates llama Nilo. Avistamos seis grandes cataratas a lo largo del mismo, y en el camino que nos llevó desde Napata a Kuma, después a Abu Simbel, Assuan, Hierakonpolis, Tebas, Menfis, y por fin a Tanis vimos algunas de las magníficas construcciones que el hombre había erigido en el mundo conocido.
Vinos un complejo de pirámides edificadas mediante enormes piedras rectangulares. Las había de distintos tamaños, y Gílam y yo discutimos sobre cuál de ellas sería la más alta. ¡Dos de ellas tenían más de 250 codos de alto!
Al lado de una de las más altas había otras más pequeñas, y una larga avenida amurallada conducía hacia un templo inferior. Al lado del mismo había un bello palacio y algo mas lejos se había construido un puerto artificial abriendo canales que hacían llegar el agua del río. También había fincas amuralladas, una pequeña ciudad y varias comunidades periféricas.
Por último, Gróndel nos enseñó una enorme estatua que representaba a un león con cabeza de hombre, posiblemente la efigie de un rey.
En otros asentamientos vinos pirámides escalonadas, como por ejemplo la que sirvió para guardar el cuerpo de un rey llamado Zoser. Una de las que más me impresionó fue la dedicada a Snefru, cuyas piedras centrales tenían un bello color rojizo.
Tras descansar un par de días nos dirigimos al norte para conocer el imperio de los Fenicios. Sobrevolamos importantes puertos comerciales en Biblos, Sidón y Tiro, y también visitamos Arados.
Después viramos al oeste y nos dirigimos hacia lo que llamáis Grecia. Allí conocimos la sorprendente ciudad estado de Atenas, coronada por su impresionante acrópolis, en la que destacaba un edificio que albergaba decenas de columnas policromadas y que estaba rodeado por un gigantesco friso en el que había esculpidas cientos de figuras humanas de un realismo asombroso.
- Muchas de las construcciones que describes existen aún hoy en día. – interrumpió Raquel tratando de usar el máximo de palabras Alisias que su limitado vocabulario Alisio le permitía. Al parecer había imitado bastante bien la fonética, ya que cuando Sócrates comenzó a explicar a Atlas lo que Raquel había dicho este hizo un gesto haciendo ver que ya lo había entendido.
- ¿Existe aún el palacio del oráculo de Delfos? A él llevaba cada ciudad Griega la más perfecta escultura que poseía…
- Existe, - contestó Sócrates – pero me temo que su belleza es solo un espejismo de lo que llegó a ser cuando vosotros lo divisasteis.
- Es una pena. Ha pasado mucho tiempo desde aquel día y hubiese sido bonito volver a verlo. También lo sentí cuando Sócrates me contó que la ciudad de Tebas había sido destruida por los Griegos del norte y que los Tebanos habían desmantelado previamente la ciudad de Esparta.
Raquel pudo entender muchas de las palabras por el contexto, pero tuvo que pedir a Sócrates que tradujera lo que el Gárgol había dicho.
- El modo de lucha utilizado por los Alisios fue importado desde esas ciudades estado Griegas. – continuó Atlas – La verdad es que dio grandes resultados a Alisa y sus ciudades aliadas.
Antes de volver hacia nuestro hogar, viajamos al este durante semanas. El viaje fue muy duro pero el esfuerzo mereció la pena. Gróndel nos enseñó la legendaria ciudad de Babilonia, donde se encontraba la puerta en la que se había inspirado el rey Diobel para hacer construir una réplica en Alisa. Se trataba de una urbe inmensa rodeada de una imponente muralla y que albergaba múltiples palacios en su interior. Uno de ellos estaba totalmente cubierto por estanques y una vegetación exuberante, y realmente parecía la réplica de una de las montañas tapizadas por los frondosos bosques del norte. Gróndel nos explicó que el rey Nabucodonosor mandó construir aquellos jardines para que su esposa sintiese más cerca las lejanas tierras del norte, de donde ella provenía.
Previamente a retomar nuestro camino a casa visitamos las ciudades de Nippur, con los restos de su enorme zigurat, Ur, Lagash, y el antiquísimo templo blanco de Uruk.
Una de las cosas más importantes que aprendimos en el transcurso del largo viaje era que, en cualquiera de los lugares que habíamos conocido, los seres humanos se comportaban de modos muy parecidos. Daba igual el color de su piel o su creencia cultural y religiosa, todos ellos compartían las mismas preocupaciones y sentimientos, las mismas esperanzas y las mismas frustraciones. Aún así, las luchas entre ellos se seguían sucediendo en pos de una efímera victoria y una supremacía que sería únicamente temporal.
Quizá sea esa la manera de avanzar más rápidamente, quizá la rivalidad y el egoísmo estimulan el intelecto y el avance tecnológico, pero siempre creí que el ser humano había llegado a un grado de inteligencia tal que debería poder apartar esos oscuros sentimientos ante el diferente y colaborar con él en la búsqueda de un futuro mejor para todo el conjunto de la especie.
Casi habían pasado más de dos primaveras desde que partimos de Alisa y Gróndel decidió que había llegado la hora de volver. Nos preparamos para el largo viaje y tomamos rumbo hacia el lejano norte. Fuimos dejando atrás las inmensas estepas, cuyo final no alcanzábamos a ver con nuestros ojos. Atravesamos bosques y cordilleras y el paisaje comenzaba a hacerse familiar cuando decidimos descansar durante una noche. Tras la cena Gróndel nos propuso un juego. Había clavado una espada de madera en un claro en algún lugar del bosque, y nuestra misión sería encontrarla. Nos dijo que nos alejáramos unos treinta estadios en direcciones opuestas, después debíamos localizar la espada en el menor tiempo posible y devolverla al campamento sin ser tocados por nuestro oponente. En caso contrario, el juego volvería a comenzar.
Gróndel dio la señal y el juego comenzó. Gílam y yo nos alejamos hasta la distancia que nuestro maestro nos había indicado e iniciamos la búsqueda. Avancé con sigilo hasta un punto intermedio donde suponíamos que Gróndel había dejado la espada. Seguí adelante un buen rato, escudriñando cada claro de aquel frondoso bosque, hasta que por fin la vi. Salté hacia ella emocionado pero Gílam se adelantó saliendo a toda velocidad por entre los arbustos. Corrí hacia él pero estaba demasiado lejos como para alcanzarlo. Vio que lo perseguía y entró entre los matorrales para tratar de despistarme. El fuerte viento que soplaba esa noche hacía que las copas de los árboles se balanceasen con violencia y chocasen entre ellas, creando un siseo que me imposibilitaba distinguir el ruido que Gílam realizaba al correr por entre los helechos. Miré alrededor pero no era capaz de localizar indicios del paso de Gílam.
Entonces escuché el rugido de un oso aproximadamente a un estadio a mi izquierda. Como él mismo relató después, Gílam se había topado con un gran macho adulto al saltar hacia un pequeño claro. La sorpresa fue mutua, y el enorme oso se irguió ante Gílam presto para el ataque. Gílam fue el más rápido de los dos y casi por instinto dirigió un mandoble hacia la cabeza del animal. Una afilada espada de bronce o de hierro endurecido hubiese cortado el hocico a aquel animal pero la hoja de la espada de madera que tenía Gílam estalló en pedazos entre las fauces del oso. Este asestó un zarpazo en el hombro a Gílam, quien retrocedió para intentar esquivar la siguiente acometida. Llegué justo cuando el animal se disponía a atacar a mi compañero y me abalancé sobre el oso golpeándolo en un costado y desviando su carrera. Lejos de asustarse por la presencia de dos oponentes, el oso se irguió y rugió con fiereza, disponiéndose a atacar de nuevo. Yo había llegado al lado de Gílam y vi en su hombro los profundos cortes que las garras del animal habían abierto en su carne. Nos preparamos para recibir la acometida cuando Gróndel, saliendo de la espesura, se interpuso entre la bestia y nosotros. Desplegó las alas y rugió con fuerza mientras desenvainaba las puntas de hierro que había en cada lado de su pica. El oso se quedó quieto donde estaba, amenazando al Gárgol, rugiendo fuertemente mientras agitaba la cabeza salpicando su saliva hacia los lados. Así permanecieron los dos, con los músculos tensos y las miradas fijadas en los ojos de su oponente, hasta que el oso volvió a apoyar las manos en el suelo y retrocedió desapareciendo en pocos segundos. Después Gróndel atendió a Gílam aplicando un emplasto en sus heridas, que cerraron en pocos días dejando cuatro cicatrices como recuerdo de aquel desagradable encuentro.
En el instante en el que Atlas finalizaba su historia se oyó un quejido desde donde dormía Gílam. Raquel, Sócrates y Atlas se giraron y vieron cómo el Gárgol se incorporaba agarrándose la cabeza con una mano. Miró hacia ellos desconcertado y sus ojos se abrieron totalmente cuando vio a su amigo.
- ¿Atlas? ¡Atlas! – dijo sorprendido.
- ¡Gílam! –respondió Atlas, corriendo a abrazarlo. Lo cogió de la cintura y lo levantó dando giros por toda la habitación mientras Gílam reía a carcajadas y golpeaba los hombros de su compañero.
Cuando se calmaron, Atlas presentó a Gílam a un Sócrates radiante de felicidad y a una Raquel que aún no había conseguido salir del todo de su estupor.
Lo primero que Gílam quiso saber era cuánto tiempo había pasado desde que los Khúnar atacaron Alisa.
- Me temo que más de dos mil primaveras, incluso dos mil quinientas…- respondió Atlas.
- La cabeza me duele como nunca antes lo había hecho. ¿Qué me ha sucedido?
Sócrates explicó a Gílam que los hombres que le habían atacado la noche anterior habían utilizado dardos con un potente sedante, que también era responsable de su dolor de cabeza. Después trató de resumir en unos minutos el final de la historia de Alisa y lo que había acontecido en los últimos días.
- ¿Vosotros escribisteis las señales en la ciudad iluminada? – preguntó Gílam
- Fuimos nosotros, sí. – contestó el anciano Alisio – Al ver que Atlas había despertado tras más de dos milenios dormido, pensamos que quizá él no era el único. Supusimos que si algún otro Gárgol había despertado se encontraría igual de desconcertado que Atlas y creímos que acudiría a Daír, atraído por el gran foco de luz. Una de las noches confirmamos nuestras sospechas, cuando vimos que una de las señales aéreas había sido descifrada.
- Te busqué por todos lados, - dijo Atlas – pero los dos teníamos que evitar ser vistos y parece que hicimos bien nuestro trabajo. El tiempo comenzó a agotarse cuando nos informaron de que los Khúnar te habían visto entrar en el salón del trono de la ciudadela.
- Hubiese jurado que nadie me había visto. – dijo Gílam extrañado – ¡Entré a través de una de las galerías subacuáticas y me aseguré de que no había nadie en el interior de la sala!
- Los tiempos han cambiado mucho, Gílam. – dijo Sócrates – Ya no hace falta un ojo humano para vigilar los recintos, te lo explicaré a su debido tiempo. Creemos que no hay más Gárgol despiertos, ya que ninguna de las señales ha sido modificada durante las últimas noches y tampoco los Khúnar han localizado a ningún otro.
Gílam permaneció pensativo un rato y comió un par de piezas de fruta antes de hablar de nuevo.
- Poco a poco voy recordando vivencias pasadas. – dijo – Recuerdo cada vez mejor el pasado más lejano, pero a partir del ataque de los Khúnar mis recuerdos se esconden tras una cortina de humo, las figuras se difuminan tras ella y mi vista es capaz de atravesarla solo en momentos muy puntuales. ¿Has estado allí adentro Atlas? ¿Los has visto?
- Estuve antes de que instalasen los espías que te localizaron, y los vi a todos. La luna brillaba con intensa luz plateada en el exterior pero ellos seguían petrificados, inmóviles, casi no pude soportarlo. – dijo Atlas llevándose una mano a la cara – Marduk utilizó el Papiro de Lothamar contra nosotros, Gílam, y desconozco la razón por la que tú y yo hemos despertado.
- ¿Lothamar? Ese papiro llevaba perdido más de mil años… - respondió Gílam.
- Vedira, sacerdotisa que acompañó a Marduk en sus conquistas, debió localizarlo. O eso es lo que dicen los antiguos escritos firmados por algunos de los lugartenientes y algunos de los que finalmente terminaron traicionando a Marduk.- aclaró Sócrates – ¿Cuántas noches llevas vagando solo por este territorio?
- Hace ya doce lunas que salí de las aguas del lago Odei, ni siquiera sabía quién era, no reconocí las Torres de Tevunant y todo lo que había conocido permanecía oculto en algún lugar de mi mente al que no podía acceder. Cuando encontré la señal muchos de los recuerdos volvieron a hacerse claros y recordé que tras los dos picos estaba mi hogar…
- También Atlas despertó hace doce noches, - habló Sócrates – por lo que no creo que periódicamente uno de vosotros vaya a despertar. Algo sucedió cuando Raquel y sus compañeros manipularon el supuesto Papiro de Lothamar, ya que fue entonces cuando ambos despertasteis.
Sócrates metió la mano en el bolsillo, y de una funda de cuero extrajo el papel en el que Richard había transcrito algunos de los símbolos que había visto en el original que Raquel extrajo del cilindro que la momia de Marduk tenía entre sus manos. Explicó a Gílam su procedencia y extendió el papel ante él, quien reconoció en seguida los símbolos.
- ¿Crees igual que yo que se pueda tratar del Papiro de Lothamar? – preguntó Atlas.
- Es posible. – respondió Gílam – Estos símbolos son más antiguos que la escritura Alisia, y eran muy pocos los documentos que se conservaban escritos en esta lengua. ¿Y dices que la chica y sus compañeros extrajeron el papiro junto a la pequeña figura de un Gárgol de un cilindro metálico? ¿Y qué demonios hacía Marduk, o lo que queda del recipiente de sucia alma, en el interior de la ciudadela? ¿Es que fue enterrado con ella?
- La ciudadela fue enterrada por orden de Marduk. – dijo Atlas –Cuando entré hace once noches, vi que los antiguos accesos a las galerías que atraviesan la roca para desembocar al otro lado de las Torres habían sido sellados hace miles de años. Supuse que habían sido cerradas por los Alisios tras su huída, pero encontré una galería desconocida en la planta inferior, era mucho más moderna y también había sido sellada por un derrumbe provocado. Curiosamente tal derrumbe había sido ocasionado desde la parte más cercana a la ciudadela…
- Por lo que alguien debió entrar y después cerró la única vía de entrada conocida por los Khúnar que quedaba. – intervino Raquel, a quien Sócrates traducía la conversación –Puede que hayamos hallado respuesta a la desaparición de Marduk tras sufrir el ataque de parte de sus propios hombres. No desapareció, simplemente entró al interior de la ciudadela, donde guardaba sus más codiciados tesoros, las estatuas de los Gárgol a los cuáles doblegó, y la convirtió en su propio monumento póstumo.
- ¿Qué hicisteis cuando extrajisteis el papiro? – preguntó Gílam. ¿Acaso lo descifrasteis y leísteis el conjuro?
- No hicimos nada, simplemente lo desplegamos y lo volvimos a introducir en el cilindro al escuchar las voces. – respondió Raquel. Supongo que uno de los guardas nos pilló y avisó a sus compañeros, no le dimos más importancia. Escuchamos algo parecido a “xamabadurum”, ¡el susurro recorrió la habitación poniéndonos los pelos de punta!
Gílam y Atlas se miraron cuando escucharon aquella palabra.
- Shamaban Unum. – dijo Gílam señalando uno de los símbolos escritos en el papel. – Significa algo así como “fluye, sangre, entre la roca” en un antiguo idioma de los Gárgol. Debisteis liberar el hechizo de Lothamar al extraer el papiro o la pequeña figura del recipiente metálico que los contenía. ¿Pero porqué despertamos solo Atlas y yo? No consigo comprenderlo…Debemos localizar el Papiro de Lothamar y hacernos con él como sea, es nuestra única esperanza de poder ayudar al resto de los Gárgol.
- No será tan fácil arrebatárselo a su nuevo propietario. – dijo Sócrates con tono serio – Ahora que Vándor ha conseguido filmar a uno de vosotros tratará de recopilar toda la información que le sea posible, y no tardará en darse cuenta de la importancia que tiene el papiro que acaba de caer en sus manos. Es posible que a estas alturas sepa ya más de lo que creemos… Por cierto, se lo ofrecí a Atlas cuando despertó, pero no quiso cambiar de indumentaria. ¿Querrías que consiguiese para ti algo de ropa nueva? Habrá algo de tu talla en algún lado, o si no la fabricaremos.
- No estaría de más que alguien lavase esta ropa, la verdad. – respondió Gílam – No conozco a nadie que haya llevado puesta la misma ropa durante más de dos mil años, ¡y si existe sus prendas deben oler peor que unas porquerizas!
- ¡Yo conozco a ese tipo! – dijo Atlas en tono jovial – ¡Sócrates me habló de un tal Tut Anj Amón, quien la llevaba puesta desde hace casi 3500 primaveras y aún no la ha mandado lavar!
- Vaya, - respondió Gílam – a su lado mi ropa debe oler por lo menos a perfume de ceremonias. De todas maneras, me gustaría recuperar mis atuendos una vez limpios y secos, les he cogido cierto cariño. El jubón y los pantalones fueron cosidos por una amiga que se llamaba Maia, y creo recordar que conseguí estas botas a cambio de un carcaj de cuero labrado por mí mismo. También necesitaré alguna sustancia para abrillantar el metal de mi viejo anillo, el pobre ha perdido color con el paso del tiempo, y a Gróndel no le gustaría verlo así.
- Es bonito. – dijo Raquel rozando suavemente la piedra de color negro que coronaba el anillo con el dedo índice – El negro es perfecto, no hay ni una sola mancha de otro color.
- Pues yo tengo dos en una mano y otro más en la otra, - dijo Atlas posando su pesada mano sobre la mesa – pero también siento un aprecio especial por el que me regaló el maestro. Nos dijo que habían pertenecido a grandes reyes de la antigüedad, quienes firmaron la paz tras largos años de disputas y se intercambiaron los anillos como señal de una amistad que nunca volvió a quebrarse.
- Fue lo que Gróndel nos dio como recompensa cuando nos consideró lo suficientemente aptos como para dejar de ser sus pupilos, – dijo Gílam – aunque creo que en cierta manera nunca dejamos de aprender cosas a través de él.
Tras unos segundos de silencio, Gílam miró a Atlas y preguntó algo a cuya respuesta temía más que a la mismísima ira de Tevunant:
- ¿Y Erin?
- Erin luchó hasta el final, Gílam, los Alisios jamás nos abandonaron. – respondió Atlas.
- Sé que no lo hicieron. – respondió Gílam apesadumbrado- Lo que me preocupa es no poder recordar si lo hicimos nosotros.
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