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Hora de creer. Parte 2

Sólomon Vándor contemplaba la ciudad de Daír desde el ventanal de su oficina. Desde ese lugar se podía divisar toda la parte norte de la ciudad, desde el moderno centro financiero y gubernamental en el que se encontraba hasta los humildes y muchas veces destartalados arrabales de la periferia.

El centro de Daíria había sido reconstruido recientemente. Los brillantes edificios acristalados de más de veinte pisos de altura estaban rodeados de lujosas residencias donde habitaban las familias más pudientes de la región. Las calles estaban perfectamente asfaltadas, y anchas aceras pavimentadas recorrían sus bordes. La naturaleza también encontraba su lugar en el centro de la ciudad, y se podían ver árboles plantados por doquier. Varios parques y zonas ajardinadas con bellos estanques repletos de nenúfares y aves acuáticas de diversas especies se intercalaban entre las lujosas edificaciones. Durante la noche todo el centro residencial se encontraba iluminado, y las patrullas policiales recorrían las calles incesantemente.

Alrededor de esta zona, la con diferencia más rica de la ciudad, se podía contemplar lo que quedaba del casco antiguo de la anterior Daír. Casas de piedra de sólida consistencia formaban en hileras dejando sitio para que estrechas callejuelas serpenteasen entre ellas,  formando una figura laberíntica que desde el aire daba a la zona el aspecto de un puzzle de miles de piezas. Esta parte de la ciudad se veía colonizada con cierta frecuencia por brigadas de obreros que demolían los edificios más estropeados para reconstruirlos después de la manera más fiel posible al original. Uno de los mayores inconvenientes con los que se topaban era la existencia de una gigantesca red de catacumbas que recorría el subsuelo de gran parte del centro de la ciudad, y que en ocasiones era responsable del derrumbe de los edificios cuando alguien trataba de restaurarlos. Los túneles databan de los siglos XI y XII, y la mayoría de las sepulturas que se encontraban en ellas pertenecían a gentes de clases inferiores que no poseían las suficientes riquezas como para construir un panteón o como para comprar una parcela de tierra donde enterrar a sus muertos. En cambio, para estas gentes era asequible emparedarlos en unas estructuras lúgubres e infestadas de ratas que ocupaban un lugar que nadie entre los vivos desearía ocupar. Por supuesto, las sepulturas eran tan austeras como la propia construcción de los túneles. Nadie en su sano juicio enterraría a sus muertos con alhajas o ropajes lujosos para que en unos pocos días fuesen presa de los ladrones de tumbas.

Así pues nadie en Daír se preocupaba por mantener la integridad de las catacumbas, y eran literalmente barridas cuando se reconstruían las cimentaciones de los antiguos edificios.

Alrededor de esta zona se diseminaban los barrios más pobres, donde llegaban los agricultores y ganaderos de la región para tratar de construir un sencillo hogar que sirviese de base donde poder albergar la esperanza de un futuro mejor para sus familias. Las casas eran construidas en primera instancia con adobe, y si la familia tenía la suerte de prosperar sustituía este material por piedra en algunas de las paredes. En este lado de la ciudad había multitud de huertos y árboles frutales y el ganado paseaba muchas veces a sus anchas por entre las casas, donde también se habían construido decenas de abrevaderos para que pudiesen calmar su sed.

Dada la situación de dominancia de los Khúnar respecto al resto de etnias que poblaban la región, como los Thiodáin o los Ushítas, la relación entre los distintos grupos de personas no era muy fluída y ocasionalmente se daban graves enfrentamientos entre ellas. Pero a veces surgían historias que abrían un camino a la esperanza de la reconciliación que muchos ciudadanos ansiaban, como lo que sucedió una vez a Mitán Duono. Mitán era un hombre sencillo que vivía en una calle cercana al centro de Daír. Allí fue donde vio la luz al nacer, donde se crió y jugó con sus amigos, y también donde se enamoró y se casó. Había pasado mucho tiempo desde entonces, pero Mitán Duono jamás había cambiado de domicilio hasta aquel fatídico día del mes de noviembre del año pasado, en el que como cada mañana se levantó temprano para ir a trabajar. Era uno de los guardas de la sede gubernamental en Daír.

Aquel día se despidió de su mujer y sus hijos, se abrochó la chaqueta y se la alisó con las manos, se puso la gorra y salió de casa sin poder imaginar siquiera lo que iba a suceder apenas un par de horas después. Mientras él hacía guardia en los pasillos de la planta superior de la sede gubernamental, donde entre otras habitaciones se encontraba la oficina personal del señor Sólomon Vándor, los cimientos de la casa donde dormía su familia cedían, escribiendo el oscuro prólogo de un desgraciado día para decenas de familias de clase media que vivían en antiguos edificios que se cimentaban sobre un suelo totalmente horadado por catacumbas abandonadas y olvidadas hacía siglos.

Cuando Mitán Duono salió de trabajar, oyó comentarios acerca del derrumbe de algunas casas que después habían prendido fuego. Preguntó a los transeúntes acerca de la localización de la desgracia, y escuchó con horror el nombre de la calle donde vivía con su familia. Corrió entre las calles, donde el humo y el polvo que turbaban el aire se hacían más densos a medida que se acercaba a su casa. Los gritos de horror se sucedían a su lado y comenzó a ver a sanitarios y a voluntarios espontáneos que ayudaban a los heridos a evacuar la zona. Cuando llegó al frente de su casa, la desolación invadió su mente. El edificio, parcialmente derruido, era pasto de las llamas. La gente corría y gritaba a su alrededor, y los esfuerzos para encontrar a su familia eran en vano.

Una hora después de llamar a gritos a su mujer y a sus hijos, comenzó a destapar los cadáveres que habían sido depositados en una calle contigua para ver sus rostros. Para su alivio, no encontró el de ninguno de sus familiares entre ellos. De pronto, alguien lo agarró del hombro.

-         ¿Mitán Duono?- dijo una voz desconocida con marcado acento Ushita.

Mitán asintió con la cabeza y el hombre que se encontraba ante él con la cara y las manos ennegrecidas por el hollín, un Ushita que llevaba unos pocos meses viviendo en una casa contigua a la del Khúnar Mitán Duono, lo condujo al interior de un edificio. Subieron las escaleras precipitadamente y entraron en la humilde vivienda del desconocido. Allí, en medio de una habitación decorada únicamente por una alfombra y un viejo catre, una mujer ayudaba a limpiarse la cara a uno de los hijos de Mitán. Este corrió a abrazarlo cuando por la otra puerta entró su mujer con el segundo de sus hijos. Tras permanecer abrazados durante varios minutos, su esposa relató a Mitán el modo en el que el Ushita, que se llamaba Affo Mettvi, atravesó la cortina de fuego envuelto en una manta húmeda para sacarlos de aquel infierno.

Affo Mettvi no solo había salvado a sus seres queridos de una muerte segura, sino que acogió en su casa a Mitán y a su familia mientras durasen las obras de reconstrucción del edificio derruido.

Desde que era un niño, a Mitán Duono le habían enseñado a desconfiar de los Ushitas. “Son ladrones y embusteros”, decían unos. “Quieren quedarse con nuestras tierras”, decían otros. En su barrio se habían llegado a organizar batidas nocturnas para atrapar a los criminales Ushitas, que en la mayoría de ocasiones eran únicamente parejas jóvenes que salían de sus casas para poder estar a solas, o bien niños inocentes que salían a jugar desoyendo los mandatos de sus padres. Por eso le sorprendió el hecho de que fuese un Ushita quien arriesgó su vida para salvar a unos Khúnar. Mitán Duono tuvo que convivir con la familia de Affo durante varios meses, y ahora, casi un año después, estaba convencido de que había sido una de las épocas más bonitas de su vida. Aseguraba que la oportunidad que se le había brindado de conocer en profundidad a una familia Ushita era un don que dios le había otorgado. Igual que un hombre que recuperara su vista perdida años atrás, Mitán sintió cómo las puertas de su mente, cerradas por el fundamentalismo arraigado por culpa de su educación, se abrían para dejar entrar al aire renovado de la tolerancia y la comprensión. Aprendió que los Ushitas eran iguales a los Khúnar, iguales a los Thiodáin e iguales a cualquier otra etnia de las que poblaban el país. ¿Qué más daba que hablasen otra lengua? ¿Y que rezasen a otro dios? Posiblemente era una representación distinta del mismo ser…

Comprendió que no eran los Ushitas los únicos culpables de los continuos altercados con los Khúnar. Era un hecho constatable que muchos de los atentados que sufrían los Khúnar eran causados por Ushitas, pero si uno se ponía a indagar entre las causas de su fundamentalismo xenófobo y anticuado podía encontrar a varios culpables. Claro que parte de la culpa la tenía la educación a la que eran sometidos los jóvenes Ushitas, pero también los Khúnar eran educados para menospreciar al diferente.

¿Y qué decir del modo de vida al que poblados enteros de Ushitas eran abocados por los gobernantes Khúnar? A los Ushitas les estaba prohibido salir de sus poblados hacia los asentamientos vecinos, y esto hacía que hubiese hermanos, padres, hijos, madres, abuelos y nietos que no se habían visto en años. También les estaban prohibidas las relaciones comerciales entre distintos pueblos, y ni siquiera les estaba permitido estudiar en su lengua. En las únicas escuelas que conocían las clases eran impartidas por profesores Khúnar, en lengua Khúnar y con ideología Khúnar. La historia del pueblo Ushita era simplemente borrada de la realidad.

Si un Ushita se resistía e intentaba liberar a su pueblo del yugo Khúnar, aunque fuese por la vía del diálogo y el entendimiento mutuo, era encarcelado inmediatamente junto a sus padres y hermanos.

En algunos poblados Ushitas no existían el agua corriente ni la electricidad. Los Khúnar no se la cedían, además de impedir que los ciudadanos las consiguieran por sus propios medios. Affo relató una vez a Mitán cómo siendo niño tenía que beber de sucios pozos para calmar su sed, mientras al otro lado de un muro de más de tres metros de altura, varios Khúnar jugaban al golf en un verde césped  para cuyo regadío se consumían más litros de agua que lo que todo el poblado Ushita sería capaz de consumir.

Así pues, el desasosiego y la desesperanza diaria a la que los Ushitas eran sometidos, el atisbar un futuro desolador para sus hijos y para sus hermanos menores, empujaba a muchos de ellos a la barbarie de cometer actos indiscriminados. Odiaban a los Khúnar, odiaban a todos los Khúnar, sin poder llegar a comprender que la inmensa mayoría de ellos eran seres inocentes que poco o nada tenían que ver con sus desgracias. Desconocían las leyes por las cuales a los Khúnar les estaba prohibido defender los derechos de los Ushitas bajo castigo de prisión incondicional.

Para colmo de males, todo ello era aprovechado por algunos líderes instigadores de violencia, quienes eran igual de xenófobos que aquellos a los que repudiaban, para reunir adeptos a su sangrienta causa.

Cada vez que un atentado se cobraba la vida de Khúnar inocentes, el ejército se adentraba en algún poblado Ushita acabando a su vez con un número aún mayor de inocentes a modo de represalia. Esto conducía a que se produjesen más atentados, lo cual tenía como respuesta un número mayor de incursiones militares por parte de los Khúnar. Así, las gigantescas ruedas del carro donde viajaba la atrocidad giraban una vez más haciendo que el surco que separaba a los Ushitas de los Khúnar fuese cada vez más profundo.

Ironías de la vida, los diarios locales de los Khúnar no paraban de informar (o desinformar) acerca de los  actos terroristas Ushitas y de las “ incursiones militares de defensa “ de los Khúnar, cuando no hablaban acerca del “ ataque preventivo “ o de la “impartición de justicia en nombre de dios”.

Los Ushitas carecían casi por completo de medicinas para curar a sus enfermos, y esa fue la vía que encontró Mitán Duono para agradecer a Affo Mettvi lo que había hecho por ellos. Una de las hijas de Affo padecía una afección respiratoria crónica que le provocaba episodios de insuficiencia respiratoria con bastante frecuencia. El médico Ushita que la trataba se lamentaba de que carecía de medios suficientes para diagnosticar la causa de la enfermedad y poder tratarla, por lo que Mitán se ofreció a llevar a la niña al médico que trataba a su familia.

Los médicos Khúnar tenían totalmente prohibido tratar a pacientes Ushitas, pero Mitán sabía que el doctor Marbat era un buen hombre. Después de la primera consulta, el médico recomendó a Mitán que le llevase a “su hija” cada mes para poder observar la evolución de la enfermedad e instaurar un tratamiento efectivo. Mitán era perfectamente consciente de que el doctor Marbat sabía que la niña no era suya, pero jamás pronunciaron una palabra acerca de ello.

Casi un año después, el edificio donde Mitán había vivido junto a su familia fue reconstruido, y los Khúnar pudieron volver a vivir en él.

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