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El intento

Habían pasado tres noches desde que Gílam fue rescatado de las garras de Krámer, tres noches en las que Sócrates, con la inestimable ayuda de Raquel, Madín y varios Alisios más, había tratado de instruir a los dos Gárgol en lo básico como para que estos pudieran manejarse con cierta seguridad en los tiempos actuales. Atlas, que llevaba varias jornadas de ventaja, respondía a algunas de las múltiples interrogantes que tenía Gílam.

Habían aprendido que la tierra era redonda, y estudiaron con interés el mapamundi esférico que Sócrates había traído para ellos. Conversaron acerca de la distribución geográfica del planeta, sobre su fauna y flora, y también sobre las distintas razas, culturas y religiones de los seres humanos que lo poblaban. Hablaron sobre las enfermedades y sobre los microorganismos que creaban algunas de ellas. Ese día aprendieron que incluso la fermentación de la cebada era responsabilidad de estos seres microscópicos.

Raquel hizo una maqueta del sistema solar utilizando varillas de metal y bolas de papel encolado, y los Gárgol comprendieron porqué el día precedía a la noche. También estudiaron a groso modo el funcionamiento de los carros que no necesitaban de tracción animal para poder ser desplazados, y Madín los instruyó en el funcionamiento de las armas. El Alisio mezcló polvo de carbón vegetal con azufre y añadió una pequeña cantidad de Nitrato Potásico. Al acercar una llama al oscuro polvo resultante, este se desintegró en una fugaz llamarada. Habían visto la pólvora por primera vez en su larga vida. Madín continuó explicando la evolución de las armas a los dos intrigados seres durante más de dos horas.

-         …y así, prensando la pólvora en el interior de un cilindro hueco, conseguimos que un objeto salga disparado al prender la mecha. Algo parecido pasa con las balas y los cartuchos, pero ya hace falta un percutor.

Los Gárgol le miraron extrañados.

-         Venid, os lo enseñaré.

Y Madín los condujo a una sala donde guardaba una colección de armas de la antigüedad. Había desde arcabuces hasta una moderna ametralladora, pasando por los fusiles Winchester y por las pistolas Colt, las primeras provistas de un tambor que contenía seis balas.

Gílam había mostrado interés por el ojo que lo había descubierto noches atrás en la ciudadela, y Raquel le enseñó gustosamente su funcionamiento contando con Sócrates como traductor.

-         La cámara capta la luz de manera parecida a un ojo, - explicaba la profesora Öster – y plasma en esta película la imagen que se abre delante.

 Después los llevó a una cámara oscura provista de luz roja y reveló algunas fotografías.

-         La cámara que te filmó funciona de un modo similar…bueno, no tanto, la verdad es que no sé cómo explicarlo…

-         Tranquila. – contestó Gílam – No necesitamos saber cómo funcionan las cosas con exactitud. Tampoco vosotros conocéis el mecanismo de muchos objetos, basta con saber para qué sirven.

-         Bien. – dijo Raquel con alivio – entonces solamente os enseñaré que es una cámara de ocho milímetros, ¡os divertiréis!

Aprendieron sobre la electricidad, la luz, la radio y la televisión, las imprentas, los mapas modernos, y también dedicaron muchas horas al aprendizaje sobre el funcionamiento del cuerpo y sus diferentes aparatos y sistemas de órganos.

-         En resumen, - dijo Atlas, quien tenía un atlas de anatomía humana en la mano – que si le doy un puñetazo en la boca a ese Vándor puedo incrustarle dos incisivos y tres molares en el píloro, y después con una buena patada hacer que sus testículos aparezcan al lado de esos dos…¿cómo se llamaban?

-         Cóndilos del occipital.- respondió Gílam tapándose la sonrisa con la mano.

-         Eso es memoria compañero, la mía la tengo por debajo del cóxis, entre esfínter y esfínter más o menos.- dijo Atlas acto después, haciendo que las carcajadas estallasen entre los que se encontraban en la estancia.

Las horas de estudio y aprendizaje hicieron que poco a poco tanto los Gárgol como los humanos sintiesen ganas de comer. A Raquel le había costado habituarse a este nuevo ritmo durante las primeras noches, pero pronto decidió hacer el máximo esfuerzo para acostumbrar a su organismo a los nuevos hábitos. El hecho de poder compartir su tiempo con los Gárgol los hacía realmente estimulantes. Quizá el no haber podido ver el sol ni la luna, recluida en el refugio subterráneo de los Alisios, hizo que el proceso fuera más sencillo.

Salieron de la estancia inferior en la que se encontraban, y subieron una larga escalinata que daba al primero de los pisos subterráneos. Atravesaron la cavidad donde una enorme cascada de estalactitas bañaba sus pies en las verdosas aguas de un pequeño lago, no antes de permanecer en ella durante unos minutos deleitándose con la belleza  del lugar que el mismo Tevunant había escogido como lugar de meditación.

Una vez en los pasillos de la parte superior del refugio, se encaminaron hacia el salón principal, donde una veintena de Alisios esperaban su llegada. Antes de llegar a la estancia, Raquel vio cómo Gílam se arrodillaba ante un busto que se encontraba sobre un pedestal de mármol negro totalmente cubierto de grabados, que simbolizaban a una manada de caballos salvajes corriendo libremente por la llanura mientras un dragón los cuidaba sobrevolando su posición.

-         Haram, Erin. – dijo el Gárgol.

Sócrates y Raquel se acercaron a Gílam, quien arrodillado era casi tan alto como ellos.

-         ¿Quién es? – preguntó Raquel.

-         Es Erin de Alisa, - respondió el Gárgol –el ser humano más extraordinario que he conocido nunca. Su padre, un humilde y sabio cestero Alisio, me pidió que lo aceptase como aprendiz cuando solo era un niño. El muchacho era travieso y vivaracho como una lagartija, pero su lucidez me asombró nada más conocerlo. Su padre me enseñó algunos de los artilugios que su hijo fabricaba con las tiras de madera que sobraban de la fabricación de cestas, y algunos de ellos eran realmente maravillosos. Había carros tirados por caballos, casas, una pequeña maqueta de la ciudadela de Alisa,…Pero lo más sorprendente de todo era la réplica a pequeña escala de una parte de la muralla exterior de la ciudad que contenía la Puerta de Diobel. El niño había reproducido el portón y su sistema de apertura utilizando solamente tiras de madera y piezas de arcilla, ¡y el mecanismo funcionaba a la perfección!

De vez en cuando uno de nosotros aceptaba a una persona joven para instruirla en las artes físicas y mentales, y no pude resistir la tentación de aceptar a aquel muchacho como alumno. ¿Recuerdas el día en que te lo dije, Atlas?- dijo el Gárgol riendo.

-         ¡Lo recuerdo! – respondió Atlas – Y aún recuerdo lo que te contesté: “¿Estás loco? ¿Al mequetrefe del hijo del cestero? ¿El mismo que pintó de rojo la cocorota de Órador? ¿Y cómo se te ha ocurrido escogerlo a él entre todos los que había?”

-         Pasaron los años, y fue el tiempo el encargado de certificar que había tomado una de las decisiones más importantes de mi vida. – continuó Gílam – Terminamos uniéndonos tanto como lo hace la uña a la carne. Imagináoslo, años después Atlas aceptó como aprendiz al mayor de los hijos de Erin y Maia, una joven que había pasado gran parte de su infancia ayudando al maestro Gróndel con sus papiros y sus medicamentos hechos a base de partes de plantas y animales.

Gílam se irguió y siguió caminando hacia el salón mientras seguía relatando el inicio de su relación con Erin.

-         El sentido de la justicia despertó muy pronto en él, y lo practicó durante toda su vida. Debía tener ocho o nueve años cuando me contó que había un chico nuevo en su barrio. Durante el día Erin y sus amigos lo vieron pescando en la orilla del río, y algunos de ellos decidieron esperar a que terminase de pescar para quitarle los peces que había cogido.  “Mis amigos son mayores, y eran varios contra uno solo”, me dijo, y yo le pregunté qué era lo que él había hecho. Me contestó que se había marchado a casa cuando supo de los planes de sus amigos, ya que no quería participar en ellos. “ Y eso te parece bien?”, le dije, y cabizbajo y avergonzado respondió que no, se había ido a casa junto a Bram y Janti para no tener que discutir con sus amigos y así no tener que arriesgarse a perderlos.

La siguiente noche vino lleno de rozaduras y con varios rasponazos y magulladuras en la cara y en los brazos. “¿Qué te ha sucedido, muchacho? ¿Acaso te has peleado con una manada de gatos salvajes?, pregunté.

“¡No!”, respondió sonriente, “¡Hoy he defendido al chico y los mayores nos han pegado a los dos, pero ese chico es fuerte como un toro y también les hemos dado bien!”.

“¿Y estás contento con lo que has hecho?”, dije con seriedad, tratando de ocultar mi relativa satisfacción.

“Sí, lo estoy. Además, luego vinieron Janti y Bram, les habían robado los peces y la caña a los mayores y se los devolvieron al chico. Ahora es nuestro amigo, se llama Góntar”

Ese día me sentí realmente orgulloso de aquel niño, supo cuál era su deber y había defendido al más débil aún a sabiendas de que tenía todas las de perder.

Después me las tuve que ingeniar para hacerle entender que la violencia debía ser utilizada solamente como último remedio y únicamente si resultaba ineludible, y durante las siguientes semanas hice hincapié en el hecho de que siempre debería tratar de dialogar para solucionar los problemas que durante su vida tendría con otras personas.

Unas semanas después Góntar, Janti y Bram fueron aceptados como discípulos por algunos de los Gárgol. Erin me lo había pedido e intercedí por él ante Odnumel.

Todos los muchachos resultaron ser buenos aprendices, pero ninguno igualaba a Erin en su afán de superación. Casi lo perdí cuando sus padres lo castigaron y aún así él decidió escapar por una de las ventanas para ir al encuentro de sus amigos. Cayó al intentar escalar el muro y se produjo heridas de gravedad. Muchos creyeron que no se salvaría e incluso el mismísimo Gróndel tuvo dudas de cuál sería el estado en el que quedaría si llegara a despertar. Pasé cuatro noches pegado a él, convencido de que sanaría. Erin era fuerte y su espíritu se aferraba a la vida con ahínco. Durante la quinta noche abrió los ojos y lo primero que dijo fue: “Mañana subiré a ese muro y lo limpiaré de todos los nidos de paloma que hay en él”.

Por fin llegaron al gran salón, donde una larga mesa llena de comida les esperaba. Había pétalos de diferentes colores esparcidos sobre el suelo y la mesa, y la habitación estaba repleta de miles de velas que iluminaban la estancia desde cada estante, cada mesilla y cada rincón. Varios Alisios tocaban música mediante unas finas flautas de madera, un acordeón y un viejo laúd mientras un cerdo era asado a fuego lento sobre las brasas de la chimenea. Tanto Atlas como Gílam comieron y bebieron cuanto pudieron mientras gozaban de la conversación que mantenían con los ilusionados Alisios. Casi al final de la comida, Gílam lanzó un pequeño trozo de torta de maíz hacia Atlas. El pedazo impactó en la frente de este y cayó al plato. Atlas apretó los dientes y miró a Gílam con aspecto de estar enfurecido.

-         Sabes cuánto odio que hagas eso Gílam, te lo he dicho muchas veces.- dijo sonriendo entre dientes.

-         Lo sé. – respondió Gílam – Siempre terminábamos peleando.

-         Siempre terminabas machacado, dirás más bien.

-         Será al revés, fanfarrón.

-         ¿Ah, sí? – dijo Atlas levantándose de la mesa mientras los Alisios aplaudían con júbilo ante el estupor de Raquel, a quien no le hacía la más mínima ilusión estar cerca de dos Gárgol que presumiblemente estaban a punto de apalearse – Ven, acompáñame si eres tan valiente.

Los Gárgol se dirigieron a un lado de la estancia donde había un gran hueco sin mueble alguno seguidos por los Alisios, que incomprensiblemente para Raquel seguían tan contentos. Dos de ellos acercaron un par de cajas de madera rectangulares y las posaron sobre el suelo. Abrieron la que se encontraba ante Atlas y Raquel observó con terror la enorme espada que se contenía en su interior.

-         Esta es la mía.- dijo Atlas – Pedí a Sócrates que forjasen un par de estas maravillas de hierro endurecido y que no se roña. Necesitaba practicar y esta noche comprobaré si sigo encontrándome tan en forma como la última vez que empuñé una espada. Vamos, coge la tuya.

Gílam se acercó a la caja que había en el suelo y se agachó ante ella. Los dos Alisios que había al lado retiraron la tapa y el Gárgol abrió totalmente los ojos cuando vio lo que contenía.

-         ¡Orlon! – gritó, y empuñándola con fuerza asestó varios mandobles al aire- ¿Pero, cómo…?

Entonces Sócrates se abrió paso entre los Alisios y dijo con satisfacción:

-         No creerás que los Alisios dejaron caer a Orlon en manos de los Khúnar, ¿verdad? Se la llevaron con ellos de Alisa junto a Atlas para que Marduk no la poseyera jamás. La guardaron con celo durante siglos y ahora ha sido forjada de nuevo como anticipo a vuestro regreso. Guárdala bien Gílam, y devuélvesela a su legítimo propietario cuando logréis despertarlo.

Gílam miró con satisfacción a la afilada y perfectamente pulida hoja de Orlon. La empuñadura se había conservado sin sufrir el más mínimo rasguño, y en el plateado manubrio se podía ver enroscado el largo y escamoso cuerpo de Tevunant, quien asomaba su cabeza por la base en un gesto feroz.

-         Y dices que no se roña…- dijo- ¡Veamos pues si los siglos de reposo tampoco han oxidado los músculos de ese gran fanfarrón!

Se abalanzó con rapidez hacia Atlas, quien detuvo el envite y lo empujó hacia atrás.

-         ¿Es que la edad te ha hecho perder velocidad, Gílam? Sigues siendo la misma ladilla de siempre,  pequeñajo!- dijo Atlas preparándose para el ataque.

-         Y tú sigues siendo tan lento como recordaba, sabes que podría haberte cortado esas orejas puntiagudas de haberlo querido.

Los Gárgol avanzaron hacia el centro del círculo creado por los Alisios, quienes aplaudían sin cesar. Raquel, quien ya había comprendido que nada de aquello iba en serio, reía aliviada y observaba el combate con emoción. Gílam y Atlas luchaban con tal maestría y velocidad que muchos de sus movimientos se entremezclaban ante los ojos de los espectadores. El choque de las espadas era tan continuo que cualquiera que cerrase los ojos creería estar en un taller donde tres o cuatro herreros hacían sonar sus martillos sobre el hierro enrojecido.

Lucharon durante más de veinte minutos, tras los cuales decidieron compartir una hora más con los Alisios. Pronto amanecería y debían bajar de nuevo a la estancia donde según Sócrates se encontraban más seguros. Se despidieron de los Alisios y  Raquel, Sócrates y Madín los acompañaron en el camino.

Una vez en la estancia los humanos los dejaron a solas. Sócrates insistió en que debían descansar en la tarima de hormigón que se encontraba al fondo, y así lo habían hecho los Gárgol en cada amanecer. Ya solos, Atlas mostró cierta preocupación acerca de sus nuevos amigos.

-         Verás Gílam, quizá te parezca una tontería lo que voy a decir, ¿pero y si no fuesen lo que parecen? La verdad es que ninguno de los dos estaría aquí de no ser por ellos, pero no puedo evitar sentir temor hacia nuestro futuro.

-         Comprendo lo que dices, amigo, hemos permanecido petrificados más de dos milenios y entiendo que la duda acerca de la veracidad de todo lo que nos han contado te asalte, pero tienes razón cuando afirmas que estamos aquí gracias a ellos. Fueron ellos quienes te cuidaron, y también te guiaron hasta mí. Escribieron las señales en la ciudad para que yo las viera. Ahora quieren ayudarnos a recuperar a nuestros amigos, y no tenemos otra alternativa que permanecer a su lado. No conocemos este mundo, y fuera correríamos mucho peligro si no tuviéramos a nadie que nos ayudase. El corazón me dice que la bondad que destilan las miradas de esas personas es real, lo cual me es suficiente razón como para estar tranquilo.

-         Siempre he creído en tu intuición, y jamás me ha fallado.- respondió Atlas más aliviado. Después se miró las manos. Debía estar a punto de amanecer pues sentía un pequeño cosquilleo en las mismas.- Gracias amigo, que descanses bien.

-         No hay nada que tengas que agradecer, si no fuera por ti no creo que estuviera en esta situación. Soy yo el que debe estarte agradecido.

-         Otra cosa Gílam, ¿qué vamos a hacer respecto a los otros Gárgol?

-         No llego a comprender el porqué de todo esto, Atlas. No entiendo porqué nosotros despertamos cada noche y ellos no, pero la única respuesta se encuentra en el Papiro de Lothamar. Debemos mover ficha, hacer que el tejón salga de su madriguera y capturarlo, pero no tengo ni idea de cómo conseguir eso.

Ante la mirada de Gílam, Atlas se convirtió en piedra. Por alguna extraña razón él siempre había tenido mayor resistencia a los primeros rayos del sol que el resto de los Gárgol, y aún tardaría algún minuto en comenzar a notar cómo se endurecían sus músculos. Ver a los demás Gárgol convertirse en piedra era lo habitual para él, pero en los últimos amaneceres no pudo evitar sentir cierto miedo hacia el siguiente anochecer. ¿Volvería a despertar junto a su amigo?

Unos metros por encima de ellos, Raquel conversaba con Sócrates. Una duda similar a la de Atlas rondaba su cabeza y se sentía culpable por ello.

-         ¿Y si decidiesen que podemos hacerles daño? ¿Si decidiesen escapar? Somos pocos los que conocemos su existencia, y por lo que he visto esta noche no les costaría demasiado acabar con nosotros. No creo que ni siquiera Madín aguantase el primer asalto.

-         No debes preocuparte.- respondió Sócrates con voz serena – Son seres amigables, no desean la guerra con los hombres, y son conscientes de que necesitan de nuestro apoyo. Han permanecido con nosotros varios días, y han visto que cada noche despiertan sanos y salvos. Si tuviesen miedo de nosotros ya habrían huido, ¿mas a dónde? Cualquiera podría localizarlos durante el día en que son tan vulnerables. Solo unos humanos pueden protegerlos del resto de los humanos, por lo que no les queda más remedio que confiar en nosotros. Devolvámosles lo que ellos nos conceden, no debes sentir ningún temor, jamás te harían daño. 

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