XV: La canción de los espíritus
—Maldita sea, de verdad pensé que lo lograría esta vez.
El balcón favorito de la diosa en el palacio de su esposo era el que daba hacia los Campos Elíseos. Allí podía ver a todos los que habían muerto como héroes —a pesar de lo poco que le agradaban— y a los que habían sido buenos en vida.
—Sabes que tenía que ser así, Perséfone. Los mortales son así. No hay caso en cambiar su naturaleza.
—Lo sé, pero... ¡es tan frustrante! ¿Por qué no pueden ser felices en alguna de estas vidas?
—Todos estamos sujetos al destino —le recordé—, incluso los dioses. Quizá es su destino encontrarse, perderse y reencontrarse en todas las vidas.
—Pues menuda basura que es el destino —bufó la reina.
Observaba con especial atención a dos personas que estaban sentados bajo un árbol que ella misma había plantado para ellos. El muchacho estaba con una lira en las manos, sus dedos recorriendo hábiles las cuerdas, entonando canciones que recordaban a la luz del sol, la vida, el amor. Perséfone se ocupaba de brindar una brisa que llegara a los campos de Asfódelos y transportara la melodía. Frente a él, una muchacha de pelo corto y ojos negros le veía tocar. Sonreía.
Esta era una común costumbre de la diosa por las tardes. También disfrutaba de verlos pasear, la chica siempre por delante. El muchacho siempre se veía feliz cuando estaban juntos y, cuando no, lo cual era extraño, él se dedicaba a tocar tonadas penosas en su instrumento. Era entonces cuando ella decidía convidar a los enamorados a comer con el rey del inframundo.
—Me preocupé de cada detalle, de verdad que lo hice —se lamentó—. Me comuniqué con ese insípido rey, persuadí a mi marido de escucharlo, le di esa flor para mantener viva su esperanza... ¡hasta le regalé una guitarra! ¿Por qué tuvo que volverse?
—Tal vez eligió afirmar sus esperanzas en su recuerdo en vez de llegar al mundo mortal para decepcionarse. O quizá él la amó tanto que no pudo no volver la mirada, preocupado por su estado.
Perséfone suspiró. Yo sabía bien que la segunda opción era la que en verdad había ocurrido. Solo con sus dudas, eligió amar, eligió creer no en los dioses, sino en que ella estaría detrás de él.
—Menuda basura —repitió la Temible Diosa—. Voy a ir a cuidar mi jardín. Quizá haya llegado otro héroe estúpido que se merezca ser convertido en unas bonitas calas naranjas.
Así me quedé solo en el balcón. Seguí observando a la pareja, esperanzado. Sabía que yo vería su historia contada una y otra vez por los mortales. Ellos vivirían y morirían, encontrándose una y otra vez, amándose una y otra vez. Y en tanto, la canción de los espíritus seguiría sonando en mis oídos y en los campos de Asfódelos, esperando, una vez más, al terco amante tratando de salvar lo que ha perdido.
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