XII: El ánima y la condición
Había un ánima vagando por los campos.
Ella era como cualquier otra. En los campos de Asfódelos nadie recordaba ni el nombre propio ni el de los demás, mucho menos las vidas que habían tenido en el mundo mortal. Algo le decía, como un recuerdo neblinoso, que así había sido su vida antes de llegar allí: vagar eternamente, sin nombre ni futuro, por los campos vacíos y hostiles. Al menos en ese lugar no tenía hambre ni frío, solo el vacío de la oscuridad sepultándola.
Escuchaba todo el tiempo a las ánimas hablando, pero era charla vacía, sin —valga la redundancia— espíritu. No había cómo pasar la eternidad más que sentarse entre la hierba gris y contemplar el techo de las cavernas. No existía ningún sentimiento que lograra recordar, solo la nostalgia por algo inexistente en su mente.
A veces pensaba en dejar que el Cocito, el río de la tristeza eterna, llevara su alma y la ahogara en su corriente.
De pronto, un día —no realmente un día, si fuera así al menos el inframundo no sería tan monótono— escuchó una voz. Era una voz con sentido, con alma, una voz que tenía todo lo que los espíritus de los campos carecían: esperanza.
Trató de acercarse a la voz. Era un muchacho, poco más que un adolescente, con facciones bellas y una voz que parecía detener los cinco ríos que corrían por esas tierras. Estaba ingresando al Érebo, a las tierras de Hades, dejando atrás el terreno de las almas olvidadas.
¿Era acaso un Vivo? Nunca, desde que había llegado a los campos, esa alma había visto a un Vivo en el inframundo. Nadie debía atreverse a hacerlo; ella tampoco habría bajado para encontrarse con tanta tristeza. Cantaba, nada más, mientras pasaba bajo el vientre de Cerbero como si nada y se internaba en las tierras de los muertos para encontrarse con el dios. ¿Cuál sería su propósito?
Se asomó por sobre la cerca que dividía el palacio de los campos. Los guardias la ignoraron; estaban demasiado distraídos por el canto como para detenerla. Las otras ánimas la imitaban, algunos incluso saltando la verja y acercándose como si nada a la residencia de las deidades. Su canto le recordaba algo, no sabía qué era, pero era un algo importante.
Ahora, más cerca, podía ver bien al muchacho. Era frágil como la hierba, flacucho, triste, con el rostro delgado por el hambre y los ojos brillantes con esperanza o enfermedad. Debía de ser pobre. Tenía una guitarra en las manos, cuyas cuerdas eran recorridas por sus dedos rápidamente mientras recitaba sus versos. Una flor roja se balanceaba en el cuello de su camisa raída, y el brillo de esta la atrajo sin remedio. Ese chico le intrigaba. Al alma le daban ganas de darle un par de monedas y decirle oye, cantas bien, ve a comprarte una camisa con esto. Su canto le daba el espíritu que le faltaba a la conversación de las almas a su lado, y ellas mismas hablaban esperanzadas.
¿Quién es este niño?, preguntaba una.
No tengo ni la menor idea, decía otra, pero sí que tuvo clases de canto en el mundo mortal, ¿eh?
El alma las ignoraba. Creía poder visualizar algunas cosas del mundo vivo. Flores, ríos, árboles. Hierba verde absorbiendo la luz del sol. Las nubes recorriendo el cielo. Lágrimas etéreas fluyeron de sus ojos invisibles. Recordaba. Recordaba cosas del mundo mortal a través de la voz del muchacho. Recordaba la esperanza, la miseria... el amor. ¿Lo habría sentido alguna vez de primera mano? ¿Habría alguien allí arriba que siguiera amándola?
Los guardias estaban hipnotizados. El poeta había entrado al salón del trono de Hades, y de pronto una brisa distrajo a todas las almas fuera del palacio. El ánima sabía reconocerla. Era lo único que quebraba la monotonía del inframundo: la llegada —y posterior salida— de Perséfone al inframundo.
La diosa causaba miedo en la mayoría de las almas; sus castigos eran severos para quien se dignara desagradarla. Los espíritus se apartaron de su camino mientras se dirigía a su jardín... No, no se dirigía al jardín donde crecía todo tipo de plantas, desde granados a rosas. Se acercaba al alma protagonista de estos párrafos.
—Ven conmigo, cariño —dijo ella, su voz dulce como aquella brisa con la que había arribado—. Hay alguien que tiene algo que mostrarte.
Subió junto a ella las escaleras del palacio, sus pies fantasmales flotando por sobre la roca de la que estaba formada la residencia. Los pasos de la Temible Diosa hacían florecer margaritas a su alrededor.
Entró al salón del trono junto a la reina. Nunca lo había hecho, pero parecía emborronarse ante sus ojos. Lo único que parecía constante eran los dos dioses y el poeta, quien miraba a la reina de la primavera con la misma esperanza que ella había sentido en su voz. Logró ver a otras ánimas asomadas en las ventanas, atentas a lo que los Señores de los Muertos le dirían a este mortal intruso.
A sus pies estaba el brillante clavel rojo. El ánima sintió el deseo de acercarse y tocarlo, pero el poeta había comenzado a cantar y no quería interrumpirle. Probablemente ni siquiera le vería, pero sus versos eran tan bellos que quería concentrarse en ellos.
—¿Escuchas su canto, cariño? —le preguntó la diosa en un amable susurro.
El ánima asintió casi por inercia, pero la realidad era que hasta ese momento su melodía pasaba como agua. No lograba retener nada de lo que brotaba de los labios del Vivo, no importaba cuánto se concentrara.
Solo después del comentario de Perséfone las palabras del mortal comenzaron a penetrar. Hablaba de amor, de muerte, de esperanza. Los recuerdos aparecieron en su mente como iluminación divina. Recordaba haber vivido fugitiva de su pasado y sus penas. Recordaba a un músico callejero, apoyado en la pared de un viejo edificio, tocando su vieja guitarra como si no hubiera un mañana. Recordaba una boda, haber pronunciado sus votos de amor eterno, un amor que ni la muerte podría quebrantar. Recordó haber sido atacada y usada por hombres borrachos, dejándola desplomarse en medio de calles adoquinadas. Recordó el calor de los brazos de un amado antes de exhalar su último aliento.
Recordó su nombre. Eurídice.
¡Su nombre era Eurídice!
El correr de las lágrimas por su rostro era ya incesante. ¡Recordaba! Recordaba también a su amado... un poeta, poco más que un niño, un hombre que la había querido por y a pesar de todo.
—No veo por qué negarte lo que pides —dijo el Señor de los Muertos.
Las ánimas ya habían invadido por completo la sala, entrando por las ventanas y las puertas con los guardias dejados fuera de combate por la canción. Pero esto era diferente, ¡ella era alguien! ¡Alguien la había amado! ¡Alguien la recordaba!
Observó la expresión del dios. De seguro había muchas razones por las cuales no conceder el deseo del poeta. Si dejaba ir a una doncella, ¿por qué no dejaba ir a todas? ¿Por qué aquella doncella tendría un privilegio, si la muerte les igualaba a todos? Eurídice se sorprendió orando en silencio por que ella fuese la doncella para ver a ese amado solo una vez más.
—Date la vuelta, niño —ordenó—. Te daré una condición para cumplir tus deseos. Soy un rey implacable, tal como lo exige mi trabajo. Dejaré ir a esa doncella, pero tendrás que confiar en mi palabra y en ella, pues no podrás volver la mirada para asegurarte de que viene. Si lo haces, ella vendrá aquí y tú no serás capaz de venir otra vez. Solo cuando esté en el mundo mortal podrás mirarla a la cara, y allí también podrás ver a tu amada. Lo único que tienes que hacer es no volver la mirada, ¿comprendes? Y también que cortes con las cancioncillas. Estás desconcentrando a todo mi personal.
Perséfone miraba preocupado al muchacho mientras se acercaba a la puerta, como si supiera lo que sería de aquel pobre poeta.
EURÍDICEEEEEE 😭😭😭😭😭
nanananana procedo a llorar
vale, les voy a ser sincera, esta historia va a tener quince capítulos además del prólogo y el epílogo, así que sí, está por terminar...
bue, les dejo, entonces. Nos leemos <3
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