XI: El canto y los testigos
—Este es Orfeo. Es un poeta y yo le di esta flor hace veinte años.
Tanto el dios como el mortal la miraban sorprendidos. Hades, por una parte, aún no había superado el desconcierto por su llegada tan oportuna para el muchacho. Era ella al fin. Los dioses habían condenado su matrimonio a un encuentro de seis meses al año, y esos seis meses de primavera y verano significaban la pura miseria para el rey del inframundo.
Por otra parte, Orfeo no creía lo que ella decía. ¿Veinte años? Mentía. Había pasado solo dos estaciones en ese bosque. Sin embargo, vio en sus ojos ahora oscuros que era la verdad. Podrán pasar años, pero el tiempo no tendrá efecto sobre ti. Eso le había dicho la diosa cuando le regaló la flor. Años... tampoco era como si le importara. La única persona que le importaba era Eurídice y ella había muerto. ¿Qué más le quedaba en el mundo? Quizá por eso Perséfone le había dado el regalo —o la maldición— de no sentir el tiempo en su carne.
—Mi señora —comenzó él, tratando de excusarse—, yo...
—¿Sabíais que los mortales demoran cinco días en llegar aquí a pie? Es fantástico. Qué cosas las de la carne, ¿eh? Las almas apenas se demoran un minuto.
—Esposa mía —la recibió Hades—, ¿qué hace este...?
—Ah, ¿ni siquiera un hola? ¿Seis meses fuera y así quieres que vuelva? El año pasado me asegurabas que eras miserable sin mí. Para tu información, amado mío, este es un muchacho que he conocido en el bosque. Hizo de mi primavera en el reino vivo una basura. ¡Marchitó todas mis plantas!
—¿Y por qué es tu favorito, entonces? Debería hacer que le trague la tierra por lo que hizo.
Perséfone suspiró.— No seas tarado. Sabes que yo podría hacer cosas mucho más útiles que convertirlo en un montoncito de polvo. ¿No crees que a nuestro jardín le hacen falta calas?
Orfeo tembló. ¿Ese jardín estaba hecho con las almas que se habían atrevido a contrariar a la reina? De pronto, entendió por qué Jasón la llamaba la Temible Diosa.
—No he creído necesario hacerlo, en todo caso —continuó la Señora de los Muertos—. No es tan petulante como los otros héroes. Me llamó la atención. Lo encontré cantando en el bosque, lamentándose por el destino de su amada. ¿No te parece bello?
—¿Qué quieres que haga? No puedo darle un alma así como así.
—Eso no es lo que te ha pedido —insistió la diosa, sus grandes ojos oscuros fijos en los de su marido—. Escúchalo. Yo he visto sus obras en el mundo mortal y merece un poco de tu tiempo.
Sus palabras estaban lejos de ser tiernas, muy por el contrario: era demandante, temible. Se veía que hasta Hades, con todo el amor que le tenía, estaba asustado. La mujer susurró en el oído de su marido y su expresión cambió por un segundo para luego volver a la fría seriedad de un hombre de negocios haciendo su trabajo.
—Muy bien, niño bonito —comenzó Hades—, lograste convencer a mi esposa con tus canciones de que era lícito destruir una primavera. Si no quieres pasar a formar parte de mis huestes de fantasmas, quiero escucharte cantar. Quizá también me convences y termino cumpliendo tus deseos.
Los dos dioses le miraron con ojos críticos. Orfeo seguía teniendo el clavel de Perséfone en la mano, pero su brillo había disminuido, como si este también tuviera miedo. Ni siquiera la reina de la primavera, que tan misericordiosa se había mostrado en el pasado, parecía querer ayudarle. Esto es todo tuyo, niño, parecía decir su mirada. Ya te he ayudado con el primer paso. Si quieres cumplir la misión del rey y ver a tu noviecita, canta.
Orfeo puso la flor a sus pies y tomó la guitarra. La afinó, tomándose unos instantes eternos en los que se ganó un gesto exasperado por parte del Señor de los Muertos. Tomó aire. Exhaló.
—¿No te he dicho ya que soy un hombre ocupado? —suspiró Hades con impaciencia.
—Esposo mío —advirtió Perséfone—, calla y escucha.
Ella también confiaba en los talentos del poeta. Y este era el único lugar donde podía estar seguro de que Eurídice escucharía su canción, si es que su alma seguía perdida vagando en los campos de Asfódelos.
Cuánto te amé, querida,
cuánto te amé y te perdí.
Un instante de vida
estuviste, y yo sin ti.
No te pude proteger, nunca,
a pesar de todo lo que quise...
No sabía cómo rimar. Por lo general los versos venían a su cabeza ya formados, la rima en la punta de sus labios como todos los días. El poeta parecía haber perdido la conexión con las Musas. Desde la muerte de Eurídice le costaba componer sin sollozar o hacer a su guitarra romper en llanto. Vamos, niño, insistía la diosa con la mirada. No es necesario que rimes. Convéncelo como me convenciste a mí de tu dolor.
Pensó en lo que había cantado solo horas —o al menos lo que parecían horas, pues según lo que la reina había dicho habían sido cinco días— antes junto a Jasón. Él no era un poeta solo para rimar. Tenía demasiados sentimientos que no sabía cómo expresar más que con versos. Quizá podría persuadir al Señor de los Muertos cantando lo que su corazón le dictara y ya. Después de todo, su musa verdadera era Eurídice y ella había muerto.
No te pude defender
del peligro y la miseria
y ahora te busco, desesperado,
porque eres todo lo que he amado.
Anhelo escuchar tu risa una vez más,
ver aquellos ojos a los que juré amar
antes de que dos estaciones
nos tuvieran que separar.
Forastera te me presentaste,
y forastero ahora me siento
en el mundo de los vivos,
sin ti, en un momento.
Y pido a los dioses
en lo alto y en lo profundo
que si alguna vez me dieron esperanza
de verte otra vez en el mundo
cumplan lo prometido
y esta misión que me han pedido
logre cumplir, para así
escuches lo que canto para ti.
No han acabado con la muerte
las emociones en mí por ti, querida,
y tal como los dioses una vez se encontraron
en un jardín vivo y juntos, se amaron,
tengan piedad de nosotros.
Poco pido, mi señor,
solo cumplir la misión del rey
y llevar a la doncella al mundo mortal,
como me lo ha dicho esta flor.
Tal como usted ama a la reina
yo amo a la mujer de la que canto.
Quiero verla una vez más
antes de dejar esta tierra atrás.
Mi corazón de poeta solo eso anhela
al haber fallado en protegerla
cuando ella aún vivía;
de pronto, en mis brazos moría.
Y ahora, hago cantar mi guitarra,
canta mis penas, mis dolores,
con la esperanza de que ella escuche
y que conozca por ella mis amores...
Perséfone sonreía, lágrimas ambarinas recorriendo su rostro como las gotas de rocío recorren los pétalos de una flor solitaria. El clavel rojo brillaba más que nunca. Orfeo podía escuchar las voces de las ánimas a su alrededor, testigos invisibles de la canción y la escena que se desenvolvía en la sala del trono.
De pronto, aquella habitación le recordó a la del rey que le había enviado, ese hombre al que no le importaban los nombres. Pero el nombre de Eurídice le había llevado tan lejos y solo su recuerdo le había hecho lo suficientemente fuerte para poder pronunciar ese poema. Los nombres son encantamientos, señor, le había dicho el poeta al rey cuando fue presentado. Cada vez que los labios lo proclaman, la persona parece estar aquí, cerca, escuchando, mirando. Quizá Eurídice estaba allí escuchando y mirando también.
—¿No te dije, esposo mío, que era un mortal excepcional? —comentó finalmente la reina de la primavera, ajustándose su capa negra sobre los hombros. Ni siquiera se preocupó de limpiar sus lágrimas doradas.
Hades, por su parte, no pronunciaba sonido alguno. Gotas de agua tan puras como el caudal del Cocito recorrían sus mejillas, silenciosas, serenas. Sus ojos negros observaban al poeta con atención. Ninguna de sus facciones expresaba pena o compasión. ¿Era esto lo que veían las almas al morir?
—Si te concediera el deseo —dijo finalmente—, ¿cómo estarías tan seguro de que puedes confiar en mi palabra?
Silencio. Al poeta nunca se le había pasado eso por la cabeza. Siempre había estado seguro de que con su guitarra y su voz el mundo sería un lugar compasivo y amable... hasta que Eurídice había muerto. Confía en él, decían las voces de los espíritus anónimos, si te lo concede es porque de verdad le has convencido. Confía en el dios.
—Porque... porque de no ser así, ¿por qué me lo cumpliría en primer lugar?
Hades contempló al muchacho frente a él. Por todos los dioses, parecía decir su dura mirada de obsidiana, este chico es muy confiado para su propio bien.
—Muy bien. Has hecho que un dios se apiadara de ti y recordara sus días de juventud... no veo por qué negarte lo que pides.
ayayayayayay
queda poquito para terminar la historia 🥺🥺 pido perdón una vez más por mis habilidades poéticas que son como el forro pero xd yo fui la que elegí hacer a orfeo un poeta
bueno, aparte de eso... hoy (la fecha en la que estoy publicando esto) es el día del libro!!! feliz día 🌹
pero bue, les dejo otro cap aparte de este de regalito ❤
Nos leemos!!
Meri
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