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IX: El descenso y las ánimas

La oscuridad nunca auguraba nada bueno.

La noche en la que había perdido a Eurídice había sido oscura. La noche que había pasado en el palacio había sido oscura. Y, una vez más, la noche en la que se adentraba al inframundo era oscura.

No sabía por qué él conocía la entrada al reino de Hades, pero algo le dijo que era allí. Quizá era Perséfone la que decía aquello en el fondo de su mente, guiándolo a través de los abismos del infierno.

Tampoco sus pies conocían el camino que recorrían. ¿Serían certeros sus pasos o caería en un precipicio? Las dudas le asaltaban. ¿Qué pasaría si no lograba ver a Eurídice una vez allí? ¿Sería capaz de salir con la doncella que el rey buscaba sabiendo que no había encontrado a su amada? Si no estaba allí, ¿qué otros tormentos le tendría guardado el destino?

Canta, susurró una brisa en su oído.

Canta. Tenía su guitarra y aún le quedaba voz en la garganta. ¿Qué podía hacer? Su voz no era especial. Era afinado, sí, y le gustaba entonar melodías como los rapsodas en las calles. Pero no tenía el poder para que el camino se le revelara ante sus ojos. Ni siquiera el clavel rubí de Perséfone parecía hacer algo más que brillar.

Canta, repitió la brisa. Has detenido ríos y movido montañas con tus labios. Confía.

Eligió confiar.

Entonó una melodía y comenzó a recitar.

   

Perséfone, indica un camino.
Eurídice, ella es mi destino.
Permíteme, pues, encontrarte,
prometo en mis brazos guardarte.

Sea lo que Hades quiera,
que mi corazón siquiera
pierda el recuerdo entero
de tu existencia, amada...

   

Su voz se rompió. No, no podía ni imaginar lo que sería de él sin al menos verla por última vez. Las lágrimas corrieron por el famélico rostro, sembrándose en la tierra oscura y áspera como semillas sin futuro. Caminó sin rumbo, con la esperanza de que ello le reuniera con Eurídice, fuera a través de sus pies o de su muerte.

Recordaba su cabello negro balanceándose sobre sus hombros con la brisa invernal. Ella decía que la atacaba como un panal de avispas. Orfeo solo sonreía. Recordaba su abrigo tan delgado que sus bolsillos eran casi translúcidos. Recordaba la picardía de sus ojos de obsidiana cada vez que le robaba un beso. Recordaba sus abrazos, estrechando el delgado cuerpo del chico contra el de ella, temiendo que se fuera como lo habían hecho todos los que la habían dañado. Pero ella sabía que Orfeo nunca haría eso. Orfeo la amaba y él a ella.

Había tenido que ser...

Un Vivo, susurró otra voz, distinta a la del principio. Un Vivo en estas tierras. ¿Qué hace aquí?

No lo sé, dijo otra voz, pero su canción me ha recordado algo... algo que olvidé.

Sentía que unas manos invisibles guiaban sus pasos hacia abajo, sus pies seguros en el camino. ¿Había sido su cantar?

Trató de entonar de nuevo la melodía que había cantado junto a Jasón unos minutos antes. Las voces volvieron a susurrar, las manos empujándolo cada vez con más fuerza por —lo que suponía— el camino correcto hacia el infierno.

¿Pero cómo ha llegado un Vivo aquí? Ellos no pueden ver nuestra entrada.

¿Acaso protestas? ¿Haces memoria cuándo fue la última vez que emitiste una palabra aquí abajo? ¡Nunca! Es por él que nos hemos recordado cómo hablar.

¡Puedo saborear la luz del sol y el viento en mis palmas a través de su voz!

Debe querer algo de nosotros. ¿Qué quieres, hermoso extraño?

Cállate. Yo creo que ni siquiera puede vernos. ¿Nos escuchará?

Ahora eran decenas de voces las que azotaban sus tímpanos. Orfeo no respondía. No sabía qué decir. ¿Escucharían, de todas formas, su contestación? ¿Serían las ánimas de los muertos?

—Eurídice —se atrevió a decir—. Eurídice, ¿estás aquí?

Ay, pobrecillo, piensa que recordamos nuestros nombres.

¿Los recordaremos si sigue cantando?

No lo creo, replicó otra, ahogando las esperanzas del poeta. Es lo primero que olvidamos de nuestra vida de arriba. Un Vivo tampoco podría devolvérnoslo.

Y un Vivo cualquiera tampoco nos habría devuelto la voz, y henos aquí.

El artista canturreó la melodía, pero ya había perdido la esperanza de encontrarla en ese tramo del sendero. Ninguna de esas voces era la de Eurídice. Siguió cantando solo para el placer de aquellas pobres almas, olvidadas tanto por el tiempo como por la humanidad. Quizá podrían seguir empujándolo hacia el palacio del Señor de los Muertos.

Sentía el viento helado agolparse en sus pestañas, congelando cada aliento que surgía de su boca. Era un frío distinto al de la noche del mundo superior; esta brisa no tenía la vida, no tenía esperanza, no había recibido nunca el brillo del sol.

Esta es la canción de los espíritus, canturreó, casi para sí mismo. Perséfone había encontrado la manera de que Eurídice escuchara y que todas las otras almas lo hicieran: la diosa había hecho que Orfeo fuera el encargado de ir a buscar a la doncella del rey solo para poder cantar la canción. ¿Sería una señal de que vería a Eurídice una última vez? ¿Seguiría allí abajo ella, con su delgado abrigo, sus manos delgadas, sus negros ojos encendidos con el fuego de la vida? ¿Conocería lo que había sido de su amante después de su muerte? ¿Sabría lo que él estaba dispuesto a hacer por ella?

Este Vivo es distinto, ¡es distinto!

No nos va a hacer ni caso, no existimos para él. ¿Por qué crees que estamos en el camino hacia el Érebo? Nadie nos recuerda allá arriba, ¿por qué él habría de hacerlo?

Podemos llevarlo hacia allá y que él convenza al Rey que nos deje pasar.

¿Y cómo planeas pasar al cachorro y a los guardias?

Las ánimas discutían acaloradas en los oídos del poeta. Poco entendía de lo que hablaban, pero él, obediente, seguía el camino hacia el que las manos lo empujaban. Las almas, a juzgar por lo que decían, no eran conscientes de que estaban mostrándole un camino a Orfeo —fuera este el correcto o no—, mas no se atrevió a pedir que lo siguieran haciendo. Oraba a los dioses en todo lo alto y bajo que se estuviera acercando al palacio del Rey del Inframundo, el infame Hades.

Aquellos en la tierra le temían, pero el artista estaba seguro de que el dios era un incomprendido. Los vivos le odiaban porque odiaban la Muerte. Él, como todos los mortales cuyas almas recibía, había vivido, sufrido, llorado y amado. Eurídice estaba ahora en su reino. Si su canción había hecho llorar a la Temible Diosa —tal como la llamaba Jasón—, quizá habría esperanza de preguntar a su marido si sería posible ver a su amada fallecida y llevarse el alma de la mujer a la que el rey pretendía.

La flor en su mano emitía un brillo más fuerte que nunca. ¿Significaría que Eurídice estaba cerca? Tenía tantas preguntas... Deseaba que Perséfone estuviese allí para guiarle, aunque fuera solo un poco. Se sentía perdido. ¿Cuánto tiempo llevaba caminando entre la luz y la nada?

Una idea atravesó su mente como un relámpago en una noche oscura. Extendió el brazo que sostenía la flor, y en medio de la oscuridad logró ver... No, habría sido demasiado ambicioso decir que veía a alguien. No, creía distinguir a unos entes alrededor del brillo, sus facciones dibujándose y desdibujándose a cada segundo, como si cada uno de ellos fuese un boceto sin terminar, un poema con un verso faltante.

¡Luz, luz!, se regocijaba una de las almas. Ah, ¡casi puedo sentir la vida de nuevo cruzando mi alma!

¿Por qué tiene ese brillo tan extraño?, comentaba otra. Su rostro me suena... ¿Por qué esta flor está en sus manos y no ha muerto con el aire de esta tierra?

Debe ser de los dioses. ¿Tendrá un mensaje para el Rey, quizá? ¿No podemos empujarlo?

De que podemos, podemos. Su destino será de él mismo si el Rey termina pulverizándolo.

O si una de las cabezas del cachorro termina zampándoselo y usándolo de mondadientes. Es muy flacucho.

Las almas empujaban con renovado brío, y esto hizo que el volumen de la voz de Orfeo subiera también. Pronto su poema se escucharía en todo el inframundo. No era el tipo de fama a la que aspiraba —en realidad, no aspiraba a ningún tipo de fama—, pero si ayudaba a encontrar a Eurídice y a la doncella que el rey pretendía, no iba a protestar.

Una silueta se elevó sobre él, mas no hizo nada para detenerle. Era el cachorro, como las ánimas le decían, Cerbero, el perro de tres cabezas que guardaba el inframundo. Las expresiones en sus tres cráneos eran de pena, como si su dueño se negara a jugar con ellos o sacarlos a pasear de vez en cuando. Quizá sentían empatía genuina por el hombrecito mortal que cantaba bien.

Pasó por debajo de su enorme cuerpo tembloroso y solo al cruzar las puertas las manos de las ánimas dejaron de empujarle. Eran olvidadas, no tenían el derecho de entrar al Érebo. Nadie en el mundo superior se había preocupado de hacer los ritos apropiados y les había condenado a una eternidad de vagar por la oscuridad.

Tampoco era necesaria su guía, en realidad. La oscuridad del camino inicial había dado paso a una luz lúgubre, casi como la de las noches sin luna. Al menos Orfeo era capaz de distinguir lo que le rodeaba. Eran prados vacíos, amargos, como un desierto pero con hierba negra en vez de trigo. No veía a nadie, solo a aquellos que se aproximaban a la flor con curiosidad. Sus facciones no estaban desarmándose a cada instante como las de las primeras almas que se había encontrado. No, estas eran constantes, pero tampoco hablaban como para poder guiar un poco más al pobre poeta.

Con paso inseguro pero pretendiendo verse firme, Orfeo se dirigió al único lugar medianamente iluminado: el Palacio del Rey. Fuego se veía a través de las ventanas sin cristales, y junto a las puertas el jardín de Perséfone trepaba por las paredes cual incansable enredadera.

Eurídice está ahí. La doncella está ahí. Las ánimas seguían sin susurrar nada, aunque creyó escuchar una voz a lo lejos que le recordó a alguien ya perdido.

Mira, ahí va de nuevo el terco amante tratando de salvar lo que ha perdido.


no boi a yorar no boi a yorar no boi-

vale, me da tremenda pena JDKAJDKS este es de los pocos que se narra desde el punto de vista de Orfeo y MI HIIIJOOOOOOOO

vale termino

les dejo otro capi después de este para que sigan con la historia del poeta desgraciado 🤪🤪

Besitos en el culo,
Meri

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