IV: El poema y su audiencia
—Se anuncia la llegada de Jasón, el honorable enviado, y un desconocido.
—Déjalos pasar —dijo el rey.
La sala del trono estaba casi vacía a excepción del rey y los dos guardias que le acompañaban en todo momento. Los dos individuos cruzaron la puerta con inseguridad.
Uno de ellos era Jasón, por supuesto. El hombre al que había dado su hija en matrimonio, y lo agradeció siendo un patán con ella. Sí, Medea después se volvió loca y mató a sus hijos, pero era culpa de Jasón. Le había dicho que creía su versión —donde, por supuesto, Jasón era la víctima y su esposa era la villana— para que dejara de insistir, aunque el rey sabía la verdad. Aun así, dejó que trepara hasta un puesto relativamente importante a pesar su delicada situación, y ahora él se creía que el rey estaba de su lado. Patético.
El chico junto a él... El rey estaba seguro de que no era el héroe que la diosa había descrito en su sueño. No, él no tenía la pinta de haber pasado veinte años perdido en un bosque. Era un niñato de unos dieciocho años vestido con una camisa vieja del color de la pita y pantalones blanqueados por el tiempo. Su mirada parda estaba perdida entre los grandes muros de la sala del trono, curioseando entre los estandartes y los trofeos de guerra. En su espalda había una guitarra oscura como la noche y en su mano agarraba con fuerza un...
El rey ahogó una exclamación.
Era el mismo clavel de profundo rojo que había aparecido en su cama la noche del sueño una semana atrás. La única diferencia que él lograba encontrar era que en la flor que el niño tenía el brillo persistía.
—Retiraos —indicó a los guardias—. Tú también, Jasón.
—Pero... —protestó— Este muchacho no tiene madera de héroe, su Majestad. Él tiene la voz de oro y estaba en el bosque pero...
—Yo seré el que concluya eso. ¿Estás poniendo en tela de juicio mis decisiones? Podría exiliarte por eso, Jasón.
—No, Majestad. Perdón, Majestad.
—Retírate —ladró el monarca.
—Sí, Majestad. Gracias, Majestad.
El joven, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, seguía observando con atención cada detalle de la sala. Apenas Jasón dio un portazo al irse, el rey comenzó a interrogar al niño.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Orfeo, señor —replicó. Su voz era como la de un animalillo asustado, tímido y cauteloso.
—¿Sabes quién soy yo?
—No.
—¿Cuánto llevas metido en ese bosque?
Orfeo fijó la mirada en el clavel por varios minutos. El rey carraspeó, y solo después de eso el chico pudo responder.
—Creo... creo que todo el verano. No lo sé.
—Jasón me ha dicho que eres tú el de la voz de oro. Enamoras árboles, detienes ríos y mueves montañas con tus canciones. ¿Es eso cierto?
—No sabría decirle. Yo solo canto y el resto del mundo deja de importarme. El resto menos... —Apretó contra su delgado cuerpo el clavel rojo en respuesta, como si le recordara lo más preciado en su vida.
El rey meditó un segundo. Era obvio que no le diría nada. Era un idiota... o un genio. Resolvió minar su determinación de otra forma.
—Quiero experimentar lo que Jasón dice. Improvisa algo ahora mismo. Algo sobre mí. Deseo escucharlo.
El poeta meditó un par de minutos. Su vista fue de la flor a la guitarra a su espalda. La flor. La guitarra. La flor. Aquella secuencia se repitió varias veces, hasta que Orfeo tomó la guitarra y afinó una de las cuerdas.
—Verá, no soy muy bueno en esto de improvisar. Lo intentaré.
—Adelante. Tu público espera.
Un punteo corto. El rey esperaba con impaciencia. ¿De verdad Perséfone favorecía a este mequetrefe por sobre todos los héroes más... heroicos?
El cantante carraspeó para comenzar y el monarca se acomodó en su trono.
Dura es la reina Vida, inflexible,
que ahorra hasta el último aliento
de una persona buena y afable
para darle sentido a su sufrimiento.
Fue esta reina la que salvaba
de las garras de la muerte
a inocentes, los guardaba
como tesoros en un fuerte.
No fue así contigo, amada.
Hades, celoso, te robó
y la Vida no fue enfadada
cuando la Muerte te reclamó.
Este rey, confiado en su poder,
me envía a alguien rescatar.
Mi única esperanza es poderte ver,
amada, y en tus brazos descansar.
Del Érebo en adelante resides
y allí me lograré aventurar
para salvarte si me lo pides
y si Hades una opción me va a dar.
Eurídice, tu nombre y tu canto
se sienten como miel en mi boca.
Ahora no te tengo, y por tanto
Mi guitarra y mi garganta tocan.
Cantan la, la la la, la la la.
—Basta, por favor —suplicó el rey.
Nunca en su vida había tenido que arrodillarse ante alguien que no tuviera sangre noble, mucho menos un poeta. Sin embargo, aquella canción aparentemente improvisada le había hecho derramar las lágrimas que nunca habían recorrido su rostro. ¿Qué era este sentimiento tan extraño?
Cuando el niño se detuvo, cohibido, el aspecto de la sala cambió. El rey no se había dado cuenta, con la atención que le ponía a la canción, pero cuando terminó su lalala, la habitación se iluminó con un brillo que jamás se había visto: esperanza. Un castillo sentía esperanza.
—Perdone —se disculpó Orfeo—. Soy autodidacta... si me he desafinado...
—No, no, no. Lo has hecho bien. Es solo...
El rey había comenzado a sollozar. Quizá la diosa se había equivocado. Este muchacho no había pasado veinte años en el bosque de ninguna manera. Pero su voz en definitiva tenía un poder indescriptible. ¿Sería capaz de recuperar a la doncella que Perséfone había mencionado?
—¿Cuántos años tienes, niño? —inquirió.
Orfeo fijó una vez más la mirada en la flor que llevaba. ¿Cuál era su obsesión con ese clavel? Sí, quizá, como al rey, le había sido dado por la Temible Diosa. La diferencia era que el rey había desechado el regalo una vez podrido. Él la agarraba como si fuese lo más preciado en su vida. Como si fuese la doncella que había amado... Eurídice.
¿No era ese el nombre de la chica, el nombre que Perséfone había mencionado?
—Orfeo, ¿sabes por qué te he traído aquí?
—Jasón me ha dicho algo, pero él es muy aburrido. No le escuché.
El rey sonrió. Bueno, al menos en eso estaban de acuerdo.
—¿Sabes qué está ocurriendo en el bosque en el que estabas?
—Lo ignoro, señor. ¿Es usted el rey que hizo ese anuncio?
—Sí, muchacho. ¿No lo sabías? ¿Por qué, entonces, me mencionaste en tu cancioncilla?
—No lo sé —respondió el niño, confundido—. Le dije que no soy bueno improvisando. Cuando comienzo... no sé lo que digo. Las Musas hablan a través de mí, supongo. ¿No es eso lo que le ocurre a los poetas?
—Eres muy, muy curioso, pequeño. ¿Quiénes son tus padres? ¿Cuánto llevas en este reino?
Él sonrió, confundido. El rey sonrió también. Le recordaba a un perrito. Torpe, curioso, amable... era una extraña combinación.
—Tampoco lo sé, señor. ¡Qué raro! ¡Lo he olvidado! Supongo que nací aquí... y mi madre era una dama llamada Calíope... ¡como la musa! Mi padre yo... creo que no lo recuerdo...
—No te preocupes, suele pasar —trató de tranquilizarle el rey, riendo forzadamente. No, no solía pasar. Ese muchacho era un fenómeno, aunque le hizo todo el sentido del mundo tener aquella madre. Solo el hijo de una musa podía tener tal poder en la garganta.
El único que la puede encontrar es el hijo de Calíope, aquel de la voz de oro, mi héroe predilecto. Eso había dicho la reina de los muertos en su sueño. ¿Sería verdad?
—¿Puedo preguntarle algo, señor rey? —inquirió el chico—. ¿Cuál es su nombre?
—Los nombres son fórmulas ya antiguas, niño. No los necesito. El paso de los años ha erosionado la memoria de todo el mundo, y el olvido es fuerte. Solo requiero que me identifiquen con el rey de este lugar. Los nombres son para un don Nadie como Jasón, pues nadie lo reconocería sin el suyo.
—¿Piensa usted eso? Los nombres son encantamientos, señor. Cada vez que los labios lo proclaman, la persona parece estar aquí, cerca, escuchando, mirando. Su nombre la trae de vuelta. Los nombres son poderosos.
Silencio.
—¿Por eso has mencionado a tu amada en la cancioncilla improvisada?
Orfeo agarró con fuerza la flor hasta que se le pusieron los nudillos blancos. ¿Era su forma de amenazarle en silencio?
—No te preocupes —zanjó el rey—. Hoy dormirás en el castillo como mi invitado especialísimo. Vete ya. Debes estar cansado por el viaje.
Antes de irse, el muchacho se volvió hacia el monarca con expresión interrogante.
—No me quitarán mi flor, ¿verdad?
—Si así lo deseas, no se hará.
El poeta dejó la sala en silencio, y el rey por fin pudo sollozar en paz.
perdonen la calidad de los poemas, no soy un Orfeo. de hecho es la primera vez que escribo poesía pero ya qué, yo me busqué al prota poeta. xd.
ORFEOOOOO CHIKITOOOOOOO
en el próximo capítulo conoceremos un poco más de Eurídice, la amada, la musa. y si logran poner atención, esta historia está plagada de referencias, desde versiones muy específicas de mitos hasta cositas de Percy Jackson (basadas realmente en la mitología, por supuesto)
gracias por el apoyo bbys <3
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