El rey había tenido una visita inesperada en sueños.
Él era un tanto escéptico; creía en los dioses, sí, pero no en que pudieran interferir en su mundo perfecto. La magia de los dioses no se había presentado nunca ante sus ojos salvo en estrafalarios cuentos sobre mujeres que se habían embarazado del rey de los dioses. Patrañas.
Hasta que se acercó un día al bosque.
No era mucho de confraternizar con su pueblo tampoco. Era más bien lejano, duro. Lo único que podía interesar a sus súbditos sobre él era que ese personaje era el encargado de mandar sobre sus vidas. No tenían por qué curiosear.
Después de noticias de miles de muertes de habitantes que se habían suicidado tras escuchar una música misteriosa, el rey sintió la necesidad de ir a investigar. No podía hacer mucho, es verdad, pero su deber como gobernante era tratar de entender al menos un poco de los problemas de su reino.
—No sé, señor —dijo uno de los lugareños—. Yo que usted no me acercaría mucho. ¿Recuerda aquella comitiva que le trajo esa alfombra de oro? Dicen que uno de los hombres en esa misión entró a ese bosque y no volvió jamás, y ya van veinte años de eso. Míreme; soy viejo y recuerdo que antes de que comenzaran los suicidios esos árboles no tenían nada de especial, solo un par de zorros —ojalá los dioses los maldigan— que me arruinan toda la caza cada vez que entro. Soy muy duro de oído, la verdad, así que no he escuchado mucho de la música esa. Debe ser en lo profundo.
—Muchas gracias, señor…
—¿Qué? —preguntó extrañado—. Ni aunque Deméter misma se aparezca frente a mí le daré mis pasas, señor. ¡Vaya a buscarse las suyas!
Sí, comprobó el rey. Es un poco duro de oído.
Decidió emprender un corto viaje hacia el Oráculo, la guía de todo buen rey en tiempos de crisis. Sí, es verdad, la pitonisa no siempre daba muchos mensajes claros, pero con unos cuantos buenos sobornos al dios de la profecía… el rey esperaba un buen resultado.
El Oráculo se encontraba en un monte vecino y el camino para llegar era un sendero tan viejo que ya había sido olvidado. La hierba ya crecía salvaje y verde sobre lo que alguna vez los hombres habían pisado.
Parecía que los mortales ya habían perdido la esperanza en los dioses. Ya nadie buscaba conocer su voluntad y saber el futuro que ellos les deparaban; solo hacían las ofrendas de rigor y rezaban a la Temible Diosa para que tuviera piedad de sus almas. No, ya nadie creía en ellos como los dadores de vida y los castigadores, ni siquiera el rey.
Sin embargo, ahí estaba, tratando de encontrar la razón de estos problemas. No hay mejor forma de recuperar la fe que culpar a alguien superior por los asuntos que no comprendían. El Oráculo era lo único que podía explicarle todo esto.
La pitonisa vivía en una cueva apestosa. Las leyendas contaban que allí el dios de las profecías había asesinado a una serpiente y ello le había dado el poder de ver el futuro. La serpiente seguía allí, pudriéndose, y la mujer que comunicaba sus adivinaciones estaba en medio de todo ese olor.
El rey no se esperaba a una señorita tan bonita. Era una dama de pocos años, pero su esbelto y bello cuerpo simulaba los de una mujer de veinte. Solo su rostro la delataba. Sus mofletes inflados y labios carnosos solo podían pertenecer a una niña, aunque sus ojos cerrados hacían que esa bonita cara no tuviera vida. Una diadema verde adornaba su cabeza pelirroja, como una de las princesas de los tantos reinos vecinos. Estaba sentada en una roca lisa, casi como el oscuro trono que se encontraba en su propio castillo.
El cuerpo inerte se levantó, mostrando su complexión famélica por debajo de la túnica esmeralda. Extendió los brazos como quien ofrece un abrazo, pero ella no despertó. El largo cabello rojo ondeó al viento como el de un espantapájaros en medio del campo.
El rey tomó eso como una señal para preguntar.
—Apolo, dios del devenir, asesino de la poderosa Pitón, acepta la ofrenda que hoy presento ante ti.
Dejó un pollo asado por sus mejores cocineros a los pies del espantapája… perdón, de la pitonisa. En unos segundos, tanto el pollo como la bandeja en la que estaba desaparecieron en una nube de humo. Los ojos de la niña se abrieron de par en par emitiendo una extraña luz verde desde sus iris dorados. Abrió sus labios infantiles y su voz fue como la de cien mil soldados a través de su garganta.
—Soy la voz del espíritu de Delfos, consagrado a Apolo, la estrella del cielo, dios del devenir, degollador de la poderosa Pitón. Acércate, buscador, y pregunta.
El rey retrocedió un paso. No tenía esperado que fuera así. Se esperaba un altar a Apolo donde podría preguntar y esa mujer le daría una misiva con el mensaje del dios o algo así.
—¿Cómo puedo detener la música en el bosque?
Un humo verdoso —veinte veces más apestoso que la cueva— brotó de los orificios de su nariz y su boca, envolviendo a la chica y al rey en un mismo círculo. Un susurro brotó a través de su lengua con la misma voz de antes.
Tres héroes irán al camino,
y aquel con la voz de oro
podrá encontrar lo divino:
la doncella, el tesoro.
—Por todos los dioses, está en verso —se quejó el rey, pero la pitonisa no le hizo caso.
Y en viaje del remoto Hades
él fallará en hacer lo que sabe.
El rey esperó a que la mujer continuara, que lograra explicar lo que esos seis versos significaban. La dama de cabello llameante permaneció en silencio y se derrumbó en el trono de roca con sus ojos de oro cerrados. Un par de segundos y la luz ya había desaparecido, y la cueva era igual a como había llegado. Sus ojos y boca estaban cerrados como baúles.
Sabía que la pitonisa no solía dar explicaciones sobre sus profecías pero… oh, vamos, el pollo debía estar bueno. No podía creer que con una ofrenda tan fantástica el dios del devenir le diera la misma respuesta que a un campesino mohoso.
Resolvió volver al castillo. Quizá podría conversarlo con sus consejeros. ¿Cómo eso iba a ayudar a que las muertes se detuvieran?
Cuando llegó al castillo ya había caído la noche. Recibió la cena en su lecho y se preparó para dormir.
Para lo que en definitiva no estaba preparado era su sueño.
Se durmió apenas tocó la almohada de plumas de ganso. Lo que apareció ante sus ojos era un paisaje que nunca había visto en su vida. Era una cueva adornada con la más pura y horrible oscuridad, como si fuera la boca de un lobo. El panorama le llenó de terror, desesperanza y pena sin razón alguna. Las montañas y los valles de desnuda roca negra sugerían que estaban al aire libre pero, cuando el rey se dignó mirar hacia arriba, no logró ver la luz del día.
Su astrólogo preferido de la corte le decía que los sueños eran siempre en paisajes ya conocidos y con personas con las que ya se había cruzado. Ahora sabía que eso era una burda mentira.
—No es mentira, tonto —dijo una voz femenina como leyendo sus pensamientos—. Yo te he enviado este sueño y traído aquí. Mírame.
Volvió el rostro hacia la izquierda y se encontró con una mujer un tanto peculiar. Su cabello rizado del color de la tierra fértil caía hasta sus descalzos pies del mismo color. Su mirada parda le miraba como un gato a su presa. Expectante. ¿Curiosa, quizá? Ansiosa por que el pequeño rey llegara hasta sus garras para no volver a dejarlo salir. Estaba ataviada con un vestido del color de la hierba al sol, cubierto por una capa de lana negra. Sus rulos estaban llenos de flores por aquí y allá y estaban coronados por una diadema de —el rey tembló al advertir este detalle— huesos y espinas de rosas. También logró advertir dalias negras sobre su cabeza.
Lo que más llamaba la atención de la dama era su trono. Estaba hecho de gruesos tallos de rosal al igual que su corona, pero estos parecían… crecer. Crecían solo para formar el asiento de la mujer, y sumados a estos habían huesos y cráneos humanos. Apoyada en un reposabrazos había una copa llena de licor de manzana.
Era… era…
—Adelante, puedes decirlo —sonrió ella—. No me enfadaré.
—La Temible Diosa —susurró él. ¿Podía hablar en un sueño?—. Perséfone, la reina de los muertos.
—Con Perséfone está bien, cariño, todo el mundo me llama así. Te he traído aquí por una razón, rey insípido. Has ido al Oráculo a encontrar la solución al canto del bosque, ¿verdad?
—Sí, aunque… —titubeó. No sabía si insultar los regalos del dios de la profecía sería lo ideal ante la Temible Diosa. Pero si ella podía ofrecerle explicaciones, no iba a perder la oportunidad—. No he entendido mucho de lo que la pitonisa me ha anunciado. Me ha dicho que tengo que enviar a tres héroes al reino de Hades a buscar una… ¿doncella?
Perséfone suspiró.— Te voy a decir algo, pequeño rey, y espero que te quede muy claro. Odio a los héroes. Detesto a cada uno de ellos. Por mí que los haría soldados eternos de mi marido para que dejaran de estorbar. Son individuos egoístas y estúpidos.
—Estoy seguro de que no todos son así… —quiso defenderse el rey, pero la diosa no estaba para interrupciones.
—Sí lo son. He vivido milenios más que tú, mortal, así que no me vengas con sermones. Todos los héroes son basura. Pero aquel de la voz de oro… —sonrió para sí misma, casi como cohibida— es especial. Él no es un héroe como todos. Irás a buscarlo al bosque maldito, donde se perdió hace veinte años. Encontrarás a ese que doblega las hierbas, enamora a los árboles y mueve a las montañas. Ese es el joven que podrá llegar aquí a rescatar a la doncella.
—Si es posible, mi señora —le cortó el rey, nervioso. ¿Se enojaría si le pedía algo?—, ¿puede explicarme por qué esta doncella es divina? ¿Y cuál es el tesoro?
—Bendita sea mi madre —resopló ella con impaciencia—. Tienes suerte, pequeño rey, de que haya estado escuchando. Ya no muchos le ponen atención a los dioses. La doncella que buscas es alguien a quien no puedes alcanzar. Es hija de Apolo; una hermosa mujer que murió antes de tiempo. Solo encontrando a esa muchacha podrás deshacerte de la maldición del bosque, y el único que la puede encontrar es el hijo de Calíope, aquel de la voz de oro, mi héroe predilecto. Ella es el tesoro. Nada más podré explicarte. Se nos acaba el tiempo. Encuentra la manera de llegar al héroe, rey insípido, o todos tus súbditos morirán. No es una amenaza. Es un augurio.
El rey despertó con un sobresalto. Su cuerpo estaba bañado en sudores fríos. Junto a él, apoyado en la almohada vacía, había un clavel rojo cuyo brillo sobrenatural comenzaba a desvanecerse. Solo un pensamiento se quedó en la mente del rey, venido de quién sabe dónde.
Su nombre es Eurídice.
y bueeeeeno, ahora conocemos un poquito más del rey. es un cochino caliente? lo dejaré a vuestro juicio.
y por qué Perséfone le tendrá tan buena a Orfeo???? hmmmmm
y ahora sabemos que la doncella en cuestión es EURÍDICEEEEE YASSSSS
No se preocupen que ella va a tener un capítulo también para contar su historia :)
espero que les esté gustando cómo va la historia, me ENCANTA este mito y me ENCANTA orfeo <3 y eurídice también y Perséfone aka mi diosa favorita
nos leemos en el próximo capítulo y no se olviden de votar y comentar que me encanta interactuar con vosotros, muak.
besitos,
Meri
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