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Pero al igual que el mal no descansa, el bien tampoco lo hace; o no debería de hacerlo. El día después de que sonara la noticia del doble asesinato y de que muchas personas alrededor de toda isla principal de Jeervalya se conmovieran; el fervor se disparó.

Aficionados a la magia y a los cultos, personas que se decían afines a lo paranormal, temerarios, ávidos de morbo, todos en busca de lo mismo: sensación.

Entre las decenas de personas, destacaba un hombre negro de cabello esponjado con una notoria altura de un metro con ochenta y dos, él, se encontraba ayudando a la policía y se hacía reconocer por su colgante con forma de cruz.

— Oficial McKennan, este es el puesto de uno de los sospechosos. Lo reconozco.

— Señor Skympass, ¿tiene la evidencia?

— No, oficial. Solo mi palabra, pero el hombre de este puesto, Eustaquio, es uno de los principales implicados en el asesinato de la joven pareja.

— Sin pruebas ni testigos no puedo creerle. —El hombre del bigote se cruzó los brazos. Era una reacción normal. Sin embargo, el otro, no iba a ceder; en su mente pensaba en alguna manera de convencer al oficial.

— Oficial McKennan, yo sí creo en las palabras de este señor —dijo el compañero del hombre peludo, un muchacho risueño de dieciocho años.

— Logan —dijo—. ¿Cuál es tu argumento?

— Mi intuición —contestó el muchacho con firmeza, el hombre que le llevaba unos seis años, cruzó los dedos por detrás.

— Logan, no debemos dejarnos llevar por sandeces. Hasta que no tengamos pruebas firmas, no podremos avanzar.

— Sí, oficial —respondió el chico con un tono apenado.

— Oficial, Logan. Tengo que irme, no creo que les pueda ser de mucha ayuda.

— Gracias por su ayuda señor Skympass. Vaya con cuidado, esta calle, como varios otros lugares de Estorné, cambió demasiado —aconsejó el policía al de la cruz colgante.

Fuera del hecho de que convenciese a un oficial de ayudarlo, siendo él de una minoría étnica en el país insular, Amadeus se tuvo que marchar con la moral baja. Pero no se iría sin hacer algo.

Incluso si las calzadas de piedra que fueron construidas en la colonia eran las mismas, al igual que los edificios, las sensaciones que transmitían, ya no eran iguales. Las personas, los momentos, el contexto y la inmediatez, todo eso había cambiado.

— Armelia, Aquileas. —Sacó la foto del recuerdo de su adolescencia—. Les pido disculpas, siento que les estoy fallando —balbuceó entre suspiros.

Ni la calidez solar o la suave brisa fueron suficientes para subir los ánimos del hombre. Las palabras que le dijo el oficial, hicieron eco en su mente.

Las pocas tiendas de barrio, las sonrisas de verano y los amigos interesados por vivir una experiencia que pocos lugares ofrecían, se fueron. Pero, ¿Cómo era posible que un lugar pudiese cambiar tanto en menos de diez años?

Si en el lejano 2000, era un sitio que formaba parte —ocasional— de la vida de él y de dos de sus familiares más queridos, ¿Por qué ahora a sus veinte y cuatro años y en el 2008, era tan diferente de antes?

¿Acaso lo efímero de la adolescencia lo había dejado para siempre? ¿Acaso los recuerdos no lo alcanzaban?

Mientras caminaba en busca de nuevas pistas, varias preguntas se pusieron a achecharle, pero ninguna era la respuesta que necesitaba.

Ni tampoco, las pistas que buscaba, iban a aparecer tan fáciles.

Por mucha magia e indicios de ritos que esperaban a ser encontrados, no cualquiera iba a creer en ellos. Siendo Amadeus un hombre que había visto ambos en acción, necesitaba un aliado, uno que se había ido con sus dos personas allegadas a buscar una vida diferente por una razón que estaba a punto de revelarse.

— Señor. —Le detuvo la mano de un pequeño niño vestido con harapo—. Tiene que irse.

— ¿Qué? —Amadeus apartó su mano disgustado.

— Sé qué asustado conmigo porque soy un niño que anda sin padre ni madre, pero la persona que me adoptó, mi hermano mayor, me dijo que tienes que irte.

Amadeus vio al niño lleno de confusión. Las palabras que salieron de su boca no eran normales, como tampoco la mirada que fingía inocencia. ¿Qué estaba sucediendo?

Antes de que el menor pudiera decir más, el hombre se tocó la cruz en busca de una señal que jamás llegaría, entonces, dijo:

— Niño, llama a tu hermano mayor y lárguense. Yo tengo trabajo por hacer.

— Tiene que entenderme, señor. Los míos y yo vamos a irnos de aquí, porque si no seremos confundidos por los otros y querrán culparnos a todos. Vienen más oficiales en camino y traen a malotes entre ellos. Sé que quiere saber lo que soy, yo soy un mágico que le trae una advertencia.

«Imposible que este niño mienta», pensó. El menor se había adelantado por completo a las preguntas que le quería hacer.

— Yo me voy. El glifo para leer su mente se consumió. Cuídese, señor Amadeus.

Con una cara de sorpresa y paralizado por el sentimiento que devenía de esta. Amadeus vio al muchacho correr con sus cortas y delgadas piernas. Pero pese a las advertencias, aún no abandonaría aquella calle.

Y, cuando quiso moverse en busca de aquello para resolver el problema, una turba de personas pasaba corriendo y caminando rápido. Aunque fueran menos de quinientos, Amadeus no tuvo tiempo de contarlos. Apenas podía procesar el encuentro con el muchachito, menos podría entender ni actuar con normalidad ante las circunstancias del momento.

— ¿Por qué corren? ¿No ven que me harán caer?

— Señor, ellos vienen por nosotros. Para despojarnos y que les sirvamos. Los no mágicos y los oficiales de policía casi no distinguen entre nosotros y los otros —contestó una muchacha.

Sintió pequeños piquetes en la piel. No creyó por completo en lo que dijo ella hasta que, de un minuto para el otro, escuchó los sonidos de las sirenas. Después de todo, ellos no mintieron. 

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