VII "La llegada"
Carla los estaba esperando en la entrada del campamento. Tenía intenciones de mostrarse servicial con Morgan y que, tal vez, eso hiciera cambiar a la trigueña de opinión sobre su ruptura. En su cabeza, ambas habían sostenido el inicio de una relación hermosa que Morgan había terminado con la falacia de que no eran más que amigas sexuales.
Vio las motos acercarse a toda velocidad y de inmediato notó que algo iba mal. Regresaban solo tres motos y arrastraban otras tres conectadas a las principales. Corrió a la puerta, levantando la reja y permitiéndoles el paso, observando con miedo como se detenían y solo estaban Jasper, Jared y Claudia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, el terror dominando su voz ante la visión de los ataúdes que venían encima de las otras motos.
—Que Morgan nos ha traicionado —espetó Jasper, su voz saliendo como un rugido grueso en medio de la noche.
—¡Eso es imposible! —rebatió Carla, buscando los ojos de Jared para que la calmase; el rubio no dijo nada, desvió su mirada hacia los ataúdes y soltó un suspiro.
—Suena las campanas, tenemos dos caídos —ordenó, ignorando la pregunta implícita sobre la traición de Morgan.
Carla no lograba reaccionar, su mente en negación mientras su cuerpo se había quedado paralizado. Claudia fue quien se acercó a la verja, tirando de la palanca que encendió el sistema de poleas; pronto, los campanazos resonaron en la noche y el campamento despertó en terror. Los ciudadanos salieron de sus cabañas apresurados, apenas cubriéndose la ropa de dormir, algunos quedándose atrás con los niños, los adultos y más jóvenes reuniéndose alrededor del grupo de demoledores y los ataúdes.
—Necesito que den un paso al frente los familiares de Alan Turn e Izan Cobas —dijo Jared en voz alta.
De entre la multitud avanzaba una pareja de personas mayores con llamativos cabellos anaranjados, y un muchacho que se veía más joven que Alan. «Debe ser su hermano menor» Por el lado posterior se abrió paso un hombre mayor, de piel oscura y canas enroladas que eran visibles en su corte bajo, con prominentes entradas que causaban bromas entre ellos cuando le decían a Izan que disfrutara sus rastas mientras pudiera, porque algún día sería como su padre.
—Estos son vuestros hijos —explicó Jared, apartándose del camino y dejándoles ver los ataúdes.
La primera en reaccionar fue la señora Turn, quien estremeció a muchos de los presentes con su llanto lastimero mientras caía en los brazos de su marido, arrodillándose ambos en el suelo. El muchacho, hermano menor de Alan, fue quien se adelantó, llegando hasta el ataúd y colocando su mano encima, doblándose sobre este con un llanto desgarrador que rasgaba su garganta entre sollozos.
El señor Cobas se tomó su tiempo, parecía estar aceptando el hecho de que el ataúd delante suyo contenía a su hijo. Caminó un paso tras otro, de forma lenta, como quien tantea el terreno antes de pisar firme; cuando se vio delante del ataúd, sus manos temblorosas acariciaron la madera, sintiendo cada grieta y nudo perfectamente pulido. Las lágrimas llenaron sus ojos, corrieron por sus mejillas y se precipitaron sobre la tapa negra, pero ni un sonido escapó de él.
—Murieron enfrentando a bestias humanoides mutantes. Fueron guerreros y héroes en todo momento —afirmó Jasper, doblando la manga de su camisa hacia arriba y sacando su cuchillo.
Prontamente, todos los demoledores imitaron la acción, colocando la hoja afilada del cuchillo contra la piel del antebrazo y trazando dos cortes rectos y rápidos, de igual longitud, en posición horizontal al antebrazo. La sangre salió de las heridas, corriendo por sus pieles y cayendo en gotas hacia el suelo. Con eso, todos alzaron los brazos heridos y gritaron sus nombres, repitiéndolos hasta que se volvieron un llamado uniforme de dolor, un tributo de honor por su sacrificio y valentía. Esa noche nadie dormiría, todos se quedarían en vela hasta al alba, cuando enterrarían a sus dos guerreros rodeados de sus familias.
—Jared —llamó Mason, el líder del campamento y actual organizador de los demoledores: un hombre de cuarenta y tantos años, fornido por años de ejercicio y batallas, con una gran cicatriz que cubría la mitad de su rostro y el cabello negro con matices canosos—. ¿Dónde está Morgan?
—Ella... —el silencio entre ellos se extendió por un instante, con el ruido de gritos y llantos de fondo. Jared tragó en seco ante la realidad, debía de hacerlo, tenía que admitirlo—. Ella se ha ido con ellos.
Mason guardó silencio, su expresión endureciéndose en dolor, Jared podía verlo. Había entrenado y cuidado de Morgan desde hacía años, recogiéndola luego de que su hermano fuera asesinado, ayudándola a controlar sus ansias ante la sed de venganza que la dominaba. Él había tomado la rota máquina de matar y la había transformado en un ser funcional, capaz de llevar a cabo sus planes. La traición de Morgan significaba más para él que para nadie.
—Ya sabes qué hacer. Toma sus cosas, quémalas todas —ordenó Mason, retirándose a paso firme por el camino que vino, regresando a su habitación.
Por un breve instante, Jared dudó. Sabía que eso era lo que se hacía con los traidores; sus cosas eran quemadas, su habitación reemplazada para otros usos, o habitada por otra persona. Todo rastro de su existencia era borrado de ellos, pero hacerle eso a Morgan parecía un sacrilegio.
Presionó profundo en su mente sus recuerdos, forzándose a sobreponer su deber ante cada momento en que ambos habían estado juntos, entablando aquella forma de amistad extraña que, aun siendo diferentes, funcionaba tan bien. Caminó hacia la cabaña, entrando en la habitación y mirando los escasos objetos personales que la habitaban. Ese era su deber, eso debía de hacer. Empezó a recogerlos. Los quemó.
💙
El olor a humo llegaba hasta ella. No era más que una sensación provocada por un estímulo psicológico; entendía que estaban muy lejos, que realmente no podía olerlo, pero sabía que habían pasado las horas suficientes para que ya Jared y los demás hubiesen llegado al campamento, que ya Mason debía de haberse enterado de su traición y que sus cosas estaban siendo quemadas en ese instante. No es que Morgan no supiera de antemano que eso iba a pasar, pero no había querido pensar en ello sino hasta que el alba llegó.
—Tienen unas tradiciones extrañas ustedes —comentó Sebastian, mirando los dos cortes paralelos en el antebrazo de Morgan y ofreciéndole un láser para curarlos—. Sé que no deben, pero confía en mí, querrás tener la menor cantidad posible de entradas para infecciones cuando aterricemos.
—¿Tan malo es todo allá? —preguntó Morgan, aceptando el láser y quemando las heridas, apretando los dientes para contener un gruñido de dolor.
—Hace mucho tiempo fue una ciudad próspera. Hoy es la cuna de los vicios y las perdiciones —contestó Sebastian, alcanzándole un paquete de tiras de carne seca para el desayuno.
—¿Ella nunca come? —cuestionó, dándole una mordida a una tira y masticando ruidosamente la dura carne, señalando con la cabeza en dirección a Johana, que parecía entablar una conversación seria con Bruno mientras Brandon y Alí manejaban.
—No si puede evitarlo, al menos cuando está fuera de la Gran ciudad —aseguró Sebastian con una sonrisa burlona, masticando su propia tira de carne—. ¿Por qué escogiste venir con nosotros? —interrogó él, haciendo que Morgan dejara de mirar a Johana y le prestara atención.
—Los campamentos llevan malas vidas y, además, tienen un régimen extremista: o eres pacifista o estás contra el sistema. No me gustaba eso —explicó Morgan, tomando otra tira y moviendo su pie en gestos semicirculares, apoyando solo la punta de la bota.
—Bueno, si lo que buscas es acción, elegiste lo correcto —aseguró Sebastian, observando a Morgan mirar nuevamente a Johana—. No lo intentes —comentó, quitándole una tira de carne al paquete de Morgan y atrayendo su mirada—, ella nunca tiene relaciones íntimas con los del equipo.
—No... yo no... —intentó negar Morgan, viendo a Sebastian sonreír picaresco y alzar la mano, pidiéndole silencio.
—No tienes que explicarme nada, en serio, no soy ciego. Aun cuando ella me lleva diez años, soy capaz de ver su atractivo —aseguró Sebastian, masticando dos tiras a la vez, lo que hizo que su voz saliera en tonos bajos y aniñados—. Aunque a tu favor tienes que nunca ha habido una chica en el equipo antes, así que quién sabe.
—¡Sebastian! —llamó Alí, haciendo que el chico fuera a su encuentro al final de la plataforma, y dejara a Morgan sola con sus pensamientos.
«¿Relación íntima?»
La idea hizo eco en la mente de Morgan, asentándose junto con un pensamiento. Quizás esa fuera la forma de llegar a Johana, seduciéndola para que bajara sus defensas y poder estar a solas en un lugar seguro de forma tal que nadie la interrumpiera, ni sospechara de ella, mientras Morgan disfrutaba de la tortura dulce de la venganza. Podía ver el plan trazarse en su cabeza, casi que sentía el sabor de la victoria, hasta que la imagen de su hermano con un hueco en la cabeza, rodeado de un charco de sangre apareció en su mente.
Su reacción fue visceral. Sintió su estómago encogerse y su piel arder ante el aumento de temperatura, sus manos temblaron a medida que la ira iba apoderándose de su cuerpo. Sus pensamientos se transformaron en una secuencia de escenarios imaginados donde Johana Tyson terminaba asesinada después de una larga tortura, con una expresión atónita al saber que esa que la mataba era la niña que años antes ella había dejado escapar, la joven a la que había transformado en su cazadora, de quien ella era la presa.
—¡Morgan! —el llamado de Johana la sacó de su enajenación, haciéndola parpadear un par de veces para recordar dónde estaba.
Se puso inmediatamente de pie, girando para ver a Johana, mientras guardaba en el bolsillo de su chaqueta negra el paquete de tiras de carne seca. Avanzó por la plataforma hasta llegar a Johana, pasando por al lado de Bruno durante un instante, sintiendo una animadversión recelosa del hombre hacia ella.
—¿Sucede algo? —preguntó cuando estuvo delante de Johana, mirando a la mujer directo a sus ojos verdes.
—Hemos llegado —anunció Johana, acercándose a la gran ventana que estaba a la derecha de la habitación en una clara invitación para que Morgan la siguiera—. Te presento la Gran Ciudad: el epicentro de todos los vicios precarios y vicisitudes pecaminosas que puedas pensar.
Morgan observó por la ventana, encontrando los altos edificios imponentes que se mostraban a pocos metros debajo de la nave, las casas pequeñas y apilonadas juntas, las grandes mansiones en ciertos lugares. Podía ver lujosos hoteles con carteles de luces neón que, aun de día, destellaban imponentes; y la cantidad exuberante de negocios individuales para enriquecer más a los ricos. Los colores rojos destacables de los burdeles, los amarillos y naranjas de los casinos, los azules destellantes y violetas de las zonas de drogas aprobadas; todo en la Gran Ciudad era un altar a depravación.
La trigueña vio el suelo cada vez más cerca en el sector de la ciudad cuyos techos y balcones portaban el símbolo del Clan Rojo: un dragón escupiendo fuego. Sintió los motores detenerse cuando la base de la nave tocó la superficie. Vio a los demás correr de un lado a otro bajo las órdenes de Bruno, que les indicó cómo bajar la mercancía ligera mientras descendían la plataforma de carga y un equipo de cargas y reacomodación entraba en la nave para llevarse los materiales pesados en planchas transportadoras de alta presión.
Johana avanzó hacia la salida, dándole una mirada furtiva a Morgan que la hizo seguirle los pasos casi de inmediato, manteniéndose a dos metros por detrás, hasta que la luz del sol golpeó su rostro. El aire pesado y cargado de olor a plomo y metal inundó los pulmones de la pelinegra, y el ambiente activo y hostil la recibió.
—¿Estás lista? —preguntó Johana, girando a verla por encima del hombro. Morgan respiró profundamente, dejando que la podredumbre glamurosa del aire, diferente al de los campamentos en declive, la asentara en su nueva realidad.
—Sí.
Johana sonrió.
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Y con esto llegamos a la cantidad de palabras esperadas.
¿Qué les parece? ¿Les está gustando?
Fue una maratón no intencionada, pero espero que les guste.
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