CAPITULO 5
Con el tiempo, la rutina de cuidar a los ancianos se fue convirtiendo en una parte natural de mis días. Al principio, el trabajo parecía ser solo una serie de tareas simples, pero pronto me di cuenta de que había más en él de lo que aparentaba. Cada anciano tenía su propio carácter y necesidades, y el desafío era aprender a manejar sus particularidades mientras encontraba maneras de conectarme con ellos.
La anciana que pasaba la mayor parte del tiempo en su asiento, con esos ojos que parecían seguirme constantemente, resultó ser una de las personas más sabias que había conocido. Aunque su movilidad era limitada, su mente era aguda y sus palabras, aunque escasas, estaban llenas de consejos y observaciones profundas. Con el tiempo, empecé a disfrutar de nuestras conversaciones cortas y de los silencios compartidos, donde sentía que había un entendimiento mutuo.
La anciana inquieta, por otro lado, seguía siendo un enigma. Sus berrinches y su comportamiento caprichoso parecían estar motivados por algo más que simple aburrimiento o descontento. Al parecer, tenía recuerdos de tiempos pasados que a veces compartía en fragmentos, y aunque sus palabras podían ser caóticas, había una historia detrás de cada emoción. Ayudarla a ordenar la casa se volvió una oportunidad para conocerla mejor, y su presencia en el hogar era una mezcla de desafío y alegría.
El anciano que paseaba por el patio también tenía su propio modo de conectarse conmigo. Su bastón era su compañero constante, y sus paseos eran a menudo acompañados de historias sobre el pasado, que solía contar en el banco del jardín. Aunque no se preocupaba por mí, había un aire de camaradería en nuestras conversaciones. Estando con el apreciar los pequeños detalles del entorno, desde la forma en que la luz del sol caía sobre el pasto hasta los cambios sutiles en la temporada.
La casa que me habían asignado, aunque era pequeña, se convirtió en un hogar lleno de vida y descubrimientos. La idea de que se me daba una casa propia, a cambio de cuidar a los ancianos, inicialmente me parecía un trato justo, pero pronto me di cuenta de que el verdadero valor no estaba solo en la propiedad, sino en las conexiones que estaba formando con sus residentes.
Cada día se volvía una mezcla de lo que era simple y lo que era complejo. Las tareas que parecían mundanas se convertían en momentos de aprendizaje y crecimiento personal. La bondad de los ancianos, aunque a veces expresada de formas inusuales, me hacía cuestionar mis propias percepciones sobre la vida y las relaciones. Cada uno de ellos, a su manera, estaba dejando una huella en mí.
Así, mi tiempo en esta comunidad, rodeado por personas sin nombres pero llenas de significado, se transformó en una experiencia que iba más allá de las expectativas iniciales. El proceso de adaptarme y encontrar mi lugar se convirtió en un viaje de auto-descubrimiento y de apreciación por lo que verdaderamente significa conectar con los demás, incluso cuando no puedes identificar claramente quiénes son en términos convencionales.
En este punto, ya era la hora de la comida y, entre todas las labores realizadas, la comida ya estaba presentada en cuatro platos de distintas formas, pero su contenido era lo importante. Sin tiempo para reflexionar sobre estos alimentos, me percaté de que el anciano ya no estaba en el patio, y al buscarlo, ya no estaba por ningún lugar de la casa. Mi sorpresa no alcanzó a sembrarse cuando, al mirar ese asiento que no estuvo vacío en ningún momento, ahora sí lo estaba; la otra anciana tampoco estaba por ningún lado. Di órdenes a la otra anciana de esperar pacientemente y, si quería, podía comer su plato, que volvería a la brevedad.
Las calles parecían vacías como nunca; no había testigo alguno a quien pudiera preguntar si había visto a los ancianos desaparecidos. Cuando comencé a escuchar gritos desde la casa del lado, me acerqué lentamente y, sin dudarlo, abrí la puerta sin tocar. Allí estaba uno de mis amigos, uno que solía ayudarme siempre que me perdía rumbo al mercado a buscar verduras, rodeado por cinco ancianos, y asustado, me dijo que no podía creer que le hubieran asignado tantos abuelos. En ese momento no dije nada, solo actué: me devolví a mi casa a buscar a la otra anciana, quien se había devorado todos los platos de comida, para llevarla a la casa contigua y decirle a mi amigo que, por error, me habían enviado una anciana extra, que ahora estaba a su cuidado. Sin dudarlo, cerré la puerta y me fui de allí, sin antes volver a cruzar miradas con esa anciana casi inmóvil, que me hacía preguntarme cómo había llegado hasta allí. Todo eso me generaba una sensación de desconfianza a tal punto que pude seguir viviendo en mi casa sin cuidar ancianos, sin que me carcomiera la conciencia.
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