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Capítulo 37


Oliver

Porky en definitiva es «el hombre»

Celebro a lo grande tener un socio: fiesta, alcohol, mujeres, drogas...

No es cierto. Con Maggie vamos al parque de diversiones, ella vestida como Boo y yo como Sullivan y subimos a cada juego. Ahora que no estoy con Karin tengo más tiempo para Maggie, y me encanta porque ella es la única mujer en mi vida que no da problemas.

Es difícil vivir con la sensación de que en cualquier momento las personas que amas te dejarán, que algo malo pasará y de nuevo estarás solo. No es justo temer equivocarte solo por llenar falsas expectativas que otros tienen de ti. Eso es parte de lo que quisiera decirle a... Pero no... ya no.

Cuando llego al apartamento me saco los zapatos, el pantalón, la camisa y dejo todo tirado donde yo quiera; me desvisto por completo y ando en calzoncillos sin recibir ninguna queja por parte de Robin o Boris; ceno fast food con Coca-Cola y al terminar hago un coro de eructos sin temer ser llamado «sucio». No tengo que peinarme «para la ocasión», hacer ejercicio o cuidar lo que digo; y cuando quiero, sin temer llegar tarde para cumplir una agenda que poco me importa, me quedo dormido sobre el sofá rascándome las bolas.

¿Hace cuánto no gozaba de tanta libertad? Hasta canto ópera cuando me ducho.

Me ha costado, no lo niego; pero de nuevo, tal como ocurrió la primera vez que se marchó Andrea, encontré una rutina que me funciona.

Por las mañanas desayuno, paso el rato con Robin: peleamos, nos contentamos, volvemos a pelear; me entretengo con videojuegos, voy por Maggie al colegio, almuerzo con ella y Byron, y por la tarde, hasta muy entrada la noche, voy a Saveur. Dejé de trabajar para los Becker, hablé con el señor Rabagliati y en lo que consigo poner de pie mi restaurante trabajaré con él como jefe de cocina.

En mis días libres voy al lago, me recuesto sobre el muelle, duermo, pienso, me vuelvo a rascar las bolas, arrojo piedrecitas..., pienso. Me enojo conmigo mismo y trato de encontrar una salida. A veces me siento perdido. Libre, pero perdido. Es complicado de explicar pero trato de no ir ahí.

Recibo visitas de mamá. Desde que abandoné el hospital ha estado pendiente de que tome mis medicamentos, duerma ocho horas y le diga cómo me siento. Tenemos reuniones semanales en las que le platico cómo estoy y le enseño a cocinar. Y ahí vamos.

Ahí... vamos. El otro día fue el aniversario de papá y me acompañó al cementerio a dejarle flores, y hoy por la noche íbamos a ir al cine pero de imprevisto me confirmaron una cena.

Andrea

Tía Su por fin encontró la manera de decirle a la abuela que renuncia al Cisne para dedicarse por completo al Club de la botarga. Hizo que una botarga le trajera flores, chocolates y globos.

La conversación terminó como era de esperarse:

—¿Es legal, Su?

—Este...

—¿ES LEGAL?

—¿Cuándo he hecho algo que no sea legal?

—¿Quieres una lista?

—Madre...

—Me vas a enterrar, Susan. ¡Me vas a enterrar!

La parte más difícil fue ayudar a tía Su a mudarse con Abner, pero la veo feliz, enamorada y feliz, y eso es lo importante.

—Él se lo pierde —fueron sus palabras de consuelo cuando le platiqué lo sucedido con Oliver.

—Si le peleé la custodia del pato tú puedes hacer lo mismo por tu hijo —la convenzo y asiente con determinación.

Antes no se sentía segura, le temía al juez, a su ex marido, al rechazo de mi primo; pero algo cambió las últimas semanas: no está dispuesta a perder.

—Y nunca olvides mis consejos —se termina de despedir pese a que se muda a una casa que está dentro del mismo vecindario.

—¿Siempre ser yo misma? —La miro subir sus cosas a la camioneta de Abner—. ¿Los amigos son primero? ¿Si una botarga de pide bailar acepta? ¿Nunca bebas algo sin etiqueta?

Me ha dado muchos consejos.

—No —me guiña un ojo antes de abrir la puerta del copiloto. Ya se marcha—. El de: Nunca pierdas de vista a la niñera.

—Anotado.

Mamá no cenó en casa. Lleva días saliendo con «un amigo». Sospecho que se trata de papá y que teme decirme por temor a que no lo acepte. O tal vez si se trata de «un amigo». Hay un mundo de posibilidades.

—Vi a Oliver en el restaurante —me cuenta al volver.

—¿Ah sí?

—Estaba cenando con alguien.

Por fortuna estoy lavando platos y no tengo que darle la cara. No quiero que vea mi reacción.

—Que bien —Al vaso que tengo en mis manos le echo más jabón que al resto—. Él es libre de salir con quien desee.

¿En serio tenía que usar la palabra «desee»?

—De lo poco que escuché entendí que se trataba de un arquitecto. Hablaban sobre un lago.

—Eres terrible —le echo en cara y ríe—. Peor que la abuela.

—Yo solo conté. Tú asumiste.

—¿Se veía feliz? —quiero saber a pesar de mi enojo.

—Entusiasmado. Mira, le tomé una foto.

—¡Mamá! Confirmado —reclamo, aunque hago a un lado los platos para ver la foto—, eres peor que la abuela.

Pero sí, al ver a Oliver noto que luce feliz.

—Yo estaba checando la resolución de mi cámara. Él se puso enfrente.

—Ajá.

—¿Por qué tú no sales con alguien? —pregunta ahora.

—Sin presiones —digo, volviendo a los platos.

Al llegar a mi habitación me descalzo, apago la luz y tumbo sobre la cama.

—Al menos está bien —me digo.

También he tomado como rutina esperar a que comience el programa de Joel. No sé por qué. Es decir, quienes me enviaron cartas me recomendaron escucharlo pero... no pasa nada.

Lo pongo y nada...

Tal vez nada debe pasar. Es lo más sano además de prometerme ya no esperarlo.

Y el programa ni siquiera es tan bueno...

Iniciamos la noche con esta pregunta: ¿Aceptarías tener una relación con alguien en silla de ruedas? Tenemos en espera la llamada de una chica que se citó con alguien que conoció en internet y se llevó la sorpresa de que está en silla de ruedas. Su nombre es Marissa...

—Solo escucho esta llamada y ya —me prometo.

Después daremos seguimiento al caso de Gabriel. ¿Lo recuerdan? Él llamó para comentarnos que su novia se está alejando de él...

—Esas dos y ya.

Oliver

Me he reunido con Karin para zanjar los contratos pendientes, pagar algunas multas y no dejar botados proyectos ya avanzados como el libro de recetas. Al final debí cumplir con los compromisos imposibles de cancelar. Pero está bien. Mientras tenga la opción de elegir está bien.

Para mi sorpresa Karin también renunció a Becker Steak House y planea mudarse. No tiene claro por qué, pero quiere hacerlo... y está bien. Por primera vez tiene opciones. Desde que no estamos juntos se comporta como si la hubieran liberado de prisión y... al carajo. Me vengo haciendo lo mismo.

Pero lo más importante que tengo para decir sobre ella ocurrió el día que presenté mi renuncia al señor Becker. Él no quería dejarme ir y la citó a ella para encontrar la manera de torcerme el brazo.

—Magda aseguró que tiene un vídeo —dijo recordando lo dicho por mamá en la televisora. «Hablan de Andrea», concluí por resultar obvio. Estaba a punto de entrar a la oficina, mi reunión con él era a las nueve de la mañana pero llegué más temprano y a Karin, convenientemente, la citó antes—. Quiere a la chica, ¿no? Podemos persuadirle para que vuelva a buscar a Stu a cambio de no divulgarlo.

¿Llama «Persuadir» a su chantaje?

Apreté con fuerza mis puños e iba entrar a hacer algo que siempre quise: golpearle; pero Karin lo salvó de terminar cuadripléjico y, una vez más, tomó la batuta por ambos.

—¿Por qué no me extraña escuchar algo así?

Se negó.

Se negó a ayudar.

Tomé una distancia considerable, la dejé hablar y luego, cuando la vi salir de la oficina, me acerqué a ella y la abracé.

—¿Y esto? —preguntó, asombrada.

—No dejas de sorprenderme, cari —Nos miramos.

—Ah, hablas de... —señaló la puerta de la oficina de su padre y suprimió un sollozo— Que quede claro que lo hice por ella —me advirtió.

La volví a abrazar. No dijo nada. Colocó su pequeña mano sobre mi espalda, aunque la retiró pronto. Después me miró. Era... una despedida.

—Bueno, te veo luego.

Su vuelvo salía esa noche.

—¿Necesitas un aventón? —me ofrecí.

—Dejé el coche en el estacionamiento —contestó. Y aunque empezó a avanzar hacia la salida luego de eso, se volvió para decir una última cosa—: cari.

—Sabes, siempre odié lo de «cari» —tuve que confesar fingiendo estar serio.

—Ya sé —Ella me sonrió—. Por eso te lo decía —terminó de despedirse.

Andrea

Una de las presentaciones del libro de recetas de Oliver fue en la librería situada frente al Cisne. Desde temprano el lugar se llenó de personas y Oliver, acompañado por un nuevo representante, llegó puntual; habló del libro, sus planes a futuro, firmó autógrafos, se tomó fotos. Mi abuela incluso fue a saludarlo. Él, en general, se portó amable Yo me quedé en la tienda. No quise incomodarlo. Y porque, admitámoslo, tampoco soportaría un nuevo rechazo. Ya entendí que no me quiere cerca.

Termino pendientes y para distraerme me entretengo cambiando de ropa a los maniquíes.

A propósito de eso, de nuevo noto que Julia tiene puesto un vestido de noche debajo del de novia. Con mi chica todo continúa igual, novias visitan la tienda para dejarle su ramo, la tenemos prácticamente sobre un altar de flores, pero... esto. La abuela y mamá insisten en que no tienen que ver y les creo. Soy la única a cargo de los maniquíes.

Aun así, para disipar mis dudas espero a que Oliver abandone la librería, entro y la recorro buscando a la chica que me ayudó con Axel. La encuentro recogiendo junto con sus compañeras el mobiliario que utilizó Oliver para su presentación.

—Hola —me da gusto que le alegre verme—. ¿Buscabas a Oliver? Ya se marchó.

Trato de mantener en mi rostro una sonrisa.

—Te buscaba a ti en realidad.

Ella se muestra sorprendida. —¿En serio? ¿Cómo van nuestros chicos?

—De eso precisamente quería hablarte —admito y le pido que me siga hasta la vitrina de su librería—. ¿Has visto extraño a Axel? —señalo a su maniquí. Aunque es «raro» explicar qué podría cambiar en un maniquí.

—Pues... no —Ella misma lo revisa.

—Sácale la camisa —pido y me hace caso. Pero no, Axel no tiene otra ropa debajo.

—Es la segunda vez que encuentro un vestido de noche bajo el de novia que le pongo a Julia —explico, llevándola conmigo al Cisne—. Soy la única que viste a esos maniquíes. ¿Cómo es posible?

La chica observa con curiosidad a Julia y duda si preguntar o no.

—¿No creerás que...? —Ni siquiera se atreve a decirlo.

—¡No, qué va! —me apresuro a negar, aunque también tengo mis dudas—. Tiene que haber una explicación lógica —Y yo misma le echo un nuevo vistazo a Julia. «Tiene que haber una explicación lógica.»

Oliver

En el salón que estoy construyendo frente al lago noto el paso del tiempo, ya solo tengo pendiente colocar el piso y meter el mobiliario. Compré la propiedad en abril y ya es octubre. Casi estoy listo.

Y nada es diferente en el resto de mi rutina hasta que una tarde, camino a Saveur, paso por un café y veo a Andrea en una mesa acompañada por un muchacho. Un muchacho que procura no perder su atención.

Me tomo mi tiempo para observarla. Tiene puesto un vestido de lana, medias y botas. Luce fantástica. Le quisiera decir al muchacho que es afortunado, que no lo eche a perder, que no dude; pero me contengo para no arruinarles su plática. Y porque es mejor así... de lejos.

Pido mi café, saludo a una señora que me reconoce por haber participado en El chef de oro y después salgo del lugar preguntándome si alguna vez, quizá en algunos años, Andrea y yo nos encontraremos en la calle y nos saludaremos. Un «Hola» casual, limpio, cordial... y nos presentemos a nuestras respectivas parejas e hijos.

Espero que sí.

Quiero pensar que sí.

O quizá lo más sano sea seguir guardando distancia. Y es que no quiero sonar negativo, pero estoy acostumbrado a no ser positivo.     


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