Capítulo 36
Andrea
—Buenos días Ontiva, mi nombre es Zoe y ya empezó el día para la mayoría de personas que nos escuchan. ¿Es usted uno de ellos? Salga temprano de casa. No olvide que el tráfico no perdona. Mientras tanto, los dejo con una canción que insiste en pedirme Andrea. ¡Ni tan buenos días, Andrea! Espero que todo marche mejor por allá y ya no violes el botón de replay poniendo esta canción de Mon Laferte.
«Hoy volví a dormir en nuestra cama y todo sigue igual...»
—Súbele —pide mi abuela.
—Esto ya es masoquismo —dice mamá.
Solo hago caso a la abuela y le subo el volumen a la radio. Han sido días difíciles, días de preguntarme en qué fallé, de enojarme conmigo misma por afectarme su rechazo, de cuestionarme en qué momento pasé a ser yo la mala del cuento y no él.
Oliver no quiere verme.
Y no lo acepto con madurez. ¡No! Necesito una explicación. La merezco.
Byron me avisó que el aludido sale hoy del hospital y pretendo encararlo. ¿Por qué no quiere hablar? ¿Por qué ahora es él el indignado?
Procurando darle su espacio, y porque no me quiero ver como una total entrometida, lo espero en el estacionamiento del hospital a un lado del coche de mamá. Lo aparqué cerca de la camioneta de Byron. Esta tiene los vidrios abajo porque dentro se encuentra Robin.
—¿A ti si te quiere ver? —le pregunto.
—¡Cuak!
—Sí. Vamos a hablar como gente civilizada —le prometo utilizando el vidrio de la camioneta como espejo. «Te ves bien, Andrea»
Minutos después veo salir a Oliver. Lleva puesta una gorra, lentes de sol, suéter, vaqueros y zapatos tenis. Luce cómodo, descansado, indiferente. Coloco mi espalda recta, aliso mi vestido con mis manos en caso se haya arrugado un poco y lo espero. «Vamos a hablar como gente civilizada», me repito para no causar una mala impresión.
Oliver no tarda en advertir que estoy aquí, y pese a que al inicio tuve la esperanza de que caminaría hacia mí, que me saludaría y diría qué pasa, hace lo contrario y rodea la camioneta de Byron con tal de no verme de frente. «¡Oh, vamos!»
Y me ignora, abre la puerta del copiloto, murmura un «Tanto tiempo sin verte» y saluda a Robin fingiendo que yo no estoy presente.
Despertó al dragón.
—¿Es en serio? —grito—. ¿Y se puede saber por qué? —Me sigue ignorando—. No comprendo porque lo único que recuerdo es a ti mintiéndome.
Y duele.
Sin contestar, saca una botella de agua de la guantera, la abre y bebe tranquilamente el contenido.
—¡Oliver Odom! —insisto, histérica.
Y él, conservando la calma, levanta a Robin del asiento del copiloto, coloca un pequeño beso sobre su cabeza y entra con él a la camioneta sin importarle que yo demande una explicación.
—Esto es increíble —levanto con enojo mis brazos—. Vengo para que intentemos resolver las cosas y tú adoptas esa actitud —peleo con él dentro de la camioneta. Y por más que me coloco frente a esta para que me dé la cara, no lo hace—. ¿Ya no me quieres? —exijo saber, indignada. Si me va a matar que sea un golpe contundente.
No contesta.
Byron nos alcanza pronto, me saluda y luego entra a la camioneta del lado del piloto. Ya se marchan.
—Eres de lo peor —alego a Oliver—. ¿Este eres realmente? —Me siento enfadada—. Porque, ¡bien! No te quiero volver a ver —le advierto.
¿Cómo puede no valorar que tuve la iniciativa de buscarle? Por nadie más lo haría.
Procurando conservar un semblante serio, me aguanto las ganas de llorar y hago a un lado para que Byron pueda echar a andar la camioneta.
—Eso sí —recuerdo, volviendo a señalar a Oliver—. El pato también es mío. ¡Será custodia compartida, señor! —Oliver trata de suprimir una mueca—. Com-par-ti-da. ¡Nos vemos en los tribunales!
Byron rasca con incomodidad su frente, enciende la camioneta y se dirige a Robin:
—Tranquilo, nada de esto es tu culpa y sé que intentarán resolverlo de forma pacífica por ti.
—¡Y pobre de ti si lo pones en mi contra! —vuelvo a advertir a Oliver.
Paso el resto del día en el Cisne, sin dar explicaciones hago lo que me corresponde y al llegar a casa subo a mi habitación para llorar y jurarme no volver a buscar a Oliver. Es la primera vez que me parte el corazón. No volveré a contestar sus mensajes, recibirlo aquí o en el Cisne, hablarle... nada.
Aunque no hace falta. Pasan los días y no me busca, llama, envía mensajes... Tampoco me quiere ver.
De acuerdo, no está obligado a quererme, pero no puedo evitar preguntarme por qué. ¿Lo hace porque me marché de la televisora sin permitirle darme su versión? ¡Pero luego lo busqué! ¿Por entrometerme en lo del contrato? ¿Es porque respiro?
Vuelvo a pensar en eso el día de la final de El chef de oro. La mitad de la competencia se grabó y la mitad es en vivo. Compiten Dante y Boris tras una intervención de Oliver grabada en vídeo disculpándose por no poder estar ahí. Boris cocina mejor, no es egocéntrico y se deja querer. No obstante, para sorpresa de todos en casa, los jueces le dan el primer lugar a Dante.
Hay polémica. Se abren debates en televisión, radio y redes sociales; pues muchos aseguran que se le negó el primer lugar a Boris por ser abiertamente gay. La mayoría de patrocinadores ofrece productos de cocina, limpieza y línea blanca y hay que promover una «imagen familiar»
Stu y compañía niegan todo y defienden su decisión. Dante toma los contratos que dejó Oliver y graba anuncios de televisión, radio y hace apariciones públicas. Sin embargo, la realidad es que él no es Oliver. Podrá tener los mismos contratos y apoyo por parte de los productores, pero no el mismo carisma. ¿Y por qué no admitirlo? Tampoco tiene a su disposición a una perra para los negocios como representante. De manera que todo continua, pero con éxito moderado.
Boris, dejando atrás lo sucedido y porque siempre toma todo con humor, se decide a colocar una repostería con Porky como su socio. No se hablaban, me consta. Después de aquella noche en la discoteca se evitaban. No obstante, y esto no es sorpresa, cada vez los veo pasar más tiempo juntos.
—Tú merecías ganar —digo a Boris el día que él y Porky me visitan.
—Te prometo que gané —asegura colocando sus manos sobre mis mejillas para luego apretujarlas—. Pero lo que me trae aquí es otra cosa: El juez ya decidió como dividirá la custodia Robin —avisa.
—¿El juez? —pregunto y Porky se señala a si mismo. «Oh»
—Un fin de semana tú, uno Oliver —explica.
—¿Y quién tiene la custodia total?
—Oliver.
Me cruzo de brazos.
—Andrea, él solo tiene a ese pato —defiende Boris y accedo a regañadientes. Accedo pensando que él «solo tiene a ese pato» porque quiere. Yo intenté hablar—. Un día festivo tú, uno Oliver —continúa—. Y si alguno quiere tenerlo durante una fecha especial: un cumpleaños, boda, lo que sea, le avisará al juez con quince días de anticipación para evitar problemas.
Me parece razonable.
—Cada uno se hará cargo de la comida de Robin durante el tiempo que pase él y les aviso que está prohibido que le hablen mal del otro. Ni Oliver le hablará mal de ti a Robin, ni tú a Robin de él. Estamos conscientes de que esta situación sobre todo es difícil para él y cada decisión se tomará en su beneficio. ¿Usted qué opina, señora Evich? —le pregunta Boris a mamá que escucha todo desde la puerta. Esta, sin responder, regresa a la cocina murmurando de mala gana «Y el otro que les sigue el juego.»
—¡También tengo derecho a ver a mi hijo! —defiendo.
Los fines de semana que Robin pasa conmigo salgo del trabajo a mediodía y paseamos por la ciudad; cosa que tenía pendiente desde que me mudé. Lo llevo a visitar el parque, compartimos un helado, vemos conciertos al aire libre, nos tomamos selfies.
En la academia de baile todo marcha bien. Tuve que contratar una asistente porque cada vez tengo más alumnos. Por otro lado, me decidí y anoté en clases de teatro. Ahí he hecho amigos, Pipo y su perrita de nombre Sherlock son mis preferidos. Me gusta la gente excéntrica, la solitaria, la poco comprendida. Por último, y porque quién necesita a Oliver Odom, con tía Su, Abner, Bebote, Porky y Boris salimos a bailar los días que no doy clases o tengo ensayo.
El club de la botarga sigue en ascenso. Porky ha «movido» sus influencias, se asesoró y encontró la forma de volver legal el negocio. Pero poco a poco, «No hay prisa», le recuerda tía Su que no quiere fiscalización. Con esto les ayuda mi hermano. Resulta que Enzo estudió informática y tiene tablas en diseño gráfico. Gracias a mi padre sé que lo hizo para deshacerse de las páginas que distribuyen mi vídeo. Y de ese modo, a petición de Porky y tía Su, y conmigo dándole ideas, también diseñó modelos nuevos de botargas, además de un logotipo para el club.
—Está genial —lo felicito al dar mi punto de vista sobre el dibujo de una gallina con guantes de boxeo. La llamamos «Señora pico de acero»
—Me gusta ese nombre.
Y para que el público del club acepte a cada personaje uno siempre puede contar con Bebote.
—¡En esta esquina —anuncia viendo a todos los presentes—, pensando seiscientos kilogramos, con más huevos que cualquier gallo: SEÑORA PICO DE ACERO!
La gallina recibe ovaciones.
—¡Y en esta otra...
—De los nuevos el más exitoso continúa siendo Mr. Leche —Nos platica Porky. Él, Enzo y yo miramos desde una cabina la pelea. Aquí se instala Porky por ser el encargado de producción. Bebote es el animador y encargado de seguridad, Abner recolecta el dinero de las apuestas y tía Su se encarga de los policías—. Pero tus personajes si gustan, Enzo.
—Tengo muchos en mente —dice mi hermano encantado de poder apoyar.
—Y aquí tienes tu primer pago —anuncia Porky dándole una cantidad considerable.
—Oye, yo aporté ideas —me quejo.
—Y tu parte la recibe Oliver. Él es socio —cuenta Porky a Enzo.
—Pero él y yo ya no estamos juntos —Procuro que no duela decirlo.
—Pues a mí no me ha dicho que ya no puedes tocar lo suyo.
—¿Ah no?
—No. Aquí está su dinero de esta semana —agrega Porky sacando de su bolsillo un sobre de considerable grosor—. Mañana se lo iré a dejar.
—¿Por qué no se lo depositas? —opina Enzo.
—Se nota que son hermanos —suspira Porky en mi dirección.
—¿Entonces también es mi dinero? —insisto, ignorando su comentario burlón y Porky asiente. Cojo el sobre, lo abro y saco dos billetes grandes—. Pediré pizza para todos —aviso—, y dile a Oliver que si tiene problemas con eso, que venga y me lo diga.
Busco el teléfono para llamar a la pizzería.
—¿Siempre es tan ruda? —pregunta Porky a Enzo. Mi hermano suspira—. Por fortuna Oliver me dio permiso de llamarla Pollito.
—Él no es quien debe darte permiso —protesto.
—Y pese a eso nunca le caído bien —se sigue quejando Porky con Enzo.
—¿Por qué, Andrea? —Enzo me mira con reproche—. ¿Sabías que Porky creyó en bitcoins antes de que alguien más creyera en bitcoins?
Ya se unió a la secta.
—Sí, ya me lo habían dicho —hago girar mis ojos—, y Porky, tú no me molestas —aclaro poniéndome de pie para ir a llamar a otro lado—, me incomodas.
Y empiezo a alejarme hasta que tengo un momento de lucidez...
«Bitcoins»
Regreso sobre mis pasos.
—Tienes dinero —le digo a Porky.
—Poseo un capital considerable, sí —confirma, serio.
—¿Y lo has invertido? —Mi interés es genuino.
—Soy socio de Boris.
—Pero aún tienes dinero para invertir.
—No quiero sonar egocéntrico pero... sí.
Quién diría que le pediría un favor a «pantalones cortos de Naruto»
—¿Oliver no te ha platicado que quiere colocar su propio restaurante? —Me siento junto a Porky.
—No.
Dejo ver mi desanimo.
—¿Quieres que invierta con él? —me pregunta Porky y mi cara es un «Sí»—. Podríamos platicarlo.
—¿De verdad? Pero no aceptará si sabe que fue mi idea —Miro a Porky también pidiéndole ayuda con eso.
—Le comentaré que estoy interesado en seguir invirtiendo y quizá él me cuente.
—No eres mal tipo después de todo —Lo planto un beso en la mejilla a Porky y de nuevo me alejo para ir a esperar la pizza.
—¿Te puedo seguir llamando pollito? —me pregunta Porky antes de perderme de vista.
—¡No cuando esté enojada! —le advierto, seria.
—Fue mi ex —escucho que le cuenta a Enzo en lo que termino de salir de la cabina.
Me olvido del tema con el pasar de los días, procuro mantener mi mente despejada del tema Oliver, pero una noche mientras doy una clase, recibo el ansiado mensaje de Porky:
Funcionó, pollito. Oliver comprará la propiedad y yo le daré capital para el restaurante.
Sujeto contra mi cara el móvil agradeciendo que todo haya saliendo bien. Mejor que bien.
Y no te preocupes, no le diré que fue tu idea.
«Gracias.»
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