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1 | El desván

Tiempo.

Siempre he creído que era un concepto lineal.

El pasado marca el presente y éste a su vez el futuro, como fichas que se empujan, tirándose unas a otras y produciendo así la cadena de acontecimientos que conforman nuestra vida. Al menos, así era como lo veía yo.

Jamás imaginé que mi presente fuera desaparecer ni que mi futuro pudiera llegar a estar en un recóndito lugar del pasado. Es más, aún me parece de locos. Sin embargo, no lo es.

Pertenezco al siglo XXI y estoy en el XVII. No sé cómo ha ocurrido ni tampoco por qué aunque quizás lo primero haya tenido que ver con la brújula que curioseé mientras ordenaba el desván que se me había encargado aunque tampoco podría asegurarlo.

Por aquel entonces, en mi vida de 2018, trabajaba en una empresa de limpieza que yo mismo me había montado. Recuerdo que estaba siempre cansado y que nunca tenía tiempo para nada porque madrugaba demasiado y aceptaba todo tipo de peticiones, incluso las que implicaban limpiar excusados y espacios de fiestas malolientes, siempre y cuando me pagararan el desplazamiento, la manutención de los días requeridos en la higienización y el trabajo invertido en ella. Todo, por supuesto, en efectivo.

Lo hacía así porque necesitaba mantener la casa en la que vivía con mi hermano pequeño de quince años y, a parte, cubrir los gastos de los los centros de desintoxicación donde mi padre terminaba ingresado cada dos por tres.

—Te prometo que esta vez es la última, Jimin. —Solía decir siempre, con las dos manos juntas y las lágrimas resbalándose a borbotones por las mejillas—. Voy a seguir las terapias. Vas a ver. Conseguiré un buen trabajo para que puedas retomar los estudios universitarios. ¿No te gustaría?

—No te preocupes por eso, papá. —Tras tres años así, mi sueño de convertirme en médico había quedado tan en el olvido que ya ni siquiera lo extrañaba—. Céntrate en recuperarte.

No podía decirle otra cosa porque, pese a que me doliera reconocerlo, sabía que, aunque tenía buena intención, nunca abandonaría el círculo de drogas en que se había sumergido tras la marcha de mi madre. Nos quería, no lo dudaba, pero no era capaz de cerrar esa página y seguir adelante al igual que yo no era capaz de mirar hacia otro lado y dejarle a su suerte.

Y, precisamente, fue por costear el último de sus ingresos por lo que terminé en aquel desván antiguo.

"Buenos días, señor Park". La solicitud me llegó un lunes a primera hora de la mañana vía email. "Nos gustaría solicitar un servicio de limpieza para nuestro trastero" proseguía el mensaje. "El lugar es un espacio que apreciamos con todo nuestro corazón pues en él guardamos objetos de gran valor. Nos emocionaría muchísimo contar con su profesionalidad ya que pretendemos convertirlo en un museo y queremos saber si aceptaría y si podría empezar hoy. Le pagaremos el aporte extra que usted convenga debido a la celeridad".

No voy a mentir: aquel día lo tenía hasta arriba pero la posibilidad de conseguir el dinero que me hacía falta de una sola vez me pareció un milagro caído del cielo. Máxime cuando telefoneé al número que me habían dejado y la señora que respondió aceptó, con un trato exquisito, todas mis condiciones.

Así que allí fui, a un caserón situado a las afueras de Seúl, más cerca de la autovía que llevaba a los montes que de la propia ciudad, rodeado de una impresionante valla de metal automática, iluminada por focos y protegida por cámaras de seguridad a través de la cual se accedía al jardín más hermoso que mis ojos habían visto nunca.

—¿Park Jimin? —La voz de la mujer que me había atendido resonó a mi derecha—. Bienvenido a nuestra residencia.

Me giré. La señora, de edad avanzada, vestía un elegante traje de chaqueta y caminaba apoyada en un bastón de plata decorado con motivos marítimos que me llamó mucho la atención. Nunca había visto algo parecido.

—Es un gusto inmenso conocerte. —Sus arrugas se ensancharon al sonreír—. Gracias por la prontitud.

—A usted por contratarme —le devolví una inclinación de respeto—. Tiene una casa preciosa.

—Me honra que te guste. Es un legado que he tratado de cuidar.

Y vaya legado. Era de verdad impresionante.

Mi sensación de asombro fue en aumento mientras la seguí por el interior del edificio, arrastrando el carrito con los enseres de limpieza que había trasladado hasta allí en furgoneta. Estaba cargado de lujo hasta en el más mínimo detalle, con estancias que parecían salones de baile, cortinas de ensueño y mobiliario clásico de alta calidad. Sin embargo, fueron los elementos decorativos los que me abrieron la boca hasta el suelo.

Los cuadros retrataban galeones, navíos y barcos de estilo occidental propio de la antigüedad, con sus velas, sus armazones de madera y sus cañones. También había vitrinas con reproducciones de varios modelos, candelabros de oro por todas partes, catalejos de plata y cartografía de papel antiguo. Pero, sin duda, lo más impresionante fue ver la enorme calavera con dos espadas cruzadas bajo ella que descansaba sobre el centro de la mesa central.

—No he podido evitar observar los objetos que tiene. —No logré reprimir la curiosidad al tomar el ascensor, ubicado al fondo, rumbo a mi destino de trabajo—. ¿Su familia pertenece a la marina?

—Algo parecido. —Al llegar a la tercera y última planta, la señora sacó un manojo de llaves y se dirigió a la cerradura de una puerta oscura, ennegrecida por el paso del tiempo—. Hemos sido curtidos en altamar, diría mi abuelo.

La madera chirrió al abrirse. Dio la luz. El espacio, polvoriento y lleno de trastos apilados en estanterías, baúles, rollos de papel, lámparas viejas y un sin fin de objetos que no pude identificar me hizo toser al respirar. El aire era demasiado denso.

—Esta es la estancia que necesito que arregles, Park Jimin —me informó—. Tómate el tiempo que necesites.

No estuve mucho allí. En cuanto me quedé solo me di a la tarea de abrirme paso para poder meter el carro de productos. Retiré cosas y empujé varios muebles de almacenaje, entre ellos un estante que parecía vacío y del que cayó una especie de medalla grande, redonda y con una cubierta de cobre que rodó por el suelo.

La tomé entre las manos.

"Y aquel que buscaba un tesoro lo encontró en las manos de su enemigo".

Aquella frase, grabada en coreano moderno, captó mi curiosidad. Le quité la tapa. Solo me dio tiempo a ver las flechas de una brújula girar de forma vertiginosa unos segundos hasta detenerse en el norte.

Y ahí comenzó mi nueva vida.

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