Capítulo I
El comienzo del final
El sonido de las espadas de metal sonaban en todas partes. Gritos, gruñidos y gemidos. Las personas se jugaban su libertad y su vida en esta batalla. Hace un año que la rebelión contra el rey había comenzado y ahora están llevando al cabo el ataque al castillo. Este era el momento decisivo.
Un hombre alto, con pelo rojizo, avanzaba hacia el castillo con una ferocidad inimaginable. Sus ojos marrones mostraban fuerza y valentía. Su espadaba choca contra el de otros. Sin embargo, todos los que lo desafiaban perdían la partida. Sus estocadas eran precisas, magistrales y agresivas. Una combinación hermosa y a la vez monstruosa. Una imagen poética y aterradora.
Tras acabar con el último soldado que se le interponía y entró en lo que quedaba de una puerta. Caminaba con pasos rápidos por unos pasillos largos. No se fijaba en ningún momento en su alrededor. Estaba demasiado concentrado en la otra puerta que cada vez tenía más cerca. Detrás de ella está el causante del sufrimiento de los cuatro reinos. El que los mataba de hambre para él tener caprichos.
Empujó la puerta con fuerza y se paró. Delante de él estaba un hombre anciano con una armadura de plata. Una línea de sangre bajaba por su rostro En su cabeza aún conserva la corona. "No por mucho tiempo", pensó el pelirrojo. Se puso en guardia.
—La primera vez que te plantaste ante mí —empezó a hablar el rey —no eras más que un muchacho que vivían en la sombra de su padre. Tengo que reconocer que te he subestimado.
—Ríndase y le dejaré vivir —le interrumpió el otro.
—Esto ha comenzado con tu discurso, Héctor. Y también terminará con tu muerte —le respondió el anciano y desenvainó la espada.
No hacía falta ni una sola palabra más para que Héctor lance una estocada que el rey esquivó. El rey cogió el mango con las dos manos y dio un golpe. Héctor paró el golpe con su espada y lanzó otro. El rey retrocedió un poco para que la hoja cortante no le diera. Sin embargo, debido a su edad y su condición física, perdió el equilibrio por un segundo. Y ese mismo segundo fue el que aprovechó Héctor para darle un golpe en la cabeza con la espada. El rey cayó al suelo y el sonido de la corona cayendo al suelo de mármol retumbo en la sala. Héctor se acercó a su enemigo y le pisó la mano para que no pueda coger su espada. El rey lanzó un grito de dolor. De su frente brota la sangre y todo su cuerpo temblaba. Subió la vista para mirar a Héctor. Este tenía las dos espadas en su mano y ni se molestaba en ocultar el orgullo en su rostro. El orgullo de haber ganado esta guerra.
—Majestad, de este día en adelante usted se quedará en las mazmorras de este mismo castillo que usted consideró hogar en algún momento. Pero antes irá conmigo y mostrará su rendición delante de todos.
El rey bajó la mirada y formo una dura línea con los labios. No iba a aceptar que esto ocurriera. Antes de que pudiera meditar su respuesta, unas garras se clavaron en su hombro y una mano le quitó la armadura que protegía su pecho. Ahora sí que estaba completamente expuesto. Levanto la vista y se encontró con la cara medio humano y medio animal de otro hombre. Su nariz y sus orejas se parecían a los de un animal salvaje que vaga por un bosque. Pero su rostro y sus largos rizos negros eran como las de cualquier persona.
—¿Puede levantarse o le ayudo? Si quiere incluso le cargo en mi hombro —dijo el pelinegro con un tono de burla. Al ver la cara de molestia del rey, su sonrisa se amplió y eso dejó ver los dos pequeños colmillos que tenían en la boca junto con sus dientes normales.
—A buenas horas, Tomás —le dijo Héctor con un poco de reproche.
—No iba a destrozar tu momento heroico, Héctor —le respondió y levanto al rey con brusquedad. —¡Venga! Andando Majestad.
Y así, los tres hombres empezaron a caminar hacia fuera. Una mujer pelinegra con los mismos rasgos que Tomás se apresuró a su encuentro. Pero antes de que emitiera algún sonido, Tomás le interrumpió:
—Ronda, trae unas cadenas para el rey.
—Sí, no te preocupes. Estoy bien —dijo Ronda molesta. —¿También te traigo un licor de paso?
—Tal vez luego, hermanita —le contestó Tomás con una sonrisa.
—Vuelve a llamarme hermanita y te clavo mis garras en tu estúpida cara —le amenazó su hermana mostrando sus garras y colmillos.
—¿Podéis parar solo por hoy? —les pidió Héctor.
Los dos hermanos se miraron un momento y asintieron de mala gana. Le ataron cadenas a los tobillos y muñecas al rey.
—General, hemos enviado a los mensajeros a los otros tres reinos —le informó a Héctor uno de sus hombres. —También hemos enviado un mensaje al campamento informándoles de nuestra victoria. Lo más probable es que aparezcan aquí al anochecer.
—Buen trabajo, muchacho —le felicitó Héctor. —Ve a descansar. El castillo aún hay habitaciones que no han sido afectadas por las batallas.
El soldado agradeció la hospitalidad y se fue.
—Haces como si el castillo fuera tuyo —comentó el rey con asco.
—Bueno. Dentro de poco lo será —le replicó Tomás. —Hasta donde yo sé aquí en Sirial el trono es hereditario. Tu hijo mayor, Edmundo, murió en una de las batallas, así que ahora la heredera es la princesa Beatrix, quién está casada con Héctor. ¿O me equivoco?
—Todas y cada una de tus palabras son ciertas y sin ningún tipo de fallo, amigo mío —le respondió Héctor. Le hizo unas señales a algunos soldados para que se lleven al rey.
Se sentó en una roca que estaba en el terreno. Tomás le acompañó.
—Lo has logrado. Es verdad que el aprendiz supera al maestro.
—Nunca seré tan bueno como un verdadero keliandraniano —le dijo Héctor.
—Espero que seáis muy felices con Bea y con vuestro hijo.
—Bueno, no sabemos si va a ser niño o niña.
—Aun así os deseo lo mejor.
Héctor le sonrió a Tomás. Echaba de menos tener conversaciones que no siempre llevasen a alguna estrategia militar. Los dos se conocieron hace un año. Héctor vivía en la frontera de Sirial que conectaba con El Bosque del mar. Su padre era un mago que servía al rey y su madre una alquimista. Nunca supo muy bien cómo se enamoraron. Incluso había momentos en los que pensaba que ni se querían. Rara vez se dirigían la palabra y si lo hacían, terminaban discutiendo.
Tomás venía desde el sur, desde Keliandra junto a su hermana Ronda y sus padres, para pedir ayuda a los reyes. La gente de Keliandra tenía una situación más complicada que la de Sirial. Keliandra no es muy grande, pero está situado en uno de los puntos más fríos del mundo. Ellos dependen altamente de las cosechas de verano y de los productos de otros reinos. La gente se estaba muriendo de hambre.
Un día, Héctor y Tomás se cruzaron. Tomás venía enfadado, ya que el rey rechazo ayudar y los tachó de mentirosos. Empezaron a hablar y forjar una pequeña amistad. Sus conversaciones eran bastante peligrosas. Cualquier persona que se atreviera a estar en contra de cualquiera de las decisiones del rey, recibía la pena de cárcel como mínimo. Y en una de esas charlas los pilló la princesa Beatrix, que justo pasaba por allí. Era la segunda hija de la pareja real.
En un comienzo, Beatrix se oponía a los principios de los dos muchachos. Ella no sabía mucho de lo que estaba ocurriendo fuera del castillo. Pero después de que Héctor y Tomás le mostraran la realidad, ella estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para cambiarlo. Los tres convencieron también a la hermana menor de Bea, Wanda, para que se uniera a ellos. Empezaron a hacer reuniones secretas. Después de cada reunión, Héctor y Beatrix se quedaban un rato más charlando y así poco a poco empezaron a conectar. Tenían sus diferencias, pero no les importaba. El amor empezó a surgir entre ellos.
Crearon un plan para convencer a la gente para que se opusieran al rey. En una de las festividades, Héctor dio un discurso que hizo que la chispa de la rebelión se encendiera. Y el resto ya es historia.
El amor entre Héctor y Beatrix era cada vez más grande. Y ahora ella llevaba en su vientre a su futuro hijo. Ya estaba impaciente por tenerlo en sus brazos.
Los dos amigos siguieron charlando hasta que Ronda los interrumpió. Conducía con un brazo a una mujer encapuchada. Estaba atada de pies y manos.
—La encontramos en la mazmorra —les explicó Ronda. —No quiere decirnos quién es.
Ronda le quitó la capucha a la mujer dejando su rostro descubierto. Tenía un aspecto deprimente. Los huesos de su cara estaban muy marcados, al igual que sus ojeras. Estaba cubierta de polvo y suciedad. Su pelo negro le llegaba hasta la cintura. No parecía nada cuidada.
—¿Quién eres? —le preguntó Héctor con un tono un poco seco.
La muchacha levantó la vista. Miró directamente a los ojos de Héctor, pero no dijo nada
—Dínoslo o yo mismo te haré hablar con mi espada —le amenazó Héctor.
—Héctor, tranquilo —Tomás le puso una mano en el hombro. —Tú no sueles decir estas cosas.
Es verdad. No solía hacerlo. ¿Qué le pasaba? Aquella mujer no le hizo nada. No tenía sentido amenazarla. Sin embargo, no le importaba mucho. Hace unas semanas se habría sentido mal por decirle eso, pero las cosas han cambiado. Algo ha cambiado en él, pero no sabía si era por la guerra o por motivos más profundos.
—Llévala junto a los otros prisioneros —le ordenó Tomás a su hermana.—Si ella no quiere hablar, no va a hablar. Nosotros mientras tanto disfrutemos de nuestra victoria.
—Estoy de acuerdo —dijo de repente la prisionera. —Disfrutad de vuestra victoria. No durará mucho.
—Ya veo. Eres una sirvienta del rey o algo así —dijo Héctor.
—Antes preferiría morir —replicó la mujer con seguridad.
—Entonces, ¿quién eres? —le preguntó Ronda.
—Me llamo Dácil y soy una de las pocas supervivientes de la Matanza de las Brujas.
Todos se sorprendieron por aquella respuesta. Antes del reinado del rey, en el Bosque del Océano, vivían las brujas. Había muchas historias y leyendas de esas mujeres. Mucha gente les tenía miedo por sus poderes y otros simplemente sentían asco hacia ellas. No eran tan admiradas como los magos y magas. Unos seis años después del comienzo de su reinado, el rey ideó un plan para acabar con ellas. No se sabía muy bien cómo lo hizo, pero el ataque tomó a las brujas por sorpresa y masacraron a todas y cada una de las brujas. Mucha gente dice que este fue el único acto bueno que hizo el rey en todo su reinado.
—Hasta donde yo sé, no hubo supervivientes —dijo Héctor después de un largo silencio.
—Sí, las hubo —les aseguró la bruja. —Y yo soy una de ellas.
—¿Entonces hay más brujas por los cuatro reinos?
—Tal vez sí, tal vez no.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Tomás.
—No sé si las otras siguen vivas a día de hoy. El rey me capturó y me encerró en el calabozo.
—¿Y por qué no te ha matado?
—Puedo ver. . . fragmentos del futuro —le contestó Dácil. —El rey pensó que sería útil para él. También podría ser útil para vosotros.
—No me creo nada lo que dice —le susurró Tomás a Héctor. —He conocido muchos charlatanes y farsantes y todos dicen lo mismo. No creas ni una sola palabra.
Héctor asintió y le hizo un gesto a Ronda para que se lo llevara. Las dos mujeres empezaron a caminar, pero de repente Dácil se volvió hacia Héctor:
—¿No quieres saber lo que te va a pasar? ¿Ni siquiera lo que le va a pasar a tu hija?
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Héctor con los dientes apretados
—Ella será nuestra vengadora —dijo Dácil con tranquilidad.
Cerró los ojos y al abrirlos sus ojos se tiñeron a un color blanco brillante. Sus pupilas desaparecieron por completo. Su voz también cambió. Parecía lejana e hipnotizante:
—"Una niña nacida de una reina y un general tendrá tanto poder que será capaz de revivir una bestia que destruirá o unificará los cuatro reinos. Un llanto y un corazón roto serán las trompetas que anunciarán la llegada de la bruja más poderosa que jamás haya visto estas tierras".
Dácil sonrió triunfante, pero antes de siquiera poder volver a hablar, Héctor la cogió por el cuello y la tiró al suelo. Después, sacó su espada y le cortó el cuello.
Del cuello de la chica salían hilos de sangre como si fueran ríos, pero aún hizo un último esfuerzo por hablar:
—Sabrás que tengo razón, porque hoy mismo la tendrás en brazos.
Y con esto la bruja dejó de respirar y murió aún con los ojos abiertos.
Héctor le ordenó a unos soldados de que se lleven el cadáver. Su respiración estaba agitada y todo su cuerpo temblaba.
—Seguramente sea mentira —le aseguró Tomás. —¿Cuáles son las posibilidades de que eso ocurra?
La respuesta llegó más rápido de lo que pensaban. Una mujer corrió hacia ellos. Tenía el pelo negro con las puntas plateadas.
—¡Héctor! —le gritó.
—¿Wanda? —Héctor se sorprendió de ver a su cuñada allí. —¿Qué haces tú aquí? Deberías estar en el campamento junto a Beatrix.
—Justo traigo noticias de ella —su respiración estaba agitada. Cogió un bocado de aire y siguió. —Ha dado a luz a vuestra hija.
Héctor sintió como si le quitaran el suelo de debajo de sus pies.
No fue capaz de gesticular ni una sola palabra. Todos se quedaron sumidos en un silencio incómodo, hasta que Wanda vio el cadáver de la bruja que estaban arrastrando.
—¿Qué. . . ? ¿Quién es? ¿Qué. . . qué le ha pasado?
—Una bruja asquerosa. Nada más —le respondió Héctor, pero volvió a centrarse: —¿Dónde está, Bea?
—En el campamento —dijo Wanda con un susurro y sin quitar la vista de la muerta.
Sin vacilar, Héctor se echó a correr hacia el campamento. Estaba un poco lejos, pero no le importó. Escuchó unos pasos rápidos detrás de él. Echó una pequeña mirada hacia atrás y vio que Tomás le seguía. Volvió al frente y siguió corriendo. En unos minutos llegaron al campamento. Le preguntaron a la primera persona que encontraron sobre el paradero de Beatrix y este les indico que estaba en la tienda de campaña más grande.
Entraron rápidamente y se chocaron con una de las enfermeras. La enfermera levantó la cabeza molesta, pero entonces su mirada se encontró con la de Tomás.
—¡Tomás! —exclamó la mujer. —¿Estás bien?
—Sí, mi amor —le respondió Tomás y le dio un beso.
—Cleir, —les interrumpió Héctor— ¿dónde está Beatrix?
—En la cama. Acaba de darle vida a vuestra hija. Fue un parto un poco complicado, pero todo salió bien. Es una niña hermosa y sana.
Héctor le dio las gracias a Cleir y dejó a la pareja a solas, mientras él buscaba a su esposa. Atravesó una pequeña cortina que usaron para separar las estancias en la tienda y allí la encontró.
Acostada en una cama con la bebé en el pecho, estaba la princesa Beatrix. Vio a su esposo y una felicidad inmensa le iluminó el rostro.
—Amor mío, coge a tu hija.
Con pasos lentos se acercó a la cama y antes de que pudiera decir o hacer cualquier cosa, Bea le puso encima a la niña. Héctor observó a la pequeña criatura. Tenía la piel de un color rosita, la carita arrugada y los ojos cerrados. Poco a poco los abrió y observó a su padre.
—Heredó tus ojos —le dijo Bea con una enorme sonrisa.
La bebé extendió sus bracitos y tocó la barba rojiza de Héctor. Este solo observaba en silencio. Las palabras de Dácil resonaban en su cabeza. Beatrix se dio cuenta de que algo no iba bien.
—¿Todo bien? —le preguntó a su marido.
Este tardó unos segundos en contestar. Este debía de haber sido el momento más feliz de su vida. Estaba tan emocionado por el nacimiento de su hija. ¿Por qué ahora no lo estaba? Miró a Beatrix. Esta le miraba preocupada. Héctor forzó una sonrisa:
—Por supuesto
—¿Seguro?
—Claro. Hemos ganado la guerra y ahora tenemos una hija. Es el día más feliz de mi vida.
Como le hubiera gustado que esa última frase fuese real. Pero no lo era. En vez de felicidad, sentía miedo y preocupación. Y no era capaz de sentir ni una pizca de amor en ese momento hacia esa criatura que tenía en los brazos que compartía su sangre y que tal vez en un futuro sea capaz de derrumbar todo por lo que tanto ha luchado y por lo que tanta gente murió.
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