Capítulo 18
Año 1.512, finales de octubre – 508 años antes
Caeli llevaba dos semanas enferma.
Un mes después de celebrar su cumpleaños, la joven había empezado a encontrase muy mal. Hacía quince días que se despertaba cada mañana muy pronto, con náuseas y ardores en el estómago. Además, se sentía cansada y somnolienta.
Era como si no descansase suficiente.
Al principio sospechaba que era puramente estomacal. En los últimos días habían estado probando unas especias nuevas que Donato había traído de uno de sus viajes, y ambos creían que la joven se había intoxicado. Con el paso de los días, sin embargo, la ausencia de mejora empezó a preocupar más a su marido hasta tal punto que decidió recurrir a los mejores médicos de Turín para que diagnosticaran a su joven esposa. Ya había perdido al amor de su vida por veneno y no quería que Caeli siguiese el mismo destino.
Por suerte o por desgracia, el resultado de los análisis reveló que su caso era muy distinto.
—¡Enhorabuena, Conde! —anunció el doctor tras pasar casi dos horas con la paciente—. El malestar de su esposa tiene un origen muy diferente al que esperábamos.
—¿A qué se refiere? ¿Es algo benigno?
El doctor esperó a que Caeli saliese de la habitación donde la había estado atendiendo y tomase asiento junto a su marido para transmitirles la noticia.
La gran noticia que iba a cambiar sus vidas para siempre.
—Es una auténtica bendición en realidad —aseguró con entusiasmo—. ¡Van a ser ustedes padres! ¡Mi más sincera enhorabuena!
El médico acompañó a su felicitación de varios consejos para Caeli. La futura madre entraba en una nueva etapa de su vida en la que debía ser especialmente cuidadosa, y aunque era muy joven, era importante que cumpliese con algunas normas.
Normas que ni ella escuchó, ni tampoco él. Estaban totalmente en shock.
—¿Padres? —preguntó Donato con perplejidad un poco después, logrando con su sorpresa arrancarle una carcajada al doctor—. ¿Está usted seguro?
—Lo estoy, sí. Dios ha querido bendecirlos, y me alegro de que así sea, mi Señor. Estoy convencido de que la llegada de ese niño les hará muy felices.
El médico tardó más de lo que Donato hubiese deseado en dejarles, pero menos de lo que Caeli deseaba. La noticia la había dejado totalmente aturdida, pero a diferencia de su esposo, creía entender el motivo. Únicamente había tenido relaciones una vez en su vida, pero no había sido con Donato. Aquel fugaz encuentro con su amado Valentino parecía haber traído graves consecuencias a las que no sabía cómo hacer frente. Donato estaba profundamente dolido, se sentía traicionado, y no le faltaba razón.
Por suerte para Caeli, el Conde de Macello aguardó a que el doctor les dejase solos para romper su silencio. Un silencio que se cortaba como un cuchillo, pero que resultó ser mucho más doloroso para él que para ella. En el fondo, incluso en aquellas circunstancias, demostró ser un buen hombre. Se acuchilló frente a ella, con el corazón roto y los ojos teñidos de tristeza, y le cogió las manos para que le mirase a la cara.
—¿Me has traicionado? —preguntó con dolor—. ¿Es cierto, Caeli?
Y aunque por un instante tuvo la tentación de mentirle, no pudo. No se lo merecía. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas y rompió a llorar de puro sentimiento de culpabilidad.
—Lo siento —dijo con tristeza—. Lo siento mucho. Yo...
Donato cerró los ojos con pesar, asumiendo la respuesta. Le dolía enormemente lo sucedido y la humillación que comportaba. Era uno de los mayores golpes que le habían dado nunca. Sin embargo, por mucho que le doliese, no permitió que los sentimientos le nublasen la mente. No lo habían hecho hasta entonces, y no iba a permitir que lo hicieran ahora.
Apretó sus manos.
—¿Quién ha sido? —preguntó, endureciendo la expresión—. ¿Quién es el padre?
Caeli respiró hondo. En su memoria, aquella noche era algo confusa, pero recordaba perfectamente el rostro de Valentino. Su mirada, la forma en la que sonreía, sus manos recorriendo su cuerpo... sus labios susurrando en su oído.
Apartó la mirada, manteniendo los labios sellados. Jamás traicionaría a Valentino.
—Caeli, por favor —insistió Donato ante su silencio—, dímelo. Necesito saberlo.
—Yo...
—¡Dímelo!
Pero no lo hizo. Soltó sus manos y se puso en pie, con las lágrimas aún recorriendo su rostro, pero la expresión feroz. Estaba decidida.
—¡No! —sentenció—. ¡No voy a decir nada, así que no me preguntes más! Ha sido un error, lo admito, pero no pienso decir nada.
—Esto es mucho más grave que un simple error, Caeli —replicó Donato, apretando los puños con fuerza—. Eres mi maldita esposa, ¿es que no te das cuenta? ¡Estás embarazada y tú y yo no hemos intimado! ¡Te he respetado todo este tiempo! ¿Y todo para qué? —Sacudió la cabeza con furia—. ¡Jamás imaginé que fueras a hacerme esto! Esperaba mucho más de ti. Esperaba... —Chasqueó la lengua—. Estúpido de mí, esperaba que me respetaras como yo te he respetado a ti. Supongo que me he equivocado contigo.
Y dichas aquellas palabras, abandonó la sala, logrando que Caeli sintiese su salida como una puñalada en el corazón. La puñalada que ella misma le había clavado por la espalda.
Año 2.020, noviembre – 508 años después
Créssida descendió al subterráneo con Abadón. Sujetaba con firmeza su cuchillo con una mano, mientras que en la otra llevaba un pequeño tubo de ensayo con una mezcla explosiva que ella misma había fabricado meses atrás. Dudaba tener que usar ninguna de las dos armas, pero dadas las circunstancias, no le tembló el pulso al empuñarlas. Ni a ella, ni mucho menos a Abadón, que en aquel entonces mostraba con fiereza su forma lobuna. Sabían que más allá de las escaleras podrían encontrar cualquier cosa, que Antonella les estaría esperando, y no se equivocaban. La anciana estaba allí, de pie bajo el umbral de la puerta, con los brazos en cruz y la mirada fija en el techo, como si mirase al cielo. A sus pies había manchas verdes, al igual que en sus dedos y en sus ropas, y tras ella, en la antigua bodega, varios botes de pintura y un cuaderno.
Había sido ella. Ella había dibujado los círculos y ahora era una estatua de piedra. Una como las que había estado cuidando durante días en la bodega, con la diferencia de que en su rostro no había miedo alguno, sino determinación.
Fortaleza y valor.
Había hecho lo que debía.
Abadón se adelantó, pasando junto al cuerpo de la anciana para comprobar que no hubiese ninguna amenaza en la bodega. La postura desafiante de Antonella daba a entender que su juego había llegado a su fin, pero quería asegurarse. Después de todo lo que había sucedido, no quería más sorpresas. Por suerte, no tardó demasiado en confirmarlo. Recorrió toda la sala rastreando el hedor de la magia y tras asegurarla, regresó a la entrada, donde Créssida ya se encontraba cara a cara con la aprendiz de Eva. Dentro del bolsillo de su delantal descubrió una nota. La sacó con cuidado, tratando de evitar el contacto, y al extenderla encontró tan solo tres palabras y el dibujo de una media luna.
"Te estamos esperando."
Créssida regresó a la iglesia al amanecer. A aquellas horas Bianca ya estaba profundamente dormida mientras que su padre permanecía despierto, a su espera. La bruja le había recomendado que no lo hiciera, que era probable que tardase en volver, pero incluso así había preferido hacerlo. Se sentía tan agradecido y a la vez tan preocupado por lo que estaba pasando que era incapaz de conciliar el sueño.
Adriano se levantó para recibirla nada más llegar. Esperó a que cerrase la puerta y acudió a su encuentro, con una sonrisa nerviosa en el rostro. Resultaba curioso, incluso con el rostro teñido de sombras, Adriano Messina resultaba muy apuesto.
Demasiado incluso.
Créssida le saludó con un ligero ademán, demasiado cansada como para detenerse a hablar, y se adentró en la iglesia, dispuesta a subir a la planta superior. Para su sorpresa, encontró a Bianca en uno de los bancos, tapada con una manta.
Aquella imagen la detuvo en seco.
—¿Por qué está aquí? —preguntó con sorpresa.
Adriano palideció.
—Usted dijo que podíamos venir, así que ...
—No, no me refiero a la iglesia, sino a que por qué está durmiendo en el banco. Súbala a mi habitación, estará más cómoda.
—¿Pero y usted?
Créssida sacudió la mano, restándole importancia.
—Me las apañaré, acuéstela arriba, ¿de acuerdo? Y duerma un poco, le necesito despejado.
La bruja subió a la siguiente planta y se encerró en el salón. Al fondo, cubierto una sábana blanca, había un pequeño sillón en el que tuvo la tentación de tumbarse. El día empezaba a ser demasiado largo. Sin embargo, no tenía tiempo para dormir. En lugar de ello, sacó su tiza negra y empezó a trazar símbolos en el suelo.
—Esto no va a acabar nunca...
Créssida se descalzó, situó las velas en los vértices y tomó asiento en el suyo, con los ojos cerrados y las piernas cruzadas en posición de meditación.
Empezó a llamarlas... susurró sus nombres, arrancándolos de la oscuridad de la noche... y las brujas acudieron a su encuentro.
Pero no todas.
La llama de Beltaine se sacudió con la llamada, tratando de alcanzar a su dueña, extendiendo el grito de Créssida por todo el mundo espiritual, pero ella no respondió. Su rostro no apareció entre el fuego... su desagradable voz no rompió el silencio.
Arianne y Lucil, sin embargo, sí que lo hicieron. Ellas acudieron a su encuentro, y tras varios minutos de angustiosa espera, comprendieron lo que significaba aquella ausencia.
—Créssida, dime que hay un motivo —murmuró Arianne—. Dime que no es verdad.
—Yo prefiero que no me mientas —replicó Lucil—, y que me digas de qué debo protegerme. Esto es una cuenta atrás. Éramos cinco, ahora quedamos tres. ¿Cuánto tardaremos en ser dos?
Créssida pasó las siguientes horas tratando de localizar a Beltaine. La bruja no daba señales de vida, por lo que recurrió a varios viejos amigos para intentar localizarla. Hombres y mujeres que se habían cruzado en su vida durante algunas de las visitas que había hecho a su amiga en Sevilla y de los que guardaba buenos recuerdos. Personas que, por desgracia, no supieron responder a su pregunta. Si Beltaine estaba viva, nadie lograba contactar con ella.
Aquella situación crispaba los nervios de la bruja. Después de haber perdido a Eva, el saber que era posible que Beltaine se hubiese sumado a la lista resultaba insoportable. Necesitaba comprobarlo por sí misma, pero sabía que no era sencillo. España estaba lejos y viajar hasta allí le conllevaría demasiado tiempo. Además, las cosas tampoco estaban tranquilas en Turín. Aunque renegase de su papel como consejera, no podía permitir que el enemigo matase a Mael.
Así pues, estaba confusa. Necesitaba ordenar sus pensamientos, pero ni tan siquiera sabía por dónde empezar. Bianca y Adriano estaban en la iglesia, había dejado al Duque tirado en su sala de estudio, desatendido, y seguía con el brazo y el hombro petrificados. Antonella había colaborado con las brujas... y ella no entendía nada. Absolutamente nada.
Demasiado agotada para dar solución a sus dudas, decidió dormirse un rato en el sillón. Era tremendamente incómodo, pero no tenía ganas de compartir con Bianca su cama. Además, necesitaba estar sola.
Necesitaba sumirse en el silencio absoluto y desconectar...
Y durante tres horas lo consiguió. La mente de la bruja quedó en blanco y logró descansar, dejando momentáneamente apartadas sus preocupaciones. Créssida se sintió volar en el mundo de los sueños, y poco a poco fue recuperando parte de la energía que había consumido durante aquellos días. Sin embargo, su paz duró poco. Un grito rompió su descanso, y para cuando quiso ser consciente de qué estaba pasando, alguien la estaba llamando.
Exigía su presencia.
Abrió los ojos a la iglesia y comprendió con agotamiento que se había quedado dormida. Se incorporó con lentitud en el sillón y se frotó los ojos. Volvió a escuchar su nombre.
Alguien la llamaba desde la planta inferior. Alguien que parecía muy nervioso.
Créssida salió del salón y descendió a la planta inferior, donde el Duque discutía acaloradamente con Adriano Messina. El aprendiz de Hades le miraba desde lo alto, con los ojos encendidos y los puños muy prietos, como si ansiase golpearle de un momento a otro. Messina, sin embargo, se limitaba a mantener la compostura. Resultaba complicado controlarse cuando el hombre que le estaba gritando era el mismo que le había expulsado de su hogar. Y lo que era aún peor, sus acusaciones de intento de asesinato eran falsas. No obstante, a pesar de todo, Adriano se mantenía firme tal y como siempre había hecho, demostrando una vez más por qué Eva le había elegido compañero de vida.
—Mael —llamó Créssida desde el último peldaño, logrando con su intervención convertirse en el centro de atención de ambos—. Mael, ¿podrías dejar de gritar de una maldita vez? ¡Estás en mi maldita casa! Además, me vas a provocar dolor de cabeza.
Su comentario logró arrancarle una sonrisa a Adriano, que rápidamente bajó la mirada al suelo. Mael, por el contrario, no pudo más que lanzar una maldición entre dientes.
—¿¡Qué demonios hace él aquí!? —repuso—. ¡Le expulsé de mi fortaleza!
—Soy consciente de ello —confirmó ella, bajando el escalón para acercarse—. Precisamente por ello no está en tu fortaleza, está en mi iglesia.
El rostro del Duque de Turín empezó a crisparse de puro nerviosismo. Nunca le había visto tan tenso, ni tan siquiera después de apuñalarle.
Consciente de que la situación no iba a mejorar por mucho que dijera, Créssida pidió a Messina que se retirase a la planta superior. Él dudó por un instante, sin tener claro si debía dejar a la bruja a solas con Mael, pero obedeció. Ascendió las escaleras y, cumpliendo con sus deseos, se encerró en la cocina, dejándoles algo de intimidad.
Ya a solas, Créssida apoyó la mano sobre el antebrazo de Mael y le guio hasta la entrada, alejándolo lo más posible de las escaleras. Teniendo en cuenta su estado de ánimo, le veía capaz de decir cualquier cosa.
—Tranquilízate, ¿quieres? —le pidió—. No estoy para peleas, y mucho menos en mi propia iglesia. ¿Se puede saber qué te pasa?
—¿Que qué me pasa? —Mael parpadeó con perplejidad—. ¿¡Me tomas el pelo!? ¡Han intentado asesinarme y han saboteado mi maldita fortaleza! ¡Joder! ¡Han estado a punto de enviarme al infierno, y ha tenido que ser alguien de dentro! Ese puto Messina, estoy convencido. Está dolido por lo de su amante, y lo puedo entender, pero...
—Su esposa —corrigió Créssida, cruzándose de brazos—. Eva era su esposa.
La noticia logró sorprender a Mael, pero no lo suficiente como para hacerle olvidar su enfado. Sacudió la cabeza, restándole importancia, y siguió hablando.
—¡Como sea! ¡La cuestión es que ese maldito cerdo ha intentado asesinarme y mi consejera, en vez de apoyarme, se lo mete en su casa! ¿¡Es que estamos locos!? Y sin olvidar, claro, que hace unas horas me dejaste tirado en mi despacho. Joder, podría haberme dado un infarto y te dio igual. Me dejaste en el suelo, sin más.
—¿Realmente crees que podría haberte movido? —Créssida arqueó la ceja con sorpresa—. Mírate y mírame, eres enorme.
—¿¡Y qué!? ¡Deberías haber pedido ayuda!
—Sabía que estabas bien —aseguró Créssida—. Lo comprobé, te lo aseguro.
—Permíteme que lo dude.
La bruja se encogió de hombros.
—Duda lo que quieras, que no dejará de ser cierto. —Apoyó la mano sobre su pecho, a la altura del corazón. Le latía acelerado—. Que no quiera ser tu consejera no implica que no lo sea. No te habría dejado morir, al igual que no lo permití con lo de la caja, ¿recuerdas? —Se levantó la manga para mostrarle el antebrazo petrificado—. No me ha salido gratis precisamente.
—Lo sé —respondió Mael, rebajando un poco el tono—. Lo sé, y te estoy muy agradecido, lo sabes.
—Lo sé —aseguró ella—. Así que no me vengas con que no te protejo, porque hago lo que puedo. Ah, y sobre Messina, te aseguro que él no está tras lo ocurrido, te lo aseguro. Fue Antonella Carpio quien dibujó los círculos de magia.
—¿Antonella Carpio? —Mael frunció el ceño—. ¿Y quién demonios se supone que es esa?
Un asomo de sonrisa se dibujó en los labios de la bruja al percibir un ligero cambio en su expresión. Aunque mantenía la defensa alta, poco a poco se estaba relajando, suavizando así sus rasgos. Por lo visto, los arrebatos le duraban poco.
—La antigua ama de llaves y antigua aprendiz de Eva. Un intento de bruja. —Créssida negó con la cabeza—. No entiendo qué ha pasado, pero la encontré en la bodega subterránea, donde había estado velando los otros cuerpos petrificados, con los botes de pintura y los pinceles. Tenía las manos y la ropa manchada de verde.
—¿¡Cómo!? —Mael palideció—. ¿¡Y qué has hecho con ella!? ¿¡No te la habrás metido en casa, no!? ¡Capaz eres!
La bruja negó con la cabeza. Se lo había planteado, pero por el momento la había dejado donde la había encontrado, junto al resto de cuerpos.
—Para tu tranquilidad, te diré que sigue estando en tu fortaleza... y petrificada, por cierto. —Dejó escapar un largo suspiro—. Oye, Mael, sé que estás nervioso con todo esto que ha pasado, pero necesito que te serenes. Hace unas horas contacté con el resto de las brujas y no logro dar con Beltaine. No estoy segura, pero es posible que...
—¿¡Crees que han podido matarla!?
El enfado desapareció por completo del rostro de Mael, dejando paso a una expresión de sincera preocupación. Una expresión que sorprendió enormemente a Créssida pues, aunque hubiese sido fácil pensar que era fingida, se parecía demasiado a la de su padre como para no ser real. La bruja creyó ver a Valentino en él, y por un instante no supo qué decir.
—Lo creo, sí —confesó—. Y sé que no debería, que me necesitas aquí, pero tengo la sensación de que si no voy en su búsqueda no podré perdonármelo nunca. España está lejos, pero si me das unas semanas...
—Iré contigo.
—¿Conmigo? —Créssida parpadeó con incredulidad—. ¿Cómo que vas a venir conmigo?
—¿No es obvio? Esas brujas a las que buscas han intentado matarme: esto ya no es solo tu problema. Así que sí, voy contigo, dejaré a Axael al mando. En el fondo, España no está tan lejos.
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