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Capítulo 14

Año 1.512, agosto – 508 años antes


No era una mala persona. Le aborrecía enormemente cuando intentaba seducirla y el contacto físico eventual entre ellos la repugnaba, pero admitía que no era una mala persona. De hecho, podría haber sido mucho peor. Por lo que había oído durante sus viajes, los nobles de otras localidades no eran tan comprensivos ni tan obsequiosos. Tomaban lo que querían, cuando querían y todas las veces que les apetecía, sin límite. Se creían los dueños de todo y actuaban como tal.

Por suerte, Donato Marino no era así. La había obligado a casarse con él en contra de su voluntad, pero nada más. Ni la había obligado a acostarse con él, ni tampoco a dormir en la misma cama. De hecho, le había planteado la posibilidad de vivir en la otra ala de la fortaleza hasta que se sintiese cómoda. Porque, aunque ella no fuera consciente de ello, la iba a conquistar. O al menos eso decía cada noche mientras cenaban juntos en el jardín, claro.

Donato era un hombre peculiar. Físicamente no le atraía, pero tenía una personalidad muy seductora. Era divertido y cariñoso, además de educado y tremendamente obsequioso. Siempre la trataba con gran dulzura, le correspondiera ella o no, y no había nunca una mala palabra en su boca. Además, siempre que salía de viaje le traía regalos que evidenciaban que empezaba a conocerla. A Caeli no se la conquistaba con vestidos ni perfumes: lo suyo eran las monturas rápidas, las botas de montar y los libros.

Y siempre que partía, volvía con un nuevo volumen bajo el brazo.

Así pues, aunque durante las primeras cuatro semanas había permanecido oculta en la otra punta del castillo, el tiempo había ido calmando los ánimos hasta tal punto que había decidido instalarse en su habitación. Y lo había hecho durante una noche de tormenta, cuando los crujidos del mobiliario y la soledad la había asustado hasta el punto de acabar buscando cobijo a su lado.

A partir de aquella noche, Caeli no había regresado a su habitación. Dormían el uno al lado del otro, sin rozarse, pero con la seguridad de que él cuidaba de ella... y en cierto modo, ella de él.

Su relación fue cambiando durante los siguientes meses acabar convirtiéndose en amigos. Donato se mostraba encantador con Caeli, y ella, en cierto modo, se dejaba querer. Se mantenía firme en su posición de que no se sentía atraída por su marido, pero él parecía aceptarlo. E insistía... "tarde o temprano te conquistaré..."

Sin embargo, las cosas no iban a cambiar. Aquellos meses les habían hecho unirse, pero nunca llegarían a pasar aquella línea. Caeli no dejaba de ser una niña, y por mucho que pudiese llegar a apreciarle, estaba enamorada de Valentino.

Su amado Valentino Leone.

A veces soñaba con él. Caeli se sentía profundamente defraudada porque no hubiese detenido su boda, pero aún más porque no la hubiese ido a ver. Decían que su padre lo había enviado a Francia temporalmente, para que se formase, pero ella estaba convencida de que, si realmente hubiese querido, la habría ido a ver. Ella lo habría hecho...

Lamentablemente, no había ni rastro de él, y aunque por las noches a veces se lo encontraba y olvidaba lo mucho que le odiaba durante el día, al siguiente amanecer la sensación de traición y engaño volvía a cegarla.



Año 2.020, noviembre – 508 años después



Los primeros rayos de luz del amanecer despuntaban en el cielo cuando Créssida y Abadon llegaron a la fortaleza de Turín. Había sido una noche extraña. La bruja había intentado descansar, siguiendo el consejo del nuevo Duque, pero ni ella ni su guardián habían logrado conciliar el sueño. Tenían demasiado presentes sus palabras como para no preguntarse si realmente les estarían tomando el pelo. Al fin y al cabo, ¿qué otra forma había de entrar en el Infierno?

Créssida estaba convencida de que les habían mentido. Era evidente que el Duque quería ganarse su simpatía, y parecía dispuesto a todo. Y dentro de ese todo, Créssida incluía el engaño. No obstante, quería verlo con sus propios ojos. Mael ya le había boicoteado el ritual, así que más le valía darle una buena solución si no quería que se enfadase de verdad.

Axael les estaba esperando en el patio cuando llegaron. Créssida desmontó, permitiendo así que Abadón tomase su forma de gato, y juntos se encaminaron hacia la fortaleza, en cuyo interior se respiraba calma. El personal seguía durmiendo. El guardián los llevó hasta la torre del Duque, evitando los pasadizos donde había vigilancia para pasar lo más desapercibido posible, y ascendieron las escaleras hasta la penúltima planta, donde Mael ya les esperaba en una estrecha sala de estudio sin ventanas.

Les saludó con un ligero ademán de cabeza desde el escritorio, donde observaba de pie un mapa estelar. Se frotó el mentón, pensativo, y cogió la pluma que había junto al documento para pintar en tinta negra algo en su superficie. Volvió a mirarlo, incorporándose para poder verlo desde lo alto, se volvió a frotar la barba y asintió para sí mismo.

Finalmente centró la atención en los recién llegados.

—Vaya, te han podido las ansias, ¿eh, bruja? —Ensanchó la sonrisa, profundamente satisfecho—. Estupendo. Por suerte para ti, he dado con la clave. Axael, Abadón, si sois tan amables de dejarnos un momento a solas...

Los guardianes salieron, y a cerrar la puerta la oscuridad se apoderó de todo por un instante. Unas décimas de segundo en las que Créssida quedó totalmente ciega. Por suerte, la luz no tardó en regresar en forma de firmamento. Diseminadas por las paredes, el techo y el mobiliario, cientos de estrellas les envolvían, cubriendo de una agradable luminiscencia dorada cuanto les rodeaba.

Era un bello espectáculo. La oscuridad reinante no era natural, era producto de una magia muy diferente a la de Créssida, pero tan poderosa que logró ganarse su respeto.

—Empiezo a creer que sabes más de lo que aparentas —dijo, dedicándole un asomo de sonrisa—. ¿Qué es? ¿Ilusionismo?

—Digamos que es un truco de magia —respondió él—. Pero nada importante.

—¿Significa eso que eres un mago?

Mael respondió con una carcajada. No era un brujo, era evidente, pero tampoco un astrólogo normal y corriente. Era mucho más... pero no un mago. Simplemente era diferente.

—No significa nada —sentenció, e hizo un ligero ademán de cabeza para que se acercase a la mesa. Señaló el mapa estelar—. Pero vamos a lo que vamos, que supongo que tienes prisa. ¿Ves esto que tengo aquí? Parece un mapa estelar normal y corriente, con sus estrellas, sus constelaciones, bla, bla, bla. Apasionante. —Dibujó una sonrisa sarcástica—. Y ahora mismo debes estar pensando en si te voy a volver a meter un rollo sobre las estrellas... ¡y sí! Has acertado, aunque esta vez será un tanto diferente. Antes de que lo preguntes, te diré que estas estrellas no las puedes encontrar mirando al cielo.

—¿Y eso? —respondió Créssida con interés—. ¿Están muy lejos?

—Muchísimo, y a la vez muy, muy cerca. —Mael le guiñó el ojo—. Supongo que te habrás fijado alguna vez que mientras navegas por el Estigia, le agua emana una suave luminiscencia verde. Es algo tenue, pero siempre está presente. Y dirás... ¿de dónde sale esa luz? Pues bien, las estrellas son la respuesta. Según cuenta el propio Hades, tras heredar el Inframundo y convertirse en su Gran Señor, decidió hacer algún que otro cambio de cara a mejorar lo que a partir de entonces sería su Reino. El Inframundo era un lugar muy vasto con grandísimas posibilidades, pero con una iluminación prácticamente inexistente. Es lo que tiene estar bajo tierra. Así pues, se puso manos a la obra y creó una réplica del firmamento en el subsuelo, para poder iluminar su nuevo hogar desde las profundidades. Una auténtica obra de ingeniería cuyos planos, como ves, tengo aquí mismo. —Ensanchó la sonrisa con orgullo—. Y dirás, ¿qué utilidad podría tener?

Créssida desvió la mirada hacia el mapa estelar, adivinando de inmediato sus intenciones. No era la primera vez que oía hablar de la posibilidad de "apagar" las estrellas. En el pasado, ella misma se había planteado aquella posibilidad en un intento desesperado por escapar del mundo.

Lástima que no lo hubiese conseguido.

—Vas a crear un punto ciego en el Reino de los Muertos para poder entrar sin ser vistos, ¿verdad? —adivinó—. Vas a mover una de las estrellas.

—¡Santo Hades, sí que eres lista, sí! —respondió Mael con sorpresa. Parecía algo decepcionado—. Y yo que quería sorprenderte.

—Si realmente logras hacer eso, ten por seguro que me sorprenderás. ¿Vas a usar uno de tus trucos de magia para tapar una estrella?

Mael recuperó la sonrisa.

—Un mago nunca revela sus trucos... pero digamos que sí. Dame una hora y espérame en el Estigia, con Caronte. Ah, y ponte ropa cómoda, la vas a necesitar.



Una hora después, Créssida, Abadón, Mael y Axael subieron a la barca de Caronte con la Laguna de las Nereidas como objetivo. No era un lugar de visita habitual, pues hacía tiempo que las aguas se habían envenenado y sus habitantes habían mutado a seres no demasiado amigables, pero que Caronte conocía a la perfección. De hecho, solía visitarlas de vez en cuando, las semanas de menor trabajo.

Así pues, remontando el Estigia, el barquero les llevó río arriba, adentrándose en unas profundas cavernas rojizas que Créssida no había visitado jamás. Navegaron por los canales durante dos horas, escuchando el rugido del dragón submarino alertarles cada cierto tiempo de que iban en contradirección, hasta alcanzar el cruce de caminos que daba a la ruta deseada. Caronte hundió el remo en el río, hizo girar la barca con la fuerza de su propio cuerpo, y se adentraron en un túnel de aguas salvajes, iniciando un rapidísimo descenso.

—¡Atentas, almas impías! —exclamó Caronte—. ¡Esto se pone interesante!

Tal era la velocidad a la que avanzaban y la brusquedad de las sacudidas que golpeaban la barca que, incluso sujetándose con todas sus fuerzas, Créssida acabó cayendo al agua. La estabilidad era inexistente. La bruja se sumergió unos metros, empujada por la fuerza del río, y fue arrastrada por la corriente a lo largo de varios minutos hasta la cascada que daba a la laguna. Trató de nadar contracorriente, en un intento desesperado por volver a la barca, pero no sirvió de nada. La corriente la arrastró y salió disparada por el borde.

Su grito resonó por toda la caverna.

Inmediatamente después, la bruja cayó a plomo en las aguas negruzcas, donde rápidamente varios brazos huesudos la arrancaron de las profundidades para llevarla hasta la superficie. A aquellas alturas Créssida estaba ya tan confusa que apenas fue consciente de que se estaba moviendo. Simplemente se dejó arrastrar hasta que, al volver en sí, descubrió que estaba rodeada de esqueletos con largas cabelleras de colores.

Esqueletos que jugaban a rodearla y salpicarle agua pútrida entre estruendosas carcajadas.

—¿Pero qué demonios...? ¡Eh, soltadme! ¡Soltadme ahora mismo!

Furiosa, la bruja desenfundó su cuchillo, amenazante, gesto que hizo reír a carcajadas a las nereidas. Poca carne quedaba en la que hundirlo. Por suerte, antes de que la disputa fuese a más, Caronte apareció en la laguna. El barquero navegó con rapidez hasta la bruja y, tras ahuyentar a las nereidas con el remo, la ayudó a subir.

Estaba calada de agua negra y maloliente hasta los huesos.

—No pongas esa cara, querida bruja —exclamó Caronte, dedicándole una amplia sonrisa—, al menos no te han comido viva, ¡algo es algo!

—Además, en el fondo te has divertido —aseguró Abadón—. Que nos conocemos...

Créssida sonrió. En el fondo, no podía negar lo contrario.




Navegaron hasta la orilla del lago, donde se despidieron del barquero con la promesa de que le llamarían cuando necesitasen volver. Esperaron a que remontase la cascada hundiendo el remo en las aguas y, una vez a solas, se tomaron unos segundos para situarse. La Laguna de las Nereidas era un lugar tan sombrío y con tan poca iluminación que, más allá de la superficie del lago y el aro de tierra negra que lo rodeaba, no parecía haber nada.

Pero que no lo vieran no implicaba que no existiera. Aunque sumidas en las tinieblas, los gritos y cánticos enloquecidos de las nereidas consumidas por el veneno resonaban con fuerza por toda la cueva, llenándola de un insoportable y demencial himno sin fin capaz de hacer perder la cabeza a cualquiera. Por fortuna, su estancia allí fue breve. Mael localizó al fin dónde se encontraban y, ordenando a los guardianes que adoptaran la forma de dos caballos, los cuatro se adentraron en uno de los túneles de la cueva, dejando atrás no solo la laguna, sino también la luz.




—¿Crees que se darán cuenta?

—¿De esto? Tardarán bastante, si es que lo llegan a descubrir. Esta zona lleva vacía mucho tiempo. Aquí llegaban los seguidores de un dios ya perdido en el tiempo. ¿Te suena Ghatanothoa?

El túnel los llevó hasta lo alto de un desfiladero desde donde se podía ver parte de la Tierra de los Muertos. Un vasto lugar sin final aparente en cuyo interior millones de almas moraban atrapadas en la eternidad.

Visto desde la lejanía, el Infierno parecía un lugar tranquilo, dividido en diferentes secciones cuyos habitantes habían creado en base a sus recuerdos. Había una zona muy boscosa, donde las almas moraban salvajemente entre la naturaleza, y otra en la que había recreada una ciudad. Otra estaba llena de granjas, y otra de pueblos de pescadores. En definitiva, había tantos escenarios como posibilidades, lo que lo convertía en un lugar difícil no solo de gestionar, sino también de explorar. Eva podría estar en prácticamente cualquier lugar.

Descendieron a través de una escalinata de piedra ahora sumida en la oscuridad total hasta una zona en ruinas donde tan solo habitaba el silencio. La ausencia de luz les hacía invisibles, pero también más vulnerables. Axael y Abadón les custodiaban, pero era evidente que ellos tampoco se sentían cómodos en la oscuridad total. No estaban acostumbrados.

Recorrieron las ruinas en silencio, tratando de hacer el menor ruido posible, hasta alcanzar la gran verja metálica que daba acceso al Mundo de los Muertos. Un lugar ahora totalmente vacío, con la puerta cerrada con candado y el polvo acumulándose en los barrotes, donde siglos atrás había habido larguísimas colas.

Se detuvieron junto a la entrada para comprobar el candado. Era del tamaño de la cabeza de Créssida y estaba firmemente sujeto por varias cadenas de aspecto imponente. La bruja lo sacudió suavemente, comprobó la cerradura y trató inútilmente de abrirlo con su cuchillo.

—Imagino que tenías esto en mente —le dijo al Duque, dejando el candado en su lugar—. La verja tiene más de cinco metros de altura: a no ser que pretendas que trepemos, la cosa está complicada.

—¿Si chasqueas los dedos no puedes hacerlo volar por los aires?

La pregunta logró hacerla reír.

—Pero ¿tú qué te crees que soy? ¿Una hechicera?

El aprendiz se encogió de hombros.

—Empieza a no quedarme demasiado claro el concepto de bruja... ¿te dedicas solo a hacer rituales y pócimas? —Negó con la cabeza—. Pues qué aburrido, ¿no? Anda, retrocede.

Mael no esperó a que Créssida se apartase para alzar la mano y chasquear los dedos. Un simple e inofensivo gesto en apariencia que, aunque en un principio no sirvió de nada, rápidamente provocó que tanto la bruja como Abadón se quedasen boquiabiertos. El suelo a sus pies se quebró y de su interior surgió una gruesa enredadera llena de espinas que reptó hasta el candado. Se introdujo en su interior, retorciéndose sobre sí misma, y tras unos segundos de espera, logró abrir la cerradura, liberando así la entrada. El cerrojo cayó sobre la enredadera, que lo rodeó como si de un tentáculo se tratase, y lo arrastró de regreso a la tierra, donde desapareció por donde había aparecido. Mael apartó entonces las cadenas, empujó suavemente una de las puertas y dio un paso al frente, poniendo pie al fin en la Tierra de los Muertos.

Créssida tardó unos segundos en reaccionar. Parpadeó con perplejidad, preguntándose qué acababa de suceder, y miró al suelo. Ya no había ni rastro de la brecha ni de la planta: era como si nunca hubiese pasado.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó con sorpresa.

—Ha sido un truco —respondió él desde el otro lado de la verja—. Venga, no tenemos todo el día, hay que encontrar a tu amiga.

—Ya, pero... —Créssida titubeó—. ¿El Señor Oscura sabe que puedes hacer esos trucos?

Mael puso los ojos en blanco como respuesta, sacudió la cabeza y se adentró unos pasos más, desapareciendo en la oscuridad junto a Axael. Créssida, por su parte, trató de dejar las dudas de lado y, ayudando a Abadón a que se subiese a su hombro, se acercó a la puerta. Cogió aire. Acto seguido, dejando la mente en blanco, cruzó la verja.

Y aunque había sido la bruja quien había entrado en el Reino de los Muertos, era la niña que una vez había sido la que lo iba a recorrer. Atrás quedaba toda la oscuridad que le habían provocado los años al servicio de Hades. Su piel recuperó el color saludable del pasado, y su cabello la ondulación. Su rostro se volvió más redondo, los rasgos angulosos se suavizaron y el exotismo de su mirada siempre castigada se esfumó. Créssida ya no era una extranjera perdida en un mundo que no la comprendía, sino una chica joven de aspecto normal y corriente.

La misma chica joven que había sido antes de convertirse.

Aquella chica que prefería no recordar.

Respiró hondo y se miró las manos. Era tan solo un detalle, pero para ella muy significativo: sus uñas volvían a ser rosadas en vez de blancas.

—Ojalá tuviese un espejo —le dijo a Abadón.

—Yo doy gracias de que no lo tengas —respondió el gato—. Estás rarísima.

—Ha pasado tanto tiempo que se me ha olvidado la cara que tenía.

Pero, aunque ella no se la veía, Mael sí lo hacía, y le sorprendía lo que veía. Siempre había sido consciente de que la oscuridad cambiaba a las personas, y más después de tantos años de servicio, pero le costaba creer que aquella joven y Créssida fueran la misma persona. La base era la misma, pero la oscuridad la había corrompido de tal forma que costaba reconocerla.

Curiosamente, a él, sin embargo, no le había afectado. A pesar de los años que había pasado con Hades, su rostro seguía siendo el mismo que antes de cruzar la verja, detalle que no pasó desapercibido a ojos de la bruja.

Era extraño. Lamentablemente, no tenían tiempo para discutirlo.

—Voy a intentar contactar con Eva, pero necesito un lugar seguro y tranquilo para poder llevar a cabo el ritual. Nunca lo he hecho en estas circunstancias... es probable que necesite acercarme.

—Existe una zona para las almas más recientes, puede que aún esté por allí —reflexionó Mael—. No obstante, necesitamos asegurarnos, no podemos pasearnos por el Infierno sin más. Axael, Abadón, buscadla desde los cielos. Nosotros iremos avanzando, pero con precaución.

Abadón buscó la autorización de Créssida con la mirada. No le gustaba separarse de ella, y mucho menos en aquel lugar y con aquel hombre, pero dadas las circunstancias no rechistó cuando ella asintió. Sencillamente saltó de su hombro, adoptando la forma de cuervo, y alzó el vuelo junto al gran águila blanca que ahora era Axael.

Se perdieron en la oscuridad.

Ya a solas, Mael volvió a mirar a la bruja y le tendió la mano.

—En marcha.




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