Capítulo 1
Año 2.020, noviembre – 508 años después.
Solo quedaban cinco. A lo largo de los últimos quinientos años habían llegado a ser más de setecientas, un número muchísimo mayor de lo que Créssida jamás habría imaginado alcanzar. Eran buenos tiempos y había mucho potencial. Niñas, mujeres y ancianas que lograban captar la atención del Señor del Mal y que acababan uniéndose a sus filas. Y Créssida, como su mano derecha, su Perséfone, como a Él le gustaba llamarla, se había encargado de guiarlas.
Una buena época.
Sin embargo, los siglos habían ido pasando y el Círculo de Hades había ido descendiendo dramáticamente en número, convirtiendo el gran aquelarre que habían sido en poco más que un puñado de brujas repartidas por todo el continente. Todas ellas eran antiguas y poderosas, por supuesto, probablemente las mejores de entre las setecientas, pero también estaban cansadas y asustadas. Año tras año habían ido viendo cómo la muerte había ido llevándose a las suyas y esperaban el momento en el que fuese su nombre el siguiente de la lista.
Porque en el fondo, todas sabían que iba a morir.
Pero por suerte o por desgracia, quinientos años después las cinco elegidas seguían con vida, y Créssida estaba entre ellas. La terrible y poderosa Créssida...
Se decían muchas cosas de ella en Normandía. Desde que era un peligroso agente de la oscuridad, mano derecha del Señor del Mal, hasta que simplemente era una bruja desahuciada que vivía en una catedral abandonada. Y en cierto modo, todos tenían razón. Créssida se había instalado en la Catedral de las Rosas, en las afueras de San Miguel, en el norte de Francia. Vivía rodeada de muros de piedra y estatuas del Maligno, y pasaba la mayor parte del tiempo en soledad. Cada día recibía a seguidores de su líder, ansiosos de venerarle y ofrecerle regalos, pero no pasaban demasiado tiempo en la catedral. Aquel lugar, incluso con todas las ventanas y puertas abiertas, tenía una oscuridad tan aterradora que ni tan siquiera el más valiente lograba soportar. Por suerte, Créssida disfrutaba de aquel estilo de vida. Había aprendido a vivir consigo misma, a aceptarse y amarse, y no necesitaba a nadie más a su lado. A nadie excepto Abadón, claro. A él no lograba quitárselo de encima.
Además, le tenía a Él: a su señor, su dueño, su amante, su amigo... su captor.
Su todo.
Créssida amaba al Señor del Vacío por encima de todo y todos, incluida si misma, y durante cinco siglos había seguido sus órdenes a rajatabla. Había hecho todo cuanto le había pedido, incluso mancharse las manos de sangre. Él había ordenado y ella había cumplido, siempre consciente de que le debía todo, pero sin perder de vista quién era. Hades era el señor del Infierno, el Gran Mentiroso y el Manipulador por excelencia, y ella era una víctima más. Era su juguete, y mientras siguiese interesada en ella, todo iría bien.
Lamentablemente, sabía que tarde o temprano se aburriría y ordenaría su muerte. Enviaría a su nueva Perséfone a asesinarla y ella no tendría más remedio que aceptar su terrible destino...
Pero independientemente de que tarde o temprano llegaría su fin, Créssida disfrutaba de su vida. Le gustaba lo que veía en el espejo, incluido los peculiares ojos rasgados con los que el Maligno la había castigado siglos atrás, al negarse a cumplir sus órdenes por primera y última vez, y se sentía feliz con su existencia. Pasaba muchas horas ordenando las ofrendas y regalos que traían los seguidores, y otras tantas paseando por los jardines de la catedral. Le gustaba sentarse en los bancos de piedra y tomar el sol, o simplemente deambular por los alrededores con Abadón, su guardián cambia-formas, hasta alcanzar el bosque y perderse en él. Había ocasiones en las que incluso pasaba varios días en él, recorriendo caminos nuevos que su propia mente creaba.
De vez en cuando también iba a Rennes, la ciudad más cercana, pero aquellas visitas las disfrutaba menos. En el Nuevo Orden impuesto por el Señor del Inframundo, todos los grandes señores y nobles de la Vieja Europa buscaban su beneplácito y satisfacción a través de regalos y ofrendas. Algunos se limitaban a entregarle bienes materiales en forma de cofres llenos de oro, vino y especias, que alegremente recogía Caronte con su barca, la mano derecha de Hades. Otros, sin embargo, buscaban su satisfacción a través de la diversión, invitándole a fiestas nocturnas, obras de teatro y circos cuyos espectáculos se dilataban enormemente en el tiempo.
Créssida a veces tenía que asistir a aquellas celebraciones, pues su Señor estaba demasiado ocupado, y trataba de disfrutar de ellas. Sin embargo, pasadas unas horas, perdía el interés, lo que provocaba que el nerviosismo cundiese entre los presentes. Los nobles temían lo que la bruja pudiese llegar a contar a su maestro, y buscaban su perdón a través del sacrificio. Sacrificio de reses en los casos menos preocupantes, y humanos en los peores. En cierta ocasión Créssida había recibido un cofre en cuyo interior había encontrado los cadáveres de tres niños cuyos propios padres habían asesinado debido a la desesperación, y ella se había visto obligada a aceptarlo con agradecimiento.
Había sido terrible... además de un gasto innecesario de suministros. De habérselos entregado vivos, habría sabido cómo sacarles buen beneficio.
Por suerte, no solía cubrir aquel tipo de eventos. Mente, la ninfa favorita de Hades, se encargaba de ello. De las fiestas y, cuando tenía tiempo libre, de visitar a Créssida en la Catedral de las Rosas, para tratar de molestarla explicándole con todo sumo lujo de detalle la intensa relación amorosa que mantenía con el Patrón. Buscaba provocarla, viendo en ella gran competencia, pero nunca lo conseguía. Créssida no era estúpida: sabía que no era la única. Además de Menta y de ella misma, había muchas otras damas que cumplían gustosamente con las demandas amorosas del Señor del Vacío. Sin embargo, incluso siendo consciente de ello, a Créssida le disgustaban las visitas de Menta. No le gustaba que la molestarse. Ni ella, ni Tártaro, cuyo objetivo en sus encuentros era recuperar los cuerpos de aquellos que decidían sacrificarse para entregar su vida a Hades. Cada vez que él aparecía, tan silencioso y lúgubre como de costumbre, Créssida sabía que tenía cadáveres en el jardín.
Afortunadamente, las visitas se habían reducido notablemente en los últimos tiempos y la bruja llevaba una vida relativamente tranquila. Incluso el propio Abadón estaba relajado. Acomodado en su forma de gato esfinge de ojos amarillos, su apariencia favorita, el guardián pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en los bancos de la Catedral, disfrutando del paso del tiempo.
Por desgracia, el periodo de paz estaba a punto de llegar a su fin.
Créssida tenía pesadillas. Como cada noche, su mente se llenaba de los llantos de un recién nacido a los que tan solo sus sollozos producto del terror lograban silenciar. Cada día, al cerrar los ojos, volvía a revivir una de las etapas más lúgubres de su vida. Tiempos oscuros que la habían marcado para siempre y que, incluso quinientos años después, provocaban que se despertase con el corazón acelerado. Le veía acercarse... le veía a su lado. Sentía sus manos sobre sus hombros, su aliento en la nuca, el vestido deslizándose por las caderas...
Despertó. Créssida se incorporó en la cama, sudorosa y con las sábanas enrolladas alrededor de su pierna derecha, y se cubrió el rostro con las manos. Necesitaba unos segundos para recobrar el aliento.
Unos segundos para comprender que se trataba de un sueño...
Nada más. Expulsó de su mente aquellos oscuros recuerdos y se recogió su largo y lacio cabello oscuro en un moño en lo alto de la cabeza. Seguidamente, dedicándole una fugaz mirada a Abadón, que seguía tumbado en el lateral derecho del colchón, se levantó. Su habitación estaba congelada, con tan solo cinco grados de temperatura gracias al frío otoño francés, pero no le importó. Hacía doscientos años que había dejado atrás aquel tipo de nimiedades tan humanas. Créssida apoyó los pies en el frío suelo de piedra y salió de la habitación desnuda, cogiendo a su paso tan solo una bata con la que envolverse. Fuera, aún no había amanecido. Descendió la escalera doble que conectaba las tres plantas de la catedral, y bajó tranquilamente hasta la subterránea, donde en una de las salas de piedra aguardaba la laguna donde cada día se bañaba. Se despojó de la prenda, dejándola caer junto al círculo de piedra, y se internó en el agua cálida. Procedente del corazón del lago, una suave luz esmeralda teñía de paz la sala con su brillo. Créssida se adentró en las aguas y sumergió la cabeza para poco después sacarla y apoyarla contra la pared. Cerró los ojos... y aunque no estaba allí, pudo sentir los brazos del Maligno rodearle la cintura y envolverla. Pudo sentir sus labios junto a su oído susurrando...
Hasta que, surgido de la nada, Abadón saltó en la laguna y la fantasía desapareció al chapotearle en la cara. Créssida abrió los ojos, furiosa, y ante ella vio a su guardián revolverse en el agua, con el cuerpo sin pelo sumergido hasta el cuello y una expresión de desafío en la mirada.
—¿Pero a ti qué te pasa? ¡Gato asqueroso! —le gritó, salpicándole agua a la cara.
—¿He interrumpido algo? —replicó él, relamiéndose el hocico con maldad—. ¿Fantaseabas con el jefe, quizás?
Abadón y Créssida se adoraban y odiaban por igual. Acostumbrados a intentar asesinarse mutuamente al menos una vez a la semana, no era extraño verlos discutir casi a diario. El uno era la única compañía del otro, y aunque sabían que se necesitaban, disfrutaban de la fantasía de imaginar la vida sin el otro.
Así pues, Créssida intentó ahogar a Abadón mientras que él se limitó a tratar de arañarle la cara, logrando dibujarle varias líneas rojas en la mejilla. No muy profundas, pero sí lo suficientemente dolorosas como para que la bruja acabase estrellándole contra la pared de la sala a modo de venganza. Abadón lanzó un teatral maullido lastimero al caer al suelo.
—¡Un día de estos te voy a cortar las zarpas, mala bestia! —gritó Créssida.
—¡En tu vida, bruja!
Créssida permaneció un rato más en la laguna, aprovechando que el gato había decidido irse por su propia seguridad, hasta que los primeros rayos de luz iluminaron el cielo con la llegada del nuevo amanecer. La bruja salió entonces del agua, se puso la bata y subió a la planta superior, dispuesta a salir al jardín para secarse al sol como cada mañana. Aquel día, sin embargo, había alguien en la entrada. Una figura menuda envuelta en un abrigo de viaje cuya cabellera castaña cobriza escapaba bajo la capucha.
La recién llegada se detuvo en seco al ver aparecer a la bruja entre la penumbra de la catedral. A las espaldas cargaba una mochila de viaje, a los pies botas de montar. Fuera, su caballo relinchaba y se movía inquieto, sintiendo cómo la oscuridad se aproximaba a su jinete.
La sombra de Abadón apareció junto a uno de los bancos de madera de las últimas filas, observando con los ojos entrecerrados a la figura. Su olor era vagamente familiar...
—Buenos días —saludó Créssida, deteniéndose a medio camino, bajo la cúpula principal de la catedral. Los suaves rayos de luz que se colaban por el cristal la evitaban, manteniéndola en la penumbra—. Es algo pronto, pero eres bienvenida.
La recién llegada se apartó la capucha, mostrando un rostro sonrojado de poco más de quince años. Tenía los ojos castaños, la mirada inocente y la sonrisa nerviosa. Parecía fuera de lugar... parecía agotada. Debía llevar muchas horas de viaje a las espaldas.
—Gracias —respondió la joven, adelantándose unos pasos—. Sé que es pronto, espero no haberla despertado.
—No lo has hecho, tranquila —aseguró Créssida. Se acercó unos cuantos pasos más—. ¿Traes una ofrenda para el Gran Señor? Si es así, puedes dejarla a los pies de cualquiera de las estatuas. Estoy convencida de que será de su agrado.
La chica volvió la mirada hacia los laterales de la catedral, donde monstruosas estatuas demoníacas se alzaban sobre los bancos con expresiones de maldad grabadas en el rostro. Todas ellas respondían a la misma persona, al Señor del Abismo, pero eran totalmente diferentes, mostrando así sus distintas facetas. Tantas como estrellas en el cielo.
Pero no, no traía una ofrenda.
—En realidad no traigo nada —respondió ella con marcado acento italiano, avanzando unos cuantos pasos más, hasta quedar a unos metros de la bruja. Se llevó la mano al pecho. Olía a polvo y sudor—. Me llamo Bianca Messina, señora, y vengo desde Turín. Busco a la bruja Créssida.
—¿Desde Turín? —preguntó ella, sintiendo un escalofrío al escuchar aquel lugar. Su mera mención despertaba fantasmas del pasado—. ¿Quién eres? ¿Te envía Eva?
La chica asintió con gravedad. Eva no necesitaba apellidos ni más datos: todos sabían quien era la duquesa de Turín desde hacía quinientos años. La propia Créssida se había encargado de entregarle el trono con sumo gusto, logrando así escapar de la que habría sido su mayor maldición. Pero más allá de duquesa y una buena amiga, Eva era una de las cinco brujas que quedaban con vida del Círculo de Hades.
El que aquella joven viniese por ella era preocupante.
—Yo soy Créssida —confirmó ante su silencio, tratando de mantener el semblante indiferente—. ¿Qué quiere Eva? ¿Por qué te envía?
Y sin necesidad de que llegase a decir palabra alguna, Créssida supo el motivo. Lo supo cuando sus ojos se llenaron de lágrimas y la niña se rompió. Cuando se le quebró la voz... cuando al mirarla pudo ver un dolor inconsolable en sus ojos.
Ya solo quedaban cuatro brujas: Eva había muerto.
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