CAPÍTULO UNO: Más allá de mi ventana
El despertador sonó en medio del silencio de la mañana, despertándola no solo a ella, sino también a su abuelo, que dormía a unas habitaciones de distancia. Solo Lucía, que ya estaba en pie y comenzaba su jornada en la cocina, reaccionó al sonido con algo que no fuera un respingo. Sonrió, más bien, y rodó los ojos.
A Gabriela le pareció que el salto dado por la impresión la elevaba unos treinta centímetros de la cama, para luego dejarla caer sobre esta con ímpetu al segundo siguiente. Se irguió con cierta dificultad, haciendo resbalar el libro que había leído la noche anterior hasta caer rendida; de hecho, el término "noche" no era del todo acertado porque se había quedado dormida pasadas las cinco de la mañana. Por ese motivo, porque apenas tenía un par de horas en el cuerpo, le costó varios segundos entender lo que estaba pasando. Mientras lo lograba, su mano izquierda buscó a tientas el despertador para apagarlo. Sus ojos, abiertos apenas, se cerraron nada más volvió el silencio. Estuvo así lo que se sintió como un pestañeo, pero que en realidad sumaron once minutos.
De pronto, como si alguien la hubiese golpeado, se sentó en la cama, el pelo castaño rojizo y largo revuelto en torno a su cabeza. Acaba de recordar el motivo por el que su yo del pasado había puesto la alarma en plenas vacaciones de verano, un lunes en que aparte de leer y leer no tenía nada más que hacer.
Ese día podía llegar la carta.
Gabriela sonrió, la somnolencia abandonándola a pasos agigantados. Miró a su alrededor, a la habitación llena de libros desperdigados por cada rincón: en el velador, en una torre de Pisa que cambiaba de componentes, pero rara vez de altura; en el suelo, algunos abiertos y otros cerrados, un par en un punto medio entre ambos estados gracias a la presencia de algún objeto como tope; en los tres libreros que reducían el tamaño de la pieza, llenos hasta ocupar cada pequeño hueco, haciendo muy difícil calcular la cantidad exacta de tomos, sobre todo cuando recordaba que algunas baldas albergaban dos líneas de libros. El escritorio no estaba mucho mejor, aunque allí las novelas, los poemarios y las biografías se unían a hojas en blanco o escritas a medias, un par de libretas y varios cuadernos, lápices y tazas con restos de café que siempre olvidaba llevar a la cocina. Lucía hacía una inspección a la semana por el lugar para llevárselos, así como también para revisar que no hubiera ningún resto de comida o, según sus propias palabras, "algo peor en descomposición".
La ropa era muchísimo más escasa que los libros y estaba toda apretada, al borde de la explosión, en un armario alto y con dos puertas de madera que por fortuna tenía un cierre de metal que aún funcionaba. A este se acercó Gabriela, descalza y vestida solo con la camiseta grande que usaba como pijama. Buscó a la rápida algo que ponerse ese día. Usó solo una mano, mientras con la otra intentaba que el resto de prendas no fueran a dar sobre ella. Cuando consiguió un pantalón de gabardina azul oscuro, una polera blanca y ropa interior, cerró las puertas y bajó el cierre con rapidez, suspirando levemente de alivio.
Con la ropa salió al pasillo y se fue hacia el baño. Antes de desaparecer dentro de este, se detuvo. Aquel era uno de sus rituales: quedarse inmóvil y con los cerrados, en silencio, escuchar el estado de la casa. Escuchó el murmullo amortiguado de las voces que salían de la radio que acompañaba a Lucía en la cocina, un auto que pasaba por la calle con lentitud, la pluma de su abuelo recorriendo una hoja de papel. Abrió los ojos, fijándolos en la puerta del hombre. Sintió la tentación de visitarlo, solo por ver esa expresión de impaciencia que no podía evitar cuando alguien lo interrumpía mientras trabajaba: era una mezcla de molestia y confusión, el ceño fruncido y los ojos verdes abiertos como los de un niño. Estuvo a punto de hacerlo, pero no tenía tiempo. No si quería estar desayunada y lista para cualquier cosa antes de las nueve de la mañana. Así que entró al baño y se duchó con rapidez.
Salió vestida y con el pelo húmedo diez minutos después. De vuelta en su dormitorio, se calzó las zapatillas de lona negras y aunque quiso sujetarlo con una coleta, se dejó el pelo suelto. Lucía siempre la regañaba por no secárselo. Llevaba prometiéndole una sinusitis desde los catorce años, pero a Gabriela apenas la aquejaban los resfriados.
Ya lista, tomó del suelo el libro que había dejado a medio leer unas horas atrás: El talento de Mr. Ripley, de Patricia Highsmith. Le estaba gustando y mucho. De hecho, era lo primero que leía de la autora, pero le había bastado para afianzar la firme decisión de leer todo lo que hubiera salido de su pluma. Con él en la mano bajó las escaleras, atravesó el recibidor y se fue hacia la cocina, ubicada en la parte de atrás de la casa. A medida que se acercaba, las voces de la radio se hicieron más nítidas, al igual que el trajín de Lucía. Se asomó por la puerta con cuidado para que la mujer no la viera y esperó a que no estuviera cerca del fuego de la cocina o con algo caliente en las manos para asustarla.
—¡Buenos días!
Lucía se giró hacia ella con las cejas alzadas, pero ni una pizca de sorpresa.
—Buenos días, Gabriela.
Esta bajó los brazos, incapaz de esconder su decepción.
—Esperaba una reacción más... dramática.
—Seguro que sí. —Con una sonrisa ladeada, la mujer volvió a sostener la cuchara de palo y se acercó a una olla cercana para revolverla—. ¿Tienes hambre?
—Eh... sí. —Gabriela la observó con atención mientras asentía. Segundos después, caminó hacia el mesón ubicado en el centro de la cocina y se sentó en un taburete. Dejó el libro a un lado, boca abajo para no perder la página que había buscado en el trayecto desde la escalera—. Me levanté temprano, ¿viste?
—Sí.
—En verano...
—Me alegro.
—Quién lo diría...
Lucía por fin se giró hacia ella. No sonreía porque le hacía falta, en sus ojos ya se condensaba la suficiente burla.
—¿Quieres que te felicite o que me muestre sorprendida? ¿O las dos?
—Esperaba más impacto de tu parte.
—Hace como veinte minutos sé que estás despierta. Te demoraste tanto en apagar el despertador que lo más probable es que hayas despertado a todos los niños del barrio. Lo que de verdad me sorprende es que tengas un despertador. Pensé que tu despertador era yo...
Gabriela se encogió de hombros, aunque la mujer no alcanzó a ver su gesto, porque en ese momento hirvió el agua en la tetera. Miró hacia el reloj que colgaba de la pared a su derecha: eran las 8:45 de la mañana. Sonrió, victoriosa.
—No está mal levantarse a esta hora. Comenzaré a hacerlo más seguido.
En silencio, Lucía le echó agua a un tazón grande que ya tenía café en polvo en el fondo, junto con tres cucharadas de azúcar. Ya listo el brebaje, se lo puso al frente a la joven.
—Podríamos apostar cuánto te dura —murmuró—. Yo digo que dos días. No... uno.
—Muy graciosa.
—¿Pan con palta o pan con huevo?
Gabriela lo pensó un momento con los ojos entrecerrados.
—Palta.
—Lo sabía.
Lucía se puso a trabajar, tostando pan y moliendo una palta en un platillo pequeño. Gabriela la observó hacerlo un poco en trance, o más bien sintiendo por fin los efectos de las pocas horas de sueño y la ducha caliente. Cuando la mujer tuvo todo listo y se giró hacia ella, pestañeó para salir del sopor.
—Gracias.
—De nada. —Lucía se hizo un té en otro tazón alto y con él en las manos se sentó frente a Gabriela. Contempló a la joven comer con fruición durante unos segundos antes de preguntar—. ¿Y a qué se debe el nuevo horario?
—Busco mejorar mis hábitos.
—Ah, yo pensaba que era por la carta que estás esperando...
Gabriela por poco se atora con el pedazo de pan que justo en ese momento iba a tragar. Tosió un par de veces, bajando los ojos para así no ver el gesto de victoria de Lucía. Cuando recuperó la compostura, se irguió todo lo que pudo y dibujó una expresión de desinterés.
—¿Carta?
—Sí, ya sabes... la de la universidad.
—¿Qué universidad?
—La que aún no te ha aceptado. Supongo que se debe estar demorando porque... ya sabes, no queda en Santiago.
En esa ocasión, Gabriela no pudo esconder su sorpresa con nada, ni siquiera con sus dotes de actuación. Respiró hondo antes de hablar.
—¿Desde hace cuánto lo sabes?
—Desde esta mañana.
—¿Cómo...?
Lucía metió la mano en el bolsillo de su delantal y sacó un sobre blanco. Gabriela, embobaba, miró las letras que indicaban el destinario, escritas a máquina para hacerlas más formales e impersonales. Reconoció su nombre: Gabriela Rodríguez Rodríguez. Apenas respiraba cuando Lucía puso la carta sobre el mesón y la deslizó algunos centímetros hasta ella.
—El cartero llegó más temprano de lo que esperabas.
La joven no se movió. No podía quitarle los ojos de encima al sobre y una parte de sí se moría por tomarlo y abrirlo rápidamente para leer lo que decía la carta, pero no se sentía capaz de hacerlo. Había estudiado los horarios del cartero para ahorrarse ese momento con Lucía. Después de dos semanas preguntando o calculando a qué hora llegaba la correspondencia a la casa, había determinado que el hombre que llevaba cumpliendo la función de cartero desde que ella había llegado a vivir allí aparecería más probablemente entre las nueve y media y las once de la mañana. Se dio un margen de error de unos treinta minutos previos y posteriores, por eso había decidido que levantarse antes de las nueve. Pero había fallado o al menos había tenido mala suerte.
Debería haberme levantado a las siete o no haber dormido, pensó antes de atreverse a mirar a Lucía otra vez.
—Yo...
—¿No vas a abrirla?
Quiso negar con la cabeza. Había hecho un plan al respecto: conseguir la carta sin que nadie en la casa se enterara, guardarla hasta juntarse con él y entonces abrirla. Pero esto lo cambiaba todo. O quizás no.
—Prefiero hacerlo después.
La mujer la observó, seria y calmada. Las arrugas que tenía en el borde de los ojos, formadas a partir de las carcajadas que Gabriela lograba sacarle varias veces al día, eran casi invisibles en ese momento.
—Espero que no demores en comunicarle a tu abuelo la decisión que tomes.
—Seguro que no me aceptan.
—Te aceptarán.
Bebió un sorbo de té con lentitud mientras Gabriela la estudiaba. Pasados casi un minuto en silencio, la joven habló.
—Valparaíso está muy cerca. Vendré cada vez que pueda, todos los fines de semana... Por favor, no te enojes conmigo.
—No estoy enojada, Gabriela. No tengo por qué estarlo.
—¿Y mi abuelo? ¿Crees que...?
—¿Por qué allá y no aquí? Te aceptaron en la Universidad de Chile y la Universidad Católica... ¿Qué tienen de malo?
—Nada, pero...
Cerró la boca, sin saber cómo continuar. Eran demasiados años de silencios como para resumirlos en ese momento. Tendría que haber dicho demasiadas cosas, contarle sobre el libro que le había cambiado la vida y de su autor, de quién quería descubrirlo todo, o de cada cosa que había averiguado hasta ese día, paso a paso, con ansia pero sin dejar de toparse con un obstáculo tras otro. Tendría que haberle dicho que si se iba de la ciudad que venía siendo su hogar por seis años era para buscar respuestas. El puerto de Valparaíso era el único capaz de dárselas o eso creía.
Tendría que haberle hablado de su padre biológico y del hombre que la había criado como uno, porque al final, todo se trataba de ellos.
Al final, solo dijo lo que se esperaba de una joven inquieta como ella.
—Necesito demostrarme que puedo valerme por mí misma... Y esta es la oportunidad perfecta.
Lucía pestañeó ante su respuesta. Luego asintió.
—Bien. Solo no... no dejes pasar tanto tiempo antes de decírselo. Y termina de desayunar.
Gabriela lo hizo, intentando no dejarse llevar por la prisa. Comió y bebió con calma, aunque sin despegar los ojos de la carta. Cuando por fin terminó, Lucía había vuelto a sus tareas, de modo que apenas le prestó atención. Tomó el libro y entre las páginas de este metió el sobre. Salió al recibidor y desde ahí caminó hacia el despacho de su abuelo, vacío a esa hora porque el hombre trabajaba en su habitación durante las mañanas.
Iluminado por la luz clara de la mañana, el lugar tenía un aspecto cálido y límpido. Una brisa fresca entraba por la ventana que Lucía había abierto temprano, pero que seguramente Edward Wagner cerraría apenas se sentara frente al escritorio. A este se acercó Gabriela, pasando las yemas de los dedos por la madera color caoba, casi del mismo tono que su pelo. De pie en la esquina, miró el cuadro hasta posar la mirada en la de Nathan, su padre. El niño parecía sonreírle directamente a ella, o de eso llevaba convenciéndose desde hace seis años, tal como con sus diarios. No importaba que cuando el retrato de toda la familia Wagner había sido pintado o cuando el joven de catorce años había comenzado a relatar en libretas todo lo que le sucedía ella ni siquiera pensara en nacer. Siempre se decía que esa sonrisa era para ella, al igual que sus palabras.
Por enésima vez se preguntó qué haría cuando no pudiera ver el cuadro cada mañana. Seguirás teniendo la foto, se dijo.
Movió la cabeza para dejar atrás esos pensamientos y alzó el teléfono. Marcó el número de memoria y esperó a que contestaran. Finalmente escuchó la voz de una mujer, a quien le preguntó por su amigo. Le dijo que no se encontraba disponible, pero que podía dejarle un mensaje. Así lo hizo, de una forma escueta, pero lo suficiente para que él entendiera: "en el lugar de siempre a la hora de almuerzo."
Luego de colgar, salió del despacho y se fue hacia las escaleras. Las subió con calma, queriendo dilatar el momento. Cuando alcanzó el segundo piso, se concentró en escuchar los sonidos provenientes de la habitación de su abuelo. No oyó nada, lo que podía significar que el hombre había vuelto a dormirse (le pasaba cada vez más seguido) o que se hallaba tan concentrado que ni siquiera escribía. Ambas cosas significaban lo mismo: lo mejor era no molestarlo. Aunque su plan inicial había sido ir a darle los buenos días, en el fondo sabía que se trataba de una excusa. La habitación que quería visitar era otra.
Avanzó por el pasillo hasta su final y ya frente a la puerta, suspiró. Aunque llevaba refugiándose tras ella mucho tiempo, cada vez que tenía la oportunidad o lo necesitaba, de cierta forma siempre se sentía como la primera vez. Cuando por fin abrió, la recibió la penumbra azulina del que había sido el dormitorio de Nathan Wagner. Todo estaba, en esencia, como lo había visto ese lejano día de 1982: la misma cama, las mismas paredes cubiertas de fotos y recortes, las mismas cortinas. Solo el polvo había cambiado, removido e incluso a veces limpiado por ella. Algunos objetos no ocupaban exactamente el mismo espacio que antes, como la pluma que había rescatado del velador y con la que ahora escribía cartas; las libretas ocultas dentro del baúl y que ahora ella guardaba en su escritorio; un par de suéteres que solo se ponía durante las noches, en la soledad de su habitación, porque temía que su abuelo los reconociera. Eso era lo que había salido, pero también ciertas cosas habían entrado.
Mientras cerraba a su espalda y se agachaba junto a la cama, se dijo que extrañaría ese cuartel secreto, tan silencioso y y lleno de sombras.
Sacó la tela doblada en dos y usando el espacio que mediaba entre la puerta y pared contraria, la estiró. Prendidos con alfileres estaban sus propios recortes. Algunos eran frases de los tres libros que poseía del autor, dos eran fotocopias de diarios antiguos, conseguidas tras mucho insistir y buscar en la Biblioteca Nacional. En uno de ellos aparecía la foto pequeña y difusa de un hombre joven, de pelo frondoso y algo despeinado, sobre todo si se pensaba que había sido tomada aproximadamente en 1925. A medio perfil, con los ojos fijos en una esquina de la imagen, Mateo Salvatierra se mostraba y a la vez ocultaba para la posteridad.
La segunda de las fotocopias no contenía imágenes, pero aún así Gabriela temblaba cada vez que la miraba. Era una pequeña nota puesta en un rincón de un periódico que tenía demasiadas noticias para dar. Apenas un titular y ocho líneas de texto. Todavía se acordaba cuando Fabiola Prieto, la única bibliotecaria que había accedido a ayudarla, le había entregado el tomo encuadernado en rojo que recopilaba las noticias del año 1933.
—Si está, estará aquí —le había dicho con su voz suave y su acento que parecía venido de otra época.
No se equivocó. Tras casi dos horas de búsqueda, Gabriela había encontrado lo que buscaba. Inclinada hasta casi tocar la hoja amarillenta y vieja con la nariz, había leído el titular hasta que la vista se le nubló.
Muere Mateo Salvatierra, el narrador de Valparaíso.
Gabriela despegó la mirada de esa fotocopia con esfuerzo para fijarla en la mitad de la tela que estaba más llena de información. Más recortes de diarios, fotografías sacadas de revistas sociales, artículos de boletines culturales, incluso una instantánea sacada por ella misma usando la polaroid que había heredado de su madre una tarde de Mayo del año anterior. Mostraba a una mujer de unos cuarenta años, bien vestida y de contextura alargada, saliendo del museo Bellas Artes. El afiche de la exposición que su familia había patrocinado destacaba a su espalda, como si necesitara algo más para verse imponente y poderosa.
Ese era otro motivo del por qué se iba a Valparaíso: allá se encontraban ellos, los Sotomayor. Estaba ella, Ruth Balmaceda de Sotomayor, controlando con su porte y astucia todo lo que le había legado su esposo: varios diarios, una editorial, muchos fuertes de inversión. La familia y la empresa nunca habían sido más fuerte que bajo su control, decían constantemente en la prensa. Por lo mismo, muchos auguraban que su hijo, Ricardo Sotomayor, tardaría mucho en tomar el mando, si es que lo hacía alguna vez. Gabriela esperaba que así fuera, porque dudaba que un joven apenas unos años mayor que ella supiera algo sobre lo que planeaba averiguar. Quizás ni la misma Ruth Balmaceda lo hacía, al menos respecto a Mateo Salvatierra y la editorial que había comenzado llamándose Laberinto para luego cambiar de nombre a Quirón.
De todas formas, aquel no era el único motivo de por qué le interesaban los Sotomayor. Y por alguna parte había que comenzar.
Dejó el libro de Patricio Highsmith sobre la cama antes de rebuscar debajo de la almohada hasta dar con el primero de los tomos ocultos allí. Apenas rozó la tapa la atacó un escalofrío, pero cuando lo sacó y lo sostuvo cerca de su cara, sonrió. Con El Club de los Seres Abisales en la mano, fue hacia la ventana y miró a través del cristal. El manzano del patio y la banca a la que le prodigaba sombra le despertaron recuerdos de muchas tardes pasadas allí, leyendo, tanto la novela que sostenía como otras.
Amaba esa vista, pero mientras alzaba la mirada hacia el cielo, se preguntó qué se sentiría ver a más allá de la ventana el mar o las casas prendidas a los cerros de Valparaíso. Quizás pronto lo descubriría, si es que la carta que aún no se atrevía a abrir contenía una aceptación.
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Más allá de su ventana estaba el puerto de Valparaíso, con sus colores y sus desorden, a varios kilómetros de distancia, pero tan claro en medio de la luz del sol que en cierto momento se convenció que bastaba estirar la mano para alcanzarlo. Tan inmerso estaba en sus pensamientos, que apenas escuchaba lo que le decía el sastre. Cuando su murmullo lejano llegaba a sus oídos, asentía con fingida firmeza, esperando no estar dando el visto bueno para algún traje demasiado estrafalario. A unos metros de distancia, fumando mientras leía, estaba Armando. Cada pocos segundos levantaba la mirada y sonreía, divertido por la expresión ida de su amigo.
Claro que eso Mateo no podía saberlo. Su mente estaba muy lejos, tanto en el escenario como en el tiempo.
Sintió un leve pinchazo en la pierna, lo que por fin lo trajo de vuelta, a medias, a su habitación y a ese día de enero.
—Lo siento, señor Salvatierra —dijo el sastre, un hombre bajo y cuyo rasgo más distintivo era el bigotito delgado que decoraba su labio superior como hecho a lápiz. Quizás estaba hecho a lápiz—. Ya falta poco.
—No se preocupe...
Volvió a mirar por la ventana. Se preguntó si el pintor estaría en el puerto ese día soleado, aprovechando la luz para retratar el mar y los barcos que lo surcaban.
—Joaquín, pintor —repitió en la memoria y casi pudo escuchar su voz como ese día, fundiéndose con el sonido de las olas que rompían a unos metros de distancia.
—¿Dijo algo, señor?
—¿Ah?
—Me pareció que murmuraba algo.
Mateo negó con la cabeza antes de mirar de soslayo a Armando, que lo observa a su vez. Los ojos oscuros de su amigo brillaban de diversión.
—No, nada...
—Creo que este joven le hace falta aire puro —dijo Armando al tiempo que se levantaba. El cigarro aún humeaba en su mano, así que cuando se acercó lo siguió el olor a tabaco importado. Se quedó a unos pasos y analizó la estampa de Mateo—. Con ese traje, ni siquiera tu timidez te ayudará a seguir soltero.
—Qué gracioso.
—¿Qué piensa usted, Sagredo?
—Pienso que este corte y este color le quedan de maravilla.
Armando alzó una ceja, victorioso.
—¿Lo ves?
Mateo negó con la cabeza, pero sin poder evitar reír. A regañadientes se miró al espejo de cuerpo completo. El traje aún estaba en fase de confección, pero era posible ver ese corte del que hablaba el sastre y cómo el color gris piedra de la tela, elegido por su madre, resaltaba el color verdoso de sus ojos. Se encogió de hombros. Todo esos preparativos le daban igual, solo eran el preludio de eventos sociales que siempre le crispaban los nervios.
Bajó del banquillo en el que estaba parado, provocando una leve exclamación de parte de Luis Sagredo, el sastre.
—Aún faltan los últimos retoques del frac para las reuniones de gala, señor.
—Mi amigo tiene razón, necesito un poco de aire. ¿Podría venir mañana para...?
—Por supuesto que vendrá mañana —espetó Armando. Su sonrisa, en ese momento, tenía algo de despectivo que Mateo prefirió ignorar.
—¿A las cinco de la tarde está bien? —preguntó este tras unos segundos, mientras el sastre se le acercaba para ayudarlo a sacarse el traje.
—Sí, señor Salvatierra.
—Perfecto.
Cinco minutos después, vestido con un terno simple y de color azul oscuro, se sentó frente Armando, quien volvía a leer o simular leer una de las revistas literarias que Mateo tenía sobre la mesilla de noche.
—A los empleados no se les pregunta si pueden venir, Mateo —comenzó el joven de pelo oscuro y bien peinado, tan distinto al del propio Mateo, de color rubio oscuro y siempre indomable—. Se les manda venir.
—Podría haber tenido alguna cita con otro cliente...
—Dudo que tenga algún cliente más importante que un Salvatierra. —Dejó la revista a un lado y con parsimonia encendió otro cigarrillo—. O que le pague igual de bien.
—Pobre hombre, debe estar lleno de trabajo...
—Ante lo cual debería estar agradecido. No todos los de su clase pueden decir lo mismo.
Al escucharlo, Mateo desvió sin querer la mirada hacia la ventana. Era cierto lo que decía su amigo. En el Valparaíso que había enfrentado varios meses atrás, la miseria se respiraba en cada calle.
—¿Algún plan para hoy? —preguntó mientras entrelazaba las manos sobre el regazo. Así, quizás, Armando no notaría las manchas de tinta que no había podido quitarse de los dedos—. Por favor, no me digas que alguna de esas fiestas llenas de gente en edad para casarse...
La forma en que Armando lo miró lo puso en tensión de inmediato.
—Mateo Salvatierra, no me digas que olvidaste la cena que tenemos hoy con los socios de tu padre.
—Eh...
—Por dios... Debería prenderte las citas a la ropa, pero apuesto que solo te las arrancarías para comenzar a escribir algo en la parte de atrás...
—¿A qué hora es?
—A las siete. En el...
—Club, sí. ¿Dónde más podría ser?
—Así me gusta: despistado solo a medias.
Mateo dejó escapar una risa leve entre dientes. De solo pensar en lo que le deparaba esa noche sintió unas enormes ganas de enfermarse de algo capaz de mantenerlo en la cama una semana.
—Vendrás conmigo, ¿cierto?
—Sí. —Armando sonrió de lado en medio del humo que expulsaba su boca—. Tu padre ya me cree merecedor de ese tipo de actividades.
—Créeme, si me cree merecedor a mí, a ti debe considerarte más que eso.
—La diferencia, Salvatierra, es que tú lo eres por derecho de sangre. Yo solo por amistad—. Se puso de pie, la sonrisa ampliada pero más tirante—. Ponte un mejor traje para la cita y péinate. —Caminó hacia la puerta con lentitud. Cuando la alcanzó, se giró solo a medias para observa a su amigo—. Y trata de no quedarte hasta última hora escribiendo.
—Gracias por tus consejos, Sotomayor.
—De nada. Que no se diga que soy un amigo despreocupado.
Lo escuchó cerrar a su espalda y nada más sus pasos se alejaron por el pasillo, Mateo se puso de pie para acercarse al armario que ocupaba una esquina de la habitación amplia, combinación de dormitorio, vestidor y estudio, que venía ocupando desde los dieciséis años. Dentro del mueble solo estaban las prendas para usar en el día a día, camisas blancas y corbatas. Sus trajes de fiesta o reuniones importantes estaban en la lavandería, a buen resguardo de su torpeza y esa capacidad casi divina de mancharlo todo. Mateo lo agradecía, porque así le quedaba espacio para guardar algunos libros que prefería que sus padres no vieran o la caja de madera donde escondía sus escritos. Fue esta la que sacó del parte más alta del armario.
Con ella caminó hacia el escritorio, sobre cuya superficie había ya una pluma esperándolo. Abrió la caja con cuidado y extrajo la última de las hojas, un intento de relato sobre un barco venido de Europa que nada más encallar en el puerto de Valparaíso desataba el horror por las calles, aunque aún no tenía muy claro de qué tipo de horror se trataría. A veces pensaba en ratas, más grandes y agresivas de lo normal, otras no podía evitar imaginar una horda de fantasmas con ansias de... ¿sangre, almas, aguardiente?
Arrugó el ceño, haciendo bailar la pluma entre el índice y el dedo medio de la mano izquierda. Se sentía bloqueado y quizás el hecho de no poder dejar atrás el título que había decidido para el cuento tuviera la culpa. "Gritos entre la bruma" había decidido llamarlo, pero no tenía idea de qué bruma o gritos a causa de qué. Era como una pregunta hecha por el Mateo de la noche anterior, que el Mateo del presente no sabía cómo responder. Frustrado, se inclinó hacia atrás en la silla, pensando. Sus ojos se centraron más pronto que tarde en la ventana, más allá de la cual aún divisaba Valparaíso.
—No un horror que llegue... un horror que se encuentre ya allí. Algo que con la llegada del barco se desate... Pero, ¿qué?
De pronto, la idea lo asaltó. Fue casi como un golpe, solo que dicho golpe le provocó una sonrisa. Volvió a tomar la postura necesaria para escribir. Su letra comenzó a llenar la hoja sin que nada la detuviera. El pelo le caía por la frente, pero estaba demasiado concentrado para apartarlo de sus ojos.
—Mateo, escritor —dijo en voz baja, solo un murmullo.
—Joaquín, pintor —le respondió la voz del joven desconocido en su mente.
Era cierto: presentándose así, no importaba su apellido, ni siquiera si este era nada menos que Salvatierra. Solo importaba lo que hacía, lo que le gustaba. Y eso, aunque nadie más que Armando lo supiera en ese momento, era escribir.
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Gabriela llegó al Portal Fernández Concha pocos minutos después de las dos de la tarde. El lugar estaba lleno de tente, trabajadores en su mayoría, que comían algo antes de volver a la jornada laboral. De pie, pedían a los gritos completos, Barros Luco y chacareros, para acompañar el café, el jugo, la bebida o la cerveza que ya tenían en las manos. En medio de ellos, de las ropas manchadas con cemento o pintura, él debería haber resaltado. Pero en realidad no lo hacía. Seguramente, nada más salir de la Escuela de Investigaciones se había despeinado el pelo corto y algo ondulado. Tenía las mangas de la camisa remangadas por los casi treinta grados que hacían al sol y su actitud para conversar con el hombre que tenía al lado, un obrero de la construcción una cabeza más bajo que él, dejaba claro que seguía siendo uno de ellos.
Cuando la vio, alzó la mano para llamarla. Tuvo que hacer esfuerzos para no mostrar la comida que tenía en la boca al sonreírle. Ella, sin poder evitarlo, soltó una carcajada. Ahora que lo tenía cerca, se sentía capaz de abrir la carta y enfrentarse a cualquier cosa que esta dijera, ya fuera una negativa o una aceptación.
Manuel Ortiz siempre le prodigaba esa especie de seguridad. Era una de las consecuencias de la amistad que venían forjando desde hace seis años.
GRACIAS POR LEER :)
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