
CAPÍTULO CUATRO: ¿Qué fronteras debo respetar?
Cuando su abuelo la dejó sola, Gabriela volvió a sentarse frente al escritorio. La carta seguía desplegada sobre este, terminada y lista para ser metida dentro de un sobre. Si fuera como con cualquier otra misiva, bastaría con eso, una estampilla y luego una visita a una oficina de correos para que llegara a su destinatario. Pero no era cualquier misiva; en realidad, no era cualquier destinatario. Con su tío las cosas no eran tan fáciles.
Abrió el primero de los cajones a su derecha y sacó un sobre blanco, en el cual introdujo la hoja bien doblada. Hecho eso, lo dejó en la superficie de madera y lo miró. No lo cerraría, no aún. Siempre se podía arrepentir de lo que había escrito. Por eso, decidió dejarla así, de momento al menos. Ya la cerraría al día siguiente, cuando visitara a Andrés para pedirle que la enviara a donde fuera que se encontrara Frank.
Estiró los brazos para espantar la pereza. Debían ser las nueve de la noche y debido a la siesta tenía aún menos sueño que de costumbre. Llevaba muchos años acostándose bien entrada la madrugada, hábito que según Lucía la haría arrugarse antes de lo previsto o tener un colapso nervioso en cualquier momento. Gabriela ya había dejado de discutirle y simplemente asentía ante la reprimenda, muchas veces a punto de sucumbir por el sueño sobre la mesa de la cocina durante los desayunos. Seguramente esa noche no resistiría tanto, porque se había despertado casi tan temprano como los días de colegio, pero aún tenía ánimos para leer un poco.
Se fue hacia la cama, donde estaba su bolso con dos libros: El Club de los Seres Abisales y el de Patricia Highsmith. Contempló el primero, dubitativa, pero finalmente tomó el segundo. Le faltaban unas setenta páginas para acabarlo y aún no decidía cuál leería después. Tenía Los hermanos Karamazov hace mucho en la cima de la torre que se tambaleaba sobre su velador, pero aún no estaba segura de lanzarse con ese.
Leyó sin parar hasta que terminó la novela, alrededor de una hora después. Al cerrar el tomo, lo apoyó contra su pecho, los ojos cerrados. Sí, definitivamente tenía que leer más cosas de esa autora. Pasados unos minutos y cuando estaba a punto de quedarse dormida, alcanzó el libro de Mateo Salvatierra sin pensar del todo en lo que hacía. Eso le ocurría desde que lo había encontrado: no importaba qué novela estuviera leyendo, siempre tenía ese tomo cerca. Era su compañero, su amuleto de la suerte.
Las únicas veces en que se había alejado de él por algún tiempo fue, primero, cuando tenía quince años y un profesor del liceo donde cursó la enseñanza media se lo quitó después de sorprenderla leyendo en clase. Se ganó una anotación negativa y le confiscaron el tomo; lo peor es que ella, desesperada, le rogó al hombre para que se lo devolviera y lo hizo con tanta insistencia que el docente la envió a inspectoría. Tuvo que salir entre las risas de burla de sus compañeras, pero eso no le importaba. Lo que le dolía era no saber con certeza si recuperaría el libro. Incluso, de camino a la siguiente etapa de su castigo, comenzó a trazar un plan en su mente para robarlo de la sala de profesores en el peor de los casos, pero eso no fue necesario. Al día siguiente, Lucía fue al establecimiento porque el profesor había decidido que ya era necesario reprender a Gabriela delante de su apoderado por no poner la suficiente atención a las materias que se pasaban día a día en el colegio, aunque esa indiferencia no le impidiera sacar buenas notas. Lucía escuchó el sermón con expresión tranquila, pero como la muchacha la conocía bien, sabía que en el fondo se estaba aguantando la risa. Cuando salieron de la oficina, Lucía le entregó de inmediato el libro.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —murmuró mientras Gabriela revisaba que El Club de los Seres Abisales no hubiera recibido ningún daño durante el tiempo que había estado lejos de ella.
—Sí: seguir leyéndolo en clases, pero con cuidado para que no me pillen.
Tras decir aquello, Gabriela había alzado la cabeza con altanería para responder a cualquier argumento contrario que expusiera la mujer. Pero esta solo le sonrió con amplitud.
La segunda vez ella tenía diecisiete años y esperaba a que su abuelo terminara una clase magistral en la Universidad de Chile. En otras ocasiones similares había entrado para escuchar al hombre, pero la ponencia de ese día versaba sobre temas tan avanzados de matemáticas y física que ella estaba segura de que por mucho esfuerzo que hiciera no entendería nada. Así que en lugar de ubicarse en la parte trasera del auditorio, prefirió quedarse disfrutando de la agradable tarde primaveral con un libro entre las manos. A pesar de que su lectura de turno era un poemario de Gabriela Mistral que le estaba gustando mucho, cuando buscó dentro de su bolso, sin pensar, sacó la novela de Salvatierra.
Llevaba una media hora inmersa en la lectura cuando una silueta le tapó parte de la luz del sol. Ella había alzado la cabeza con el ceño fruncido por la interrupción, pero su gesto se congeló cuando frente a ella vio a un hombre mayor, quizás de la misma edad que su abuelo o un poco menor. Llevaba un traje marrón que le quedaba algo grande, lentes de montura metálica haciendo equilibrio sobre la nariz y un maletín de cuero casi tan gastado como su propio bolso. Nada más estudiar su apariencia supuso que era un profesor de la universidad que debía haber notado su juventud y se preparaba para preguntarle qué hacía allí. Pero tras unos segundos, Gabriela se dio cuenta que el desconocido no la miraba a ella, sino al libro que sostenía entre las manos. Los ojos oscuros del hombre estaban abiertos de par en par y su labio inferior temblaba un poco, no supo si por miedo o solo por la impresión.
—Hola... —musitó pasado un instante, más que nada para romper el silencio.
Él, al escucharla y con esfuerzo, salió del trance y por fin la contempló.
—¿De dónde sacaste ese libro?
La mano derecha, la misma que sostenía el maletín, se alzó unos centímetros para apuntar el tomo. La punta del índice quedó a menos de un palmo de distancia de la cubierta, lo que hizo que Gabriela, sin saber por qué, lo acercara más a su pecho.
—Me lo regalaron —mintió.
—¿Quién?
Ella frunció el ceño ante la pregunta, pero aún así respondió.
—Mi papá.
—¿Y tú papá dónde lo consiguió?
—Yo... —Asustada, en ese momento Gabriela había mirado hacia la puerta del auditorio donde su abuelo enseñaba a un pequeño pero entusiasta grupo de matemáticos. Deseó que saliera por fin, a pesar de que en su fuero interno tenía claro que faltaba mucho para eso. Tragó saliva y volvió a enfrentar a la mirada ávida del desconocido, de nuevo clavada en El Club de los Seres Abisales—. Lo tenía desde joven.
El hombre dudó, hasta que por fin dejó el maletín en el suelo junto a sus pies. Luego sacó su billetera del bolsillo derecho de su chaqueta.
—Te lo compro. Dime el precio que sea...
Gabriela lo miró con la boca abierta.
—En serio —continuó el hombre—, dime un precio y...
—¿Por qué?
La voz de Gabriela lo detuvo de golpe. Se quedó quieto, apenas respirando. Unos segundos después, clavó los ojos en ella.
—Llevo años buscando ese libro. En realidad, cualquiera de ese autor. No creo que sepas lo que tienes entre las manos, niña.
—Por supuesto que lo sé —espetó Gabriela, irguiéndose en la banca—. Sé quién es Mateo Salvatierra... Este ni siquiera es el único libro suyo que he leído.
En otras circunstancias, quizás se hubiera reído ante el impacto que transmitió la expresión del profesor.
—¿Cuál?
—Puerto Triste.
El hombre dejó escapar un suspiro que contenía alivio y también nostalgia.
—También he leído ese. Es hermoso, ¿verdad?
—Sí... —Fue el turno de Gabriela para dudar. Finalmente, se atrevió a preguntar—. ¿Cuál más ha leído?
—Aurora.
—Nunca había escuchado ese.
—Es una novela de amor.
Ambos se miraron con complicidad. El hombre ahora lucía más relajado y la mano que seguía sosteniendo la billetera colgaba lánguida a su costado. Aún así, su oferta seguía flotando en el aire y por ello Gabriela se había obligado a dejarle clara su postura.
—Entiendo que lleve tiempo buscando sus libros, pero lo siento... Este no está a la venta.
—Pero...
—Lo siento, no.
Luego de unos segundos de tenso silencio, el desconocido suspiró. Con ademán derrotado, guardó la billetera en el bolsillo y volvió a tomar su maletín.
—Entiendo... Si algún día cambias de opinión...
—No cambiaré de opinión.
El hombre sonrió.
—O quieres hablar sobre Salvatierra... —Sacó otra vez la billetera y de su interior sacó una tarjeta blanca que le extendió a Gabriela—. Estaré encantado de hablar contigo... y no perderé la esperanza de que me lo vendas algún día.
La joven asintió, apesadumbrada. Lo vio alejarse hacia uno de los edificios que se erguían a unos veinte metros y solo cuando lo perdió de vista leyó la tarjeta: Claudio Ávalos L., Doctor en Literatura Chilena, decía la leyenda.
Después de ese encuentro, Gabriela decidió dejar el libro de Salvatierra en la casa durante un tiempo. Temía que otra persona le ofreciera dinero por él o le hiciera demasiadas preguntas. También comenzó a imaginar la posibilidad de perderlo o que se dañara de forma irreparable. Resistió seis días sin llevarlo a todas partes, pero el miedo no la abandonó nunca del todo. Por ese motivo, se lo pensaba dos veces antes de sacarlo en público o leerlo en los viajes en micro o en la calle. Era una compañía constante casi siempre oculta en el interior de su bolso de cuero.
En su habitación, sin embargo, no debía temer a algún fanático de Salvatierra desesperado por adquirirlo o cualquier tipo de peligro. Allí podía leerlo cuantas veces quisiera, a pesar de que casi se lo sabía de memoria. No importa qué o cuánto leyera, tarde o temprano volvía a él. A veces, no podía evitar pensar que no importaba dónde se fuera; mientras ese libro fuera con ella, no estaría sola y todo saldría bien. Los objetos también podían constituir un hogar, eso le había enseñado con los años su copia de El Club de los Seres Abisales.
Por eso, por todas las cosas que estaban cambiando y cambiarían pronto en su vida, esa noche lo abrió por la primera página y comenzó a leerlo por enésima vez. Su mente pronto se sumergió del todo en el primer encuentro entre Mateo S. y Joaquín S. De la mano de la narración, dejó de estar en la noche santiaguina y viajó a una tarde de mayo en el puerto de Valparaíso.
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...me había alejado lo suficiente para ir a parar al borde de la calle, donde una baranda de piedra servía de frontera antes de las rocas contra las cuales rompían las olas unos metros más abajo. Mi imaginación me hizo sentir con mayor fuerza el olor a salitre que traía la brisa consigo, así como el sonido lejano de un buque que zarpaba. A mi espalda, el caos del mercado seguía, pero todo lo que fuera el mar desapareció de mi mente.
—¿Primera vez en el puerto? —dijo una voz a mi izquierda. Entró a mi mente con la suficiente potencia para que la escuchara a pesar de mi ensimismamiento y el sonido de la marea. Me giró y vi a un joven de mi edad.
—¿Disculpe?
El desconocido sonrió, gesto que fue un preludio para el movimiento con el que ajustó el caballete que sostenía bajo su brazo.
—Veo que también es tu primera vez frente al mar —dijo ante mi expresión confundida, con una voz suave pero firme.
—No, no lo es.
Me erguí para mirarlo mejor. Era un poco más alto que yo, de pelo castaño y gesto risueño. Cargaba un bolso viejo y un lienzo por estrenar además del caballete. No parecía molestarle el peso o estar acostumbrado a él.
—Vivo en Viña del Mar —añadí, logrando que sus ojos se abrieran por la sorpresa.
—Vaya... por la forma en que mirabas el mar creí que nunca antes lo habías visto.
Por primera vez noté que su trato carecía de "usted" de rigor. Sin embargo, no me importó.
—Lo veo todas las mañanas al despertarme. Pero...
—Pero verlo desde Viña del Mar no es lo mismo que verlo desde Valparaíso —dijo él.
Abrí la boca para preguntarle a qué se refería, pero me arrebató la oportunidad. Dejó el caballete y el lienzo contra la baranda de piedra, para posteriormente deshacerse de su bolso. Este se abrió al tocar el suelo, desparramando parte de su contenido. identifiqué tres pinceles y una paleta de metal. Como si yo hubiera desaparecido de su presencia, el joven montó el caballete para quedar de cara al mar. El lienzo por estrenar ocupó luego su puesto, primero en vertical y luego, tras un par de segundos de meditación, en horizontal.
Solo entonces, el desconocido se giró en mi dirección.
—Tienes buen ojo: este es buen lugar para pintar.
—Ah... —Mi ceño se frunció producto de la indecisión—. ¿A qué te referías antes?
—¿Antes?
—Sí... Con eso de que ver el mar desde Valparaíso no es lo mismo que verlo desde Viña del Mar.
El joven tomó su bolso y rebuscó en su interior, ignorante o indiferente al lo que se había caído. Me incliné para recoger la paleta y los pinceles y se los entregué. Lucía meditabundo.
—En Viña de Mar el mar es solo un decorado. En Valparaíso es parte de la ciudad.
—En Viña del Mar también es parte de la ciudad.
Mi interlocutor sonrió de nuevo, esta vez de lado, burlándose de mí.
—Entonces, ¿por qué, si es parte de tu ciudad y lo ves todos los días, lo mirabas de esa forma antes de que llegara?
—Porque... —Miré hacia el horizonte—. Porque cuando lo miro desde mi ventana, veo Valparaíso. Pero estando aquí, con los cerros a mi espalda y el mar al frente, solo veo... Solo veo libertad.
Lo observé, curioso por el efecto que tendrían sobre él mis palabras. Su expresión me generó una sensación extraña. Ya no sonreía; por el contrario, lucía triste.
Me invadió una ligera incomodidad, así que decidí dejar de ser un desconocido para él y así empujarlo a decirme también su nombre.
—Lo siento, no me presenté: soy Mateo Sa...
—Con eso basta —me interrumpió levantando una mano que, noté entonces, estaba sucia de pintura seca.
—¿Con qué?
—Con tu nombre: Mateo. No me importan los apellidos, solo los nombres y lo que la gente ama hacer. —Ante mi confusión, volvió a sonreír. Su mano, antes alzada, se apoyó en su pecho, cubierto por una camisa de tela delgada debido al uso. Sobre esta llevaba un guardapolvo del mismo tono que su cabello—. Yo soy Joaquín, pintor.
—Pero debes tener un apellido...
—Lo tengo, pero no importa. Pero si no te basta con eso, puedes decirme Joaquín S., pintor.
Extendió la mano hacia mí como muda invitación a que volviera a presentarme.
—Mateo... Mateo S.
—¿Nada más?
—No soy nada...
Joaquín torció el gesto, pero pronto recuperó la sonrisa.
—Lo dudo. Y si no lo eres ahora, lo serás. Dime, ¿qué es lo que más te gusta hacer? ¿Qué es eso que te hace perderte tanto como cuando miraste el mar?
Bajé la mirada hasta mis pies, sin poder seguir sosteniendo la suya. Ese joven, que había aparecido a mi lado de pronto en el borde de la ciudad que me obsesionaba desde niño, estaba haciendo preguntas que nadie había procurado hacerme antes. Esa conjunción de hechos fue lo que me empujó a decirle la verdad.
—Escribir...
—¿Poemas?
—No, no poemas. Historias.
Cuando volví a mirarlo, él tenía la mano lista para que yo se la estrechara.
—Un gusto, soy Joaquín S., pintor.
Las olas rompieron con estrépito cerca de nosotros y otro barco zarpó en medio de un pitido estridente que hizo vibrar levemente el suelo bajo mis zapatos. A mi izquierda, Valparaíso resplandecía en colores y voces y a mi derecha el mar se perdía hasta el infinito. Fue entonces cuando, de pronto, todo encajó por fin. El lugar, el momento, yo.
—Soy Mateo S., escritor —dije con firmeza mientras estrechaba la mano que me ofrecía.
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Eran las cuatro de la tarde cuando Gabriela llegó al edificio ubicado en calle Pedro de Valdivia, a pasos de Providencia. El conserje la reconoció y la saludó con una sonrisa, a lo que ella respondió de la misma forma. No tuvo que decir a dónde se dirigía, ni el hombre tampoco le preguntó. Lo que sí le preguntó fue cuánto calor hacía afuera.
—Es un horno —respondió Gabriela, mientras marcaba el piso seis en el panel del ascensor.
—Y recién estamos en enero.
—¿Va a salir de vacaciones?
El hombre, de unos sesenta años y corta estatura, hizo un movimiento de la mano para indicar que no tenía ni idea.
—¿Y usted, mija?
—No creo tampoco.
—A quedarse en este infierno no más.
—No queda de otra.
El ascensor se detuvo y abrió las puertas, así que Gabriela levantó el brazo a modo de despedida.
—Nos vemos.
—Nos vemos. Ah, dígale a don Andrés que de nuevo lo llamó a conserjería la administradora.
—Bueno, yo le digo.
—Gracias, mija.
Gabriela se subió al ascensor. Se miró en el metal reflectante de la puerta cuando este se cerró, pero su reflejo era tenue y algo torcido. Se acomodó mejor la correa del bolso de cuero sobre el hombro. En el interior de este llevaba la carta de aceptación de la universidad, la carta para Frank, las hojas que contenían su última crítica literaria y su nueva lectura: El Proceso, de Franz Kafka. Por supuesto, también llevaba El Club de los Seres Abisales.
Cuando salió del ascensor y terminó en las oficinas de la revista que Andrés Leyton dirigía desde el cierre de La Bruma, sonrió. El ambiente era justo el que esperaba: ansioso e inquieto. Se aproximaba la fecha de salida del siguiente número y eso siempre provocaba una algarabía que era muy fácil confundir con pánico.
Saludó a varias personas en su camino hacia la oficina de Andrés, ubicada en el extremo opuesto a la entrada. De hecho, el lugar no era muy distinto al que había albergado el desaparecido diario de Lafken. O quizás se debiera a que el editor, es decir Andrés, seguía manteniendo las mismas manías. Poder ver sus dominios y a sus trabajadores con solo mirar por la ventana de su oficina era una de ellas.
Alcanzó el escritorio de la secretaria del hombre: Catalina Sanfuentes, apenas unos años mayor que ella y una de las antiguas conquistas de Manuel.
—Gabriela, tanto tiempo que no te veía por acá.
—Es que cuando vine tú estabas de vacaciones.
—Ah, verdad.
Gabriela miró hacia la puerta cerrada de la oficina de Andrés.
—¿Está?
—Sí, pero de un mal humor terrible, te aviso altiro.
—¿Y eso por qué? —preguntó con las cejas alzadas.
—Un fotógrafo le falló hoy y tuvo que mandar a otro que no sabe sacar más de dos fotos bien enfocadas.
—Chuta...
—Así que te sugiero que le traigas buenas noticias.
Gabriela sonrió.
—Mi presencia es buena noticia suficiente.
A pesar de sus palabras, cuando caminó hacia la oficina lo hizo sacando las hojas dobladas de su aportación mensual a la revista La Otra Voz. Las extendió y, con ellas por delante, abrió la puerta y entró.
Andrés Leyton se hallaba de pie, de espaldas y hablando por teléfono. Ya contaba más de cuarenta años y estaba separado. También más canoso e irritable, pero en el fondo seguía siendo el mismo periodista que Gabriela conocía desde que tenía memoria. Cuando se enteró que el hombre había decidido venirse a trabajar a Santiago, se había puesto tan feliz que le costó una semana recuperar el sarcasmo con el que solía tratarlo.
Al cerrar la puerta a su espalda, Andrés se giró para mirar a quien venía a importunarlo. Su gesto de enojo desapareció casi del todo al verla, pero supo fingir indiferencia por el par de minutos que tardó en colgar la llamada.
—Rodríguez, tanto tiempo.
—Vine hace dos semanas, Leyton.
Él le dio la razón con un gesto de la mano antes que con sus palabras.
—Es que en este infierno se sienten como el doble. —Con un bufido de cansancio se dejó caer sobre la silla, apoyando luego los brazos en el escritorio, el que era un desastre como siempre—. ¿Qué es eso que veo en tus manos? Aquello por lo que te pago un sueldo, espero.
—Por supuesto —Gabriela dejó las hojas sobre lo que pudo y volvió a erguirse, esperando con el estómago más contraído de lo que estaba dispuesta a reconocer a que Andrés las tomara y le echara un vistazo.
El hombre lo hizo, dejando escapar una leve carcajada al leer el título.
—"Heredia, el detective chileno destinado al panteón de los grandes del género"... Ya sabía yo que te iba a gustar.
—No me gustó, me encantó.
—Espero que esto no contenga solo balbuceantes halagos. —Andrés alzó las hojas con una sonrisa ladeada.
—Por supuesto que no: me pagas para ser objetiva y profesional.
—Así se habla, Rodríguez.
—¿Tienes algún libro nuevo para mí?
—Lamentablemente no, así que la elección esta vez la dejo en tus manos. —Al ver que una sonrisa maliciosa se extendía por la cara de Gabriela, el hombre torció la cabeza—. Mi respuesta es no.
—Pero, ¿¡por qué no?!
—Porque la idea con estas críticas es que la gente lea. No les podemos hablar sobre un libro que después no encontrarán en ninguna parte. Así que no, no puedes escribir sobre Salvatierra.
—Algún día reeditarán sus libros y ya no podrás decirme que no.
—Claro, claro.
Con ese tema zanjado, Gabriela se debatió un instante en el puesto antes de sentarse en la silla frente a Andrés. Este la observó con atención, aunque sin sonreír, porque quizás ya intuía lo que venía a continuación.
—Tengo que contarte algo —comenzó la joven, recibiendo como respuesta solo un alzamiento de cejas—. Me iré a estudiar a Valparaíso.
La mandíbula de Andrés bajó varios milímetros al escucharla. En su fuero interno, Gabriela apreció el momento. No era tan fácil para ella sorprenderlo.
—Me aceptaron en la Universidad Católica de Valparaíso —continuó—. Ya hablé con mi abuelo y... —Con cuidado, sacó la carta para Frank del interior del bolso—. Quiero que él lo sepa también.
Sostuvo el sobre frente a ella durante los segundos que Andrés tardó en tomarlo. Cuando lo hizo, Gabriela sintió que el peso en su pecho disminuía un poco.
—Esto tardará en llegar —dijo él tras unos segundos—. Si me llama, ¿quieres que...?
—No.
—Bien...
Se hizo el silencio entre ambos. Gabriela, con una pregunta debatiéndose en su mente, apretaba con fuerza el bolso de cuero. Sentir el bulto que era El Club de los Seres Abisales la calmó un poco.
—¿Cada cuánto te llama? —preguntó por fin. Al mirar a Andrés, este tenía el ceño fruncido—. ¿Te llama muy seguido?
—No, Gabriela. Solo lo hace cuando está a punto de mandarme algún reportaje.
—¿Y...?
—Están por cumplirse los seis meses que se da para terminarlos, así que no me sorprendería que llamara pronto. Por eso, si quieres...
—No. Lo sabrá cuando le llegue la carta.
—Como tú quieras. —Se inclinó hacia delante, entrelazando las manos sobre el montón de papeles que poblaban el escritorio, a los que había ido a sumarse la crítica literaria de Gabriela—. ¿Por qué a Valparaíso?
—¿Por qué no?
—Esa es no es respuesta.
—Lo sé.
—¿Entonces?
La joven respiró hondo.
—Mateo Salvatierra. Por él es que me voy... para averiguar más sobre su vida.
—Te conozco desde niña, por eso no me sorprende que seas una ñoña, pero... ¿No será mucho dejar Santiago por algo así?
—Pensé que con la profesión que ejerces, te sería fácil entender mi curiosidad.
—La entiendo y también la apoyo, pero irte a estudiar a una ciudad que no conoces me parece un poco extremo.
Gabriela sostuvo durante unos segundos la mirada de Andrés, hasta que no le quedó más remedio que recurrir a la misma mentira que le había dicho a Hugo el día anterior.
—Y si te dijera que me he propuesto escribir su biografía?
—¿Su biografía?
—Sí, una biografía de tomo y lomo. Toda su vida, encontrar todos sus libros... Descubrir el misterio, en definitiva.
—¿Por qué?
—Porque es un escritor chileno del que casi nadie sabe nada. Y se merece más reconocimiento.
—¿Para así lograr que reediten sus libros?
—Claro.
Andrés sonrió un poco mientras se inclinaba hacia atrás en la silla.
—Bien pensado, Rodríguez. —Gabriela lo miró complacida durante lo segundos que él tardó en decir lo siguiente—. Pero no te creo.
—¿Cómo que no...?
—Está bien, te interesa Salvatierra. Créeme, sé que te interesa. Sé también que es raro que te separes de ese libro suyo... lo vi cuando abriste el bolso para sacar la carta para Frank. Te interesa, seguramente es tu escritor favorito o algo así, pero no es solo por él que te vas.
—Andrés...
—Si quisiera hacer conjeturas, diría que es por Markham, tu papá y el mismo Frank. Pero me quedaría corto, ¿cierto? —Su expresión de pronto se endureció—. Yo también sé que la editorial de los Sotomayor fue la que hizo desaparecer los libros de Salvatierra.
Gabriela sintió un escalofrío repentino. Quiso pararse e irse de allí, pero no lo hizo. Aferrada a su bolso, habló con toda la firmeza que logró reunir.
—Súmale entonces un reportaje capaz de tumbar a los Sotomayor a la biografía sobre Salvatierra.
—Eres muy joven, Gabriela.
—¿Para qué? ¿Para escribir sobre la verdad?
—Para entender lo que la verdad puede provocar.
—Quizás sea porque siempre me han contado mentiras... o verdades a medias.
Andrés suspiró.
—No voy a contestarte eso. Solo quiero que recuerdes que uno de los motivos por los que tu tío no puede volver aún a Chile es porque los Sotomayor están esperando que ponga un pie aquí para meterlo preso por injurias. Seguro que al lado de de las demandas que le pondrían otras familias pudientes o el ejército la de los Sotomayor no serán nada, pero de todas formas ellos andan detrás suyo. Y tú llevas su apellido.
—No tengo miedo.
—Juventud, divino tesoro.
—Por favor, no me digas que te has vuelto un cobarde con los años, Leyton.
—Solo soy un periodista cansando, Gabriela. Lo que no me impide publicar lo que tu tío me manda aunque eso pueda significar que cierren este lugar tal como cerraron La Bruma. —Se puso de pie y rodeó el escritorio para acercarse a ella—. Pero bueno, al parecer mi vocación es subvencionarle las ideas peligrosas a los Rodríguez.
Gabriela También se levantó, quedando frente a él. Se miraron antes de que Andrés la abrazara brevemente.
—Felicitaciones, serás una excelente periodista.
—¿De verdad crees eso?
—Por supuesto.
—¿Mejor que tú?
—Creo que en eso sí podrás ganarme.
Ambos sonrieron.
—Gracias, Andrés.
Gabriela caminó hacia la puerta. Había quedado de reunirse con Manuel cuando este terminara su jornada en la Brigada, pero antes debía hacer un mandado para Lucía en una pastelería cercana. Andrés la vio alejarse y cuando estaba a punto de cruzar el umbral, la llamó.
—Pensándolo bien, creo que sí deberías escribir sobre algo de ese tal Salvatierra. —El editor asintió ante la expresión de incredulidad de la joven—. Eso sí, con una condición: habla sobre algún otro libro suyo, no con el que cargas siempre.
—¿Por qué?
—Porque Frank no sabe que lo tienes, ¿recuerdas? Además, ese es el que editaron los Sotomayor. Escribe sobre uno anterior, ojalá uno que no cueste tanto encontrar. Y también quiero la primicia cuando tengas lista la biografía o lo que sea que escribas. ¿Cómo sabes? Tal vez La Otra Voz se hace conocida por sacar a ese escritor del olvido.
Feliz día internacional del Libro y la Lectura.
GRACIAS POR LEER :)
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