CAPÍTULO CINCO: Viene en la oscuridad y se vuelve a ir
La pastelería Les Moulins estaba ubicada a solo un par de cuadras de las oficinas de La Otra Voz, por lo que, nada más salir del edificio, Gabriela se dirigió hacia allí. Lo hizo a paso lento, sabiendo que tenía tiempo de sobra, pero también porque estaba pensando en muchas otras cosas. Su carta, que pronto recibiría Frank, por ejemplo, o la autorización de parte de Andrés para al fin reseñar un libro de Mateo Salvatierra.
Desde que el hombre le había permitido usar un espacio en el número mensual de su revista, esa era una pequeña lucha que ambos mantenían. Gabriela insistía, aunque en el fondo sabía que Andrés tenía razón: hablar sobre novelas imposibles de encontrar era tiempo perdido, casi un desperdicio de tinta y papel. Además, La Otra Voz no era lo suficiente conocida aún para empujar a alguna editorial a tomar cartas en el asunto y rescatar los libros de Salvatierra del olvido. De hecho, en los tiempos que corrían, la revista era poco más que un grito en medio del silencio. Quizás todo cambiara cuando Pinochet dejara por fin el poder; así le gustaba creer a Gabriela. Pero también, con tantas cosas ocurriendo en el mundo real, nadie se preocuparía por un escritor muerto hace más de cincuenta años y sus libros.
La repentina autorización por parte del periodista la había sorprendido. Mientras caminaba hacia su siguiente destino, se dijo que lo más probable es que fuera un regalo por su entrada a la universidad, un premio. Dudaba que Andrés de pronto creyera que una biografía escrita por ella cambiara algo. Era un premio al esfuerzo, pero también una especie de calmante. Algo para que no pensara en lo lejos que estaba Frank.
Después de todo, ese rol había cumplido durante los últimos seis años Mateo Salvatierra y sus libros, sobre todo El Club de los Seres Abisales: eran su compañía mientras esperaba.
Llegó a la pastelería y tras mirar brevemente a través de la ventana decorada con flores y los precios del día escritos con tiza líquida, decidió entrar. En el interior solo había un par de comensales sentados en las mesas pequeñas y redondas, además de una dependienta detrás del mostrador. Abrió la puerta también de vidrio, siendo anunciada por el tintineo de una campanilla. El sonido le valió una mirada de todos, pero ella se concentró únicamente en la joven un poco mayor que ella que atendía la caja.
—Hola, ¿en qué te puedo ayudar?
—Hola —dijo Gabriela con una sonrisa, mientras buscaba en su bolso la hoja que Lucía le había entregado antes de que se fuera de la casa—. Me envía Lucía Poblete... Ella me dijo que había llamado para encargar una torta.
La joven pestañeó para hacer memoria. Luego asintió.
—Sí, sí. Dijo que nos haría llegar el diseño que quería.
Por fin, Gabriela dio con el papel y se lo extendió. Era una hoja doblada en dos en el cual Lucía había trazado un dibujo con bastante habilidad de un pastel de dos pisos.
—Ese es.
La dependienta lo estudió, asintiendo conforme.
—Muy bien. Se lo entregaré al pastelero. ¿Es para el 12, verdad?
—Sí.
—Bien. ¿Te puedo ayudar en algo más?
Gabriela miró el reloj colgado detrás de la joven. Faltaban diez minutos para las cinco y Manuel salía recién a las seis. Se juntarían a las seis y media en un punto medio entre el centro y Providencia. El plan era ir a beber algo al barrio Bellavista para "celebrar apropiadamente" la aceptación de la universidad, según palabras de él. Aún le quedaba tiempo y el calor del exterior no invitaba a volver a salir. Allí el ambiente era agradable, sin contar que los berlines que vendían eran unos de los mejores que había probado en su vida.
—Me serviré algo —dijo.
—Muy bien, te llevaré la carta en un momento.
—Gracias.
Volvió sobre sus pasos y luego de un vistazo alrededor, se decidió por una mesa vacía ubicada a la izquierda de la puerta, junto a la ventana. Se sentó en una de las dos sillas, la que dejaba su espalda contra la pared, para así poder mirar tanto al interior del pastelería como hacia el exterior. Su bolso de cuero lo dejó entre las piernas, no sin antes sacar El Club de los Seres Abisales. Aquella mañana había comenzado un libro de Kafka, pero no podía ya aguantar las ganas de seguir la historia de Mateo S. Había quedado en la parte en que el joven por fin se decide a ir a Valparaíso otra vez, una de sus partes favoritas. Buscó la página, lo que le demoró apenas unos segundos a pesar de que no usaba marcadores de ningún tipo. Nunca los usaba, no le gustaban.
La mesera vino con el menú y ella lo miró por cortesía. Al final pidió justo lo que había planeado desde el principio: un té frío y un berlín con crema pastelera. Volvió a quedar sola, así que apoyó el codo derecho en la mesa y su rostro en la mano, mientras con la otra alzaba el libro y comenzaba a leer. Llevaba así quizás unos cinco minutos cuando identificó la ligera sensación de incomodidad que sentía desde hace un rato. Alguien la estaba mirando.
Paseó los ojos por el lugar, hasta dar con quien lo hacía. Era una mujer mayor sentada a dos mesas de distancia, con un café cappuccino a medio beber entre las manos delgadas y largas. Todo en ella gritaba elegancia, desde su pelo blanquecino cayendo por encima de su hombro en una trenza, hasta el vestido negro que cubría su cuerpo aún esbelto. Tenía los ojos fijos en ella, y al verla Gabriela se sintió algo intimidada. Cambió de postura sobre la silla antes de sonreír y hacerle un leve gesto de saludo con la cabeza.
Iba a volver a concentrarse en el libro cuando la mujer le habló.
—¿Te molesta si me siento contigo?
La respuesta salió de entre los labios de Gabriela antes de que pudiera realmente pensar en ella.
—No, claro que no.
La desconocida sonrió, levantándose luego. Con una mano tomó la taza y con la otra el pequeño bolso de tela donde llevaba sus cosas. La distancia que las separaba era reducida, pero le bastaron para dar cuatro pasos que confirmaron lo que Gabriela había pensado nada más verla: esa mujer aún era hermosa y tan elegante como seguramente había sido en su juventud. No le pudo quitar la vista de encima mientras se sentaba en la silla frente a ella. Solo lo logró cuando se acercaron los pasos de la mesera, que traía su pedido.
La joven, algo sorprendida, se dirigió primero a la mujer.
—¿Señora Corvalán...?
—Tranquila, querida. Me cambié porque quiero conversar con esta encantadora jovencita antes de irme.
—¿Le traigo algo más?
—No, gracias.
La mesera asintió y puso el vaso alto con té helado y el berlín de Gabriela. Le preguntó a esta si todo estaba bien y tras el asentimiento que recibió como respuesta, se fue.
—Eso es lo que más valoro de este lugar, la atención —dijo la mujer. Tenía la voz ligeramente grave, pero sedosa.
—Son muy amables.
—Vi que encargaste una torta. Son los mejores haciéndolas.
—Sí, siempre las encargamos acá.
—¿Y cuál es el evento? Si te no molesta que pregunte.
—Mi abuelo estará de cumpleaños en una semana.
—Ah, ya veo... —La mujer entrelazó los dedos. Sus uñas estaban cubiertas por un brillo perlado y eran largas y bien cuidadas. Todo en ella indicaba un atención a los detalles más mínimos que Gabriela había admirado siempre en otras mujeres, sin que por ello se esforzara por replicarlo—. ¿Cuál es tu nombre?
—Gabriela Rodríguez.
—Bonito nombre. Yo soy Luisa Corvalán.
Por reflejo, Gabriela extendió la mano por encima de la mesa. Quería comprobar si la piel de las de ella era tan suave como se veía. Cuando ambas se tocaron, comprobó que sí.
—Un gusto.
—Siento haber interrumpido tu lectura. Es que a mi edad, a una le gusta conversar.
—A mí también me gusta conversar.
—¿Sí? —La mujer alzó las cejas con interés—. ¿Y qué me puedes contar de ti, Gabriela?
Al escuchar la pregunta, sonrió, nerviosa. El libro de Mateo Salvatierra descansaba bajos sus manos, en su regazo.
—Pues... Creo que no mucho. Tengo dieciocho años, vivo con mi abuelo y Lucía... Y estoy a punto de irme a estudiar a Valparaíso.
—¿Estudiar qué?
—Periodismo.
—Ah... Entonces, más que conversar, te gusta escuchar lo que otros tienen para decir. —Gabriela abrió la boca para responder, pero ella continuó—. Y por lo que veo, también disfrutas leyendo lo que otros escriben.
—Sí, amo leer.
—Lo noté. —Luisa Corvalán hizo un gesto circular en torno a su propio rostro—. Tu cara me lo dijo.
—Todos dicen que hago expresiones raras cuando leo.
—No sé si era rara... Solo era un gesto de avidez. La expresión de alguien que esta justo donde quiere estar. En tu caso, donde sea que transcurra esa historia que estabas leyendo.
—Transcurre en Valparaíso.
La sonrisa que se dibujó en la boca de la mujer indicó una comprensión inmediata. Más rápida que la de Hugo Farías o la de Andrés Leyton cuando les había dicho dónde había decidido estudiar. En respuesta, Gabriela levantó el libro y lo puso sobre la mesa. Los ojos de Luisa Corvalán se fijaron en él, leyendo el título y el nombre del autor. Luego, en vez de mirar a Gabriela, pareció meditar con el rostro vuelto hacia la izquierda de esta.
—Mateo Salvatiera... —murmuró tras unos segundos.
—¿Lo conoce? —preguntó Gabriela con un hilo de voz. Por una parte, se planteaba por primera vez que aquella mujer se le hubiera acercado solo por el libro, tal como aquel profesor hace unos meses. Por otra, la sola posibilidad de que otra persona supiera del autor la hizo tensarse en la silla a la espera de la respuesta.
—Me suena su nombre... Aunque claro, nunca he sido buena lectora. —Estiró un brazo hacia Gabriela y con delicadeza tomó el libro. La joven no hizo nada para detenerla, pero la observó mientras lo estudiaba con el aliento contenido en la garganta—. Lo que sí me gusta —continuó la mujer—, son las otras historias que a veces estos guardan.
—¿Las otras historias?
—Sí. Las ocultas. —Levantó la mirada, para deleitarse un momento con la expresión de interés de la joven—. ¿Sabías que muchas veces algo de nosotros queda atrás, adherido a lo que fue importante en nuestra vida? Puede ser un lugar, una persona o un objeto. Algo como un libro, por ejemplo. Algunos dicen que estos son mejores que cualquier otro para guardar historias, por eso cuesta menos que se conviertan en puntales.
—¿Puntales?
—Lo que nos fija aquí luego de que nuestro cuerpo muere. —Abrió el tomo por la primera página y la estudió. Gabriela vio sus ojos recorriéndola de arriba a abajo, y se sintió como si el análisis lo estuviera sufriendo ella misma—. Es un libro viejo... ¿Lo heredaste?
—Sí.
Luisa Corvalán la miró otra vez.
—¿De quién?
—De mi padre.
—Ah, ya veo...
Le devolvió el libro, el que Gabriela sintió de pronto más pesado entre sus manos. Solo cuando volvió a ponerlo en su regazo, la pastelería reapareció a su alrededor, junto con los ruidos de la calle y la proximidad de la comida que no había tocado.
—¿Usted dice que... un objeto puede guardar parte de alguien que ya no está? ¿Mantenerlo aquí... aunque sea... parcialmente?
—Sí.
Tragó saliva, sin saber cómo continuar. Fue ella quién le ayudó.
—¿Tu padre falleció?
—Sí. Nunca lo conocí.
Un brillo de pena cruzó por la mirada de la mujer. Eso envalentonó a Gabriela.
—¿Cree que si este libro perteneció a mi padre...? ¿Si fue importante para él, luego de su muerte...?
—Creo que tú tienes una mejor respuesta a esa pregunta.
Antes de que la joven pudiera decir algo más, se giró hacia el mostrador y con un gesto le dijo a la mesera que se acercara. Rebuscó en su bolso hasta dar con su billetera, de la que sacó algo de dinero, lo suficiente para pagar lo suyo y lo de Gabriela.
—Querida —le dijo a la joven cuando llegó junto a ellas—, carga lo de ella a mi cuenta.
—Sí, señora Corvalán.
—No es necesario...
—Por favor, acéptame el capricho como pago de la conversación que hemos tenido. —Se puso de pie tras dejar el dinero sobre la mesa, junto a su café sin terminar. Se quedó ausente durante unos segundos, con la mirada perdida a la izquierda de Gabriela—. Ya recuerdo dónde vi su nombre antes...
—¿El de Mateo Salvatierra?
—Sí. Fue un libro que estaba en la casa de mi abuelo. ¿Cómo se llamaba...? —Apretó los labios levemente mientras recordaba. Cuando encontró lo que buscaba en su mente, sonrió—. Sí, se llama Los Grises.
—¿Lo leyó?
—No, nunca. Pero sí sé de lo que se trataba. Toda la colección de libros de mi abuelo se trataba de lo mismo. —Miró a Gabriela desde la altura, su pelo trazando un río plateado sobre su hombro y su pecho—. Era una historia de fantasmas.
Dicho eso, caminó hacia la puerta de vidrio, la abrió y salió a la calle. En medio del resto de la gente, pareció alguien sacado de una película antigua, de esas en blanco y negro. Gabriela la vio alejarse, hasta que percibió por el rabillo del ojo un movimiento. Se giró, esperando encontrar a la mesera, pero estaba volvía a estar tras el mostrador.
Segura de que se lo había imaginado, buscó de nuevo a Luisa Corvalán con la mirada, pero no la vio. Probablemente, nunca más la vería. Quizás también se la había imaginado, pensó por un segundo, antes de recordar que ella no era la única con la que la mujer había hablado en ese lugar. Pero claro, su imaginación era muy vívida a veces. Tanto así que eran innumerables las ocasiones en que había percibido que no estaba sola cuando sostenía el libro que sus manos apretaban en ese momento. Ya fuera dentro o en el exterior de la casa donde vivía, en su habitación o en la de su padre, despierta o dormida. En su mente siempre había alguien más, una compañía silenciosa que no la hacía sentir temor, sino todo lo contrario.
Y ahora aquella mujer le hablaba de la nada para explicarle lo que los objetos eran capaces de guardar de aquellos que morían.
Miró El Club de los Seres Abisales, viejo y maltratado por los años y las lecturas. Quizás ya estaba así cuando su padre lo había leído por primera vez. Con el lomo roto, las páginas manchadas por las huellas de otros lectores, el nombre un antiguo propietario escrito con tinta bajo el título en la primera hoja. Tal vez no era a él a quién sentía, sino a algún otro.
—¿Todo bien? —preguntó una voz que tras unos segundos identificó como la de la mesera.
—Sí... Solo que creo que pediré el berlín para llevar.
—Claro, no hay problema —dijo la joven, para luego tomar el postre en cuestión y llevárselo con el fin de envolverlo.
Se quedó sola de nuevo. El otro comensal se había ido sin que ella lo notara y el lugar estaba en silencio. Bebió el te, que había perdido algo de su temperatura, pero estaba bien de todas formas. Cuando lo acabó, miró el reloj. Pasaban de las cinco y media de la tarde. Se puso de pie con premura, recibió el berlín envuelto y salió de la pastelería. En el exterior, caminó con toda la velocidad que podía, segura de que de todas formas llegaría tarde a su cita con Manuel.
Esperaba que el berlín fuera una ofrenda de paz suficiente.
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—¿Qué te pasa, Rodríguez? Has estado toda la tarde con la cabeza en las nubes...
Gabriela despegó la mirada de la pared cubierta de fotos en blanco y negro del bar donde se encontraban y miró a su amigo. Este tenía una pequeña mancha de mayonesa en la comisura de la boca, pero eso no le impedía seguir atacando el plato de papas fritas que había entre ambos. Ella apenas había comido y su vaso de michelada con suerte había descendido hasta la mitad del vaso.
—Lo siento, es que... —Se inclinó hacia delante, apoyando los brazos en la mesa—. Manuel, ¿si te murieras, a qué te gustaría quedar atado?
El joven abrió mucho los ojos ante su pregunta y por poco se atora con lo último que se había llevado a la boca.
—¿Qué tipo de pregunta es esa?
—Una pregunta como cualquier otra...
—Como cualquier otra no. ¿Quieres que me muera?
—No, tonto. Es una pregunta hipotética. —Gabriela alzó las manos para explicarse mejor—. Imagínate que te mueres, pero puedes quedar en parte atado a algo.
—¿Como un fantasma?
Ella torció el gesto ante la palabra, pero luego asintió.
—Claro.
—¿En qué momento esto se convirtió en un capítulo del Doctor Mortis?
Gabriela le tiró una papa que él atajó con la boca abierta. La sonrisa de victoria que dibujó le dieron ganas de tirarle el plato completo. Pero no lo hizo, porque quería recibir una respuesta.
—Responde la pregunta, Ortiz.
—¿Puedo atarme a cualquier cosa? —preguntó Manuel tras unos segundos—. ¿Cualquiera, cualquiera?
—Puede ser una persona, un lugar o un objeto —dijo Gabriela, recordando las palabras de Luisa Corvalán.
El joven dibujó un gesto de interés. Lo pensó un momento, haciendo vagar la mirada por el lugar. Como era temprano, había poca gente y todos bebían y conversaban con un ánimo similar al de ellos. La música invitaba a un ambiente tranquilo, pero seguramente en unas horas el ambiente sería más alegre.
—Me ataría a ti.
Gabriela se tensó al escucharlo.
—No digas tonteras...
—No son tonteras. Es verdad, me ataría a ti.
—¿Cómo te vas a atar a mí?
—¿Por qué no?
—Porque... porque no sé, es... cursi.
—Pues disculpa por tener sentimientos... —Manuel bebió de su cerveza. Gabriela sabía que era su forma de esconder el gesto de contrariedad. Cuando bajó el vaso, sin embargo, volvía a sonreír—. Está bien... me ataría a un lugar. No sé cuál, pero sí, creo que preferiría estar atado a un lugar.
—¿Por qué?
—Porque los lugares no cambian tanto. La gente sí. Y los objetos se pierden y se rompen... —La señaló con el mentón—. ¿Y tú? —Gabriela bajó la mirada. Luego lo escuchó reír—. No sé ni para qué pregunto... te atarías a ese libro.
Los ojos de ambos se encontraron.
—Sí, creo que sí —respondió ella en voz baja.
—¿Ahora me puedes decir a qué viene tu pregunta?
—Es que hoy... —Tragó saliva, indecisa—. Empecé a leer una historia de fantasmas... Eso. Ahí hablaban de algo que llaman "puntales".
—¿Puntales?
—Sí.
Manuel la observó en silencio, hasta que su mirada se volvió más opaca. Gabriela lo conocía lo suficiente para saber que estaba recordando. Temió que su pregunta lo llevara de vuelta a esa época de la que ninguno de los dos hablaba, pero cuando por fin dijo algo se dio cuenta de que no. Contuvo un suspiro de alivio.
—En el norte habían muchos lugares abandonados, ¿te acuerdas que te conté?
—Sí. Me dijiste que había casas y escuelas vacías... incluso salitreras completas.
—Esas eran las peores. Una vez fui a una, como paseo del colegio. Era enorme y parecía como si la gente solo se hubiera ido un día, llevándose sus cosas, pero dejando igual algo atrás, ¿entiendes? —Gabriela asintió—. No sé si habían fantasmas. Si era un "puntal" o qué, pero sí se sentía distinto... No necesariamente desagradable. Era como... como si en cualquier momento pudieras ver a los que se habían ido un día para no volver. Que ibas a girar en una esquina y ellos iban a estar ahí, que siempre habían seguido ahí. Que nosotros éramos intrusos y que si no los veíamos era porque ellos no querían.
Volvió a beber un buen sorbo de cerveza, pero en esa ocasión no fue suficiente para regresarle del todo la sonrisa. Pasados unos segundos, hizo la pregunta que Gabriela estaba temiendo.
—¿Tú has conocido un lugar así?
—Sí... Markham.
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Cuando llegó a su casa, cenó con su abuelo y Lucía. Todo transcurrió con aparente normalidad, aunque Gabriela sabía que cada vez que no estaba atenta ellos la observaban, para luego intercambiar miradas entre sí. Esa mañana los había escuchado hablar sobre todo lo que tendrían que arreglar para su traslado a Valparaíso, y aunque al principio quiso entrar al estudio para decirles que todo eso podía hacerlo ella sola, no lo hizo. En el fondo, sabía que no era así. Incluso más allá de su entusiasmo, tenía claro que irse a vivir a otra ciudad no era algo fácil y que necesitaría apoyo, tanto económico como de otros tipos para lograrlo al principio.
Por ese motivo, había vuelto sobre sus pasos aquella mañana, y en ese momento no decía nada ante el silencio del hombre y la mujer.
—Abuelo, ¿ya terminaste el artículo? —preguntó luego de llevarse una cucharada de comida a la boca.
—Sí. Solo me queda revisarlo un par de veces más.
—Si quieres puedo ayudarte.
—Te lo agradecería mucho. —Edward Wagner revolvió su plato unos segundos antes de continuar—. Por cierto, si están preparándome una fiesta de cumpleaños...
—¿Nosotras? ¿Por qué haríamos algo así?
Gabriela y Lucía intercambiaron una mirada divertida, lo que les valió una expresión de ligero disgusto por parte del hombre.
—Lo sabía.
—Abuelo, no se cumplen sesenta y tres años todos los días.
—Ya estoy muy viejo para fiestas de cumpleaños.
—Entonces no le digamos fiesta —dijo Lucía—. Digámosle... Reunión Para Gente Aburrida Fanática de las Matemáticas.
Edward Wagner la miró con sorpresa mientras Gabriela se reía.
—Lucía, no me digas que invitaste a mis colegas.
—Por supuesto.
—¿A quiénes?
—A varios. Incluso al profesor Valverde.
Al escuchar eso último, Gabriela vio que su abuelo la observaba de reojo. Sin saber por qué, se tensó en la silla.
—¿El profesor Valverde? —dijo el hombre en voz baja—. ¿Y aceptó?
—Sí. Vendrá con su familia, además. Justo estaban pasando un tiempo en Santiago.
—¿Quién es el profesor Valverde? —preguntó la joven, logrando que los otros dos la miraran de inmediato. Ambos lucían ansiosos por responderle—. Nunca lo había escuchado nombrar... —De pronto abrió la boca, recordando—. No, sí lo había escuchado antes. —Se giró hacia su abuelo—. Te fue a visitar cuando estuvimos de vacaciones en Valparaíso.
—Allá es donde ejerce la docencia. En la universidad Federico Santa María.
—Ah.
—Además, su esposa es investigadora en el área de la salud y su hija, que tiene más o menos tu edad, estudia en la Universidad Católica de Valparaíso. Se llama...
—Rafaela —completó Lucía.
—Vaya, qué interesante.
—Sería bueno que los conozcas, Gabriela.
—Seguro que lo haré en tu cumpleaños. —Su abuelo dudó un instante. Ella entrecerró los ojos—. ¿Qué pasa?
Tal como esperaba, fue Lucía la que respondió.
—Tu abuelo y yo hemos pensado que sería una buena idea que te fueras a vivir con ellos cuando...
—¿Con ellos? Pero si no los conozco de nada...
—No, pero el profesor Valverde es un antiguo amigo de tu abuelo. Se conocen desde que él llegó a Chile. Y tiene una hija de tu edad, además de una casa grande donde te pueden recibir. Ellos están encantados con la idea.
—¿O sea que ya lo arreglaron todo sin siquiera consultarme?
—Gabriela... —murmuró Edward Wagner, pero su tono no apaciguó a su nieta.
—No, esto es algo que quiero hacer por mi misma. No quiero dejar de ser una carga para ti y pasar a ser la carga de otra persona.
—Gabriela, tú no eres una carga para mí.
—Ya sé, pero...
—Solo hago esto... hacemos esto, por tu bien. Para que no estés sola allá, para que te sea más fácil acostumbrarte.
Gabriela dejó escapar un bufido entre los dientes.
—Es que me molesta que sigan tratándome como una niña.
—Eso no es verdad —dijo Lucía.
—Es que así me siento en estos momentos: como una niña a la que deciden en qué casa dejar y con quién. Y no me gusta. Mi plan era buscar un sitio, una residencia estudiantil o algo así. Por supuesto que te iba a pedir que me ayudaras a pagarlo, abuelo, al menos al principio. Luego podría trabajar para pagar mis gastos... Es más, seguiré escribiendo para la revista de Andrés y...
Su abuelo se irguió más en la silla y clavó sus ojos verdes en ella.
—Gabriela, lo yo quiero es que te concentres en tus estudios. Cursar una carrera universitaria es lo suficientemente difícil para que además le añadas trabajos de medio tiempo. Mucho menos si es con el fin de mantenerte. Yo pagaré lo que haya que pagar.
—¿Sin ninguna condición?
—¿Cómo?
—¿Lo harás sin ninguna condición de por medio o solo si hago las cosas a tu manera?
—¿Qué tipo de pregunta es esa?
Gabriela se encogió de hombros.
—Solo quiero saber qué tipo de trato estamos haciendo.
—Esto no es un trato... Es... Estoy intentando ayudarte.
—Pero yo no he pedido tu ayuda.
El sonido de las patas de la silla sobre el suelo de madera aumentó aún más la tensión del lugar. Edward Wagner tenía las manos apoyadas en la mesa y un rictus tenso en la boca. Gabriela, a pesar de la impresión, lo observaba fascinada. No recordaba haberlo visto nunca tan alterado.
Pasados unos segundos de silencio, el hombre agachó la cabeza.
—Lo mejor es que tengamos esta conversación en otro momento. Lucía, gracias por la cena.
—De nada, señor.
Su abuelo caminó hacia la puerta del comedor con las manos en los bolsillos. Lo escuchó luego atravesar el recibidor rumbo a las escaleras y subir estas hasta su dormitorio. Mientras el hombre se alejaba, Lucía volvió a concentrarse en su plato. Gabriela la contempló con la garganta tensa por un llanto que no quería dejar salir.
—Lucía...
—Dime.
Buscó las palabras, sin encontrarlas. Agachó la cabeza, sintiendo por fin la mirada de la mujer sobre ella.
—Él solo quiere ayudarte, Gabriela —dijo Lucía al ver que ella no abría la boca.
—Lo sé...
—¿Por qué no quieres dejarlo?
—¿No puedo querer valerme por mí misma?
—Sí, claro que sí.
—Pues eso... me gustaría, esta vez, decidir a dónde voy a irme, a qué casa, con quién viviré...
—¿Para así no volver a ser de nuevo la niña que llegó aquí a los doce años?
Se observaron por encima de la mesa. Gabriela asintió.
—Vayas donde vayas, serás en parte esa niña. Comenzarás de nuevo como ella, y te sentirás sola. Lo único que quiere tu abuelo es que ese sentimiento no se prolongue por mucho tiempo o que sea una realidad más que un sentimiento.
—¿Y los Valverde...?
Lucía sonrió.
—Son una buena familia. Te caerán bien... Pero es tu decisión, Gabriela. Tu abuelo no te obligará a irte con ellos. Ha pasado mucho tiempo desde que fue ese hombre que quería controlarlo todo y que cuando no lo obedecían imponía su autoridad.
Gabriela respiró hondo al escucharla. Se limpió los ojos llorosos ante la atenta mirada de Lucía. Luego, con esfuerzo, se atrevió a hacer lo que no había hecho en seis años.
—¿Tú los leíste? ¿Sus diarios? —La mujer apenas movió la cabeza en respuesta—. ¿Y él...?
—No lo sé, pero lo dudo. Cuando llegué a esta casa, era evidente que nadie había pisado la habitación de Nathan en mucho tiempo. La limpié lo mejor que pude... y fue entonces cuando los encontré. No los leí de inmediato, pero... Sé que no debí hacerlo, que no me correspondía. Es solo que no pude evitarlo. Gracias a ellos pude entender muchas cosas.
—¿Como qué?
—La culpa que carga tu abuelo, por ejemplo. O por qué te trata como te trata... como si tuviera miedo de romperte.
Después de eso, no dijeron nada más. Gabriela terminó su plato con cierta dificultad, conteniendo las lágrimas. No podía quitarse de la cabeza las palabras de Lucía. No podía quitarse de la cabeza la sensación de que no había nada para que Edward Wagner rompiera, porque ella ya había llegado rota a su casa.
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Ya era medianoche cuando abrió la puerta de la habitación de su padre. Se introdujo en el lugar con cuidado de no hacer ruido. Llevaba en la mano el libro de Salvatierra, el que dejó sobre la cama para buscar la vela que ocultaba en el cajón del velador y encenderla. El tenue brillo de la llama era suficiente para ella, así que se puso en movimiento: rescató de debajo de la cama la tela donde estaba desplegada su investigación sobre el autor, y la estiró en el suelo. Buscó la hoja donde había escrito los títulos de todos los libros escritos por él que conocía hasta entonces: Puerto Triste, Aurora, Los Bienaventurados y El Club de los Seres Abisales. En el bolsillo del pantalón llevaba un bolígrafo y con él escribió el que Luisa Corvalán le había dicho, Los Grises. Cinco novelas, de las cuales había leído solo dos.
Se levantó para rebuscar debajo de la almohada la copia de Puerto Triste. No tenía otra opción, tendría que escribir una reseña sobre él. Además, no era una mala idea, teniendo en cuenta que todo apuntaba a que aquella había sido la primera historia publicada de Salvatierra. Era una buena forma de comenzar. Aún así, había algo que la carcomía. Ni siquiera tenía que pensar el qué; lo tenía muy claro. Su deseo era escribir sobre El Club de los Seres Abisales. No era solo capricho, es que sentía que era el orden correcto de las cosas. La novela no era una parte cualquiera de la obra del autor; era además una especie de autobiografía, la forma que él tenía de relatar sus inicios como escritor. Podía haber sido la última en publicarse, tan tarde que ni siquiera el mismo Mateo había estado allí para verlo, pero era el inicio de todo.
Había sido el inicio para ella también.
Volvió a sentarse en el suelo, tomó el libro y lo abrió por una página cualquiera. Le bastó un vistazo para reconocer la escena, lo que había pasado antes de ella y lo que pasaría después. No probó con otra, porque no era necesario: le pasaría lo mismo con todas las partes de la historia. Ya ni siquiera tenía la cuenta de pasajes que se sabía de memoria; eran demasiados. También había perdido la cuenta de veces que lo había leído. Varias de esas relecturas las había hecho durante el primer año que había pasado en esa casa. Era su manera de sentir que seguía siendo la misma Gabriela de antes, la que se había criado en Lafken bajo el cuidado de sus bisabuelos, su madre y Frank. También, era ese el libro que la había acompañado durante las semanas donde su vida cambió por completo, el que le había hecho compañía mientras todo se iba desmoronando a su alrededor. Era cierto que varias veces había pensado que era precisamente por él que muchas cosas cambiaron, como si el libro hubiera precipitado los hechos hasta dejarla a ella allí, sin Lafken, sin sus bisabuelos, sin su madre y, sobre todo, sin Frank. Pero algo estaba claro: lejos de todos ellos, y también de todas las personas que había conocido en Santiago a su llegada, lo único que había quedado era el último libro de Mateo Salvatierra.
Por ese motivo, no había dejado de leerlo, una y otra vez, mientras se habituaba a esa casa. Su abuelo había procurado conseguirle muchas lecturas, las que fueron apareciendo poco a poco a un ritmo que no se había detenido con el paso de los años. Por eso ahora su habitación estaba repleta de tomos, por los regalos del hombre, los que le hacía Lucía para su cumpleaños y la navidad, y los que le daban Manuel y Hugo por el mismo motivo. También Frank había contribuido desde la distancia. Gracias a él Gabriela había comenzado a leer a Cortázar, a Bioy Casares y a Ernesto Sábato. Eso mientras el hombre vivió en Argentina. Luego, los autores trasandinos habían dado paso a los uruguayos, a los peruanos, a los venezolanos, a los mexicanos. Esas lecturas llegadas por correo eran un itinerario más concreto que el que su tío se atrevía a informarle en sus cartas.
Eran innumerables las novelas, los poemarios e incluso los ensayos que había leído entre los doce y los dieciocho años. Eran incluso más que los que había conocido entre que aprendió a leer y salió de su ciudad natal. Pero ninguno había logrado superar a El Club de los Seres Abisales. No era algo que se debiera solo a la calidad de este, era algo más. Una sensación que Gabriela no podía evitar percibir con la misma fuerza que un lazo sanguíneo. Ese era la novela que habían leído Nathan y Frank en Markham. Era parte de la historia de ellos, y por ende, de sí misma.
Tanto así, que cuando encontró los diarios de su padre, Gabriela sintió que las palabras del joven eran una especie de precuela de la novela. No tenía sentido, lo sabía, pero no podía evitar pensarlo. De la mano de la letra grande y clara de Nathan, supo cómo era su vida antes de irse al internado, entre los breves meses que Edward Wagner había tardado en decidir enviarlo lejos luego de la muerte de su esposa. Conoció el conflicto entre padre e hijo desde la perspectiva de este último y aunque muchas veces odió a su abuelo por los golpes y los retos, a medida que crecía se dio cuenta que toda historia tiene dos caras y que hay pocas cosas más fuertes y ciegas a veces que el rencor familiar. Nunca le preguntó al hombre al respecto, porque hacerlo hubiera implicado contarle que conocía los diarios. En lugar de eso, a veces se quedaba mirándolo, intentando conectar sus expresiones y gestos con el sujeto irascible e impaciente que describía Nathan en sus libretas. Hasta la cena de esa noche, no lo había conseguido, e incluso entonces sabía que era apenas un atisbo del hombre que había sido. Lucía tenía razón, había pasado demasiado tiempo; la pérdida, la culpa y la soledad lo habían cambiado.
Esto último se hizo aún más evidente cuando en los diarios comenzó a aparecer Frank. Al principio Nathan lo llamaba Francisco y lo describía como un joven solitario y callado que no se atrevía a hablarle. No podía evitar sonreír al recordar el pasaje donde su padre afirma que seguramente no le simpatizaba ni le simpatizaría nunca. Al ser Francisco Rodríguez un alumno tan tranquilo, meditaba Nathan, era probable que su afición a desobedecer las reglas o faltarle el respeto a los profesores le repeliera. Con la misma emoción y ansiedad con la que leía novelas, Gabriela había esperado página tras páginas que ambos jóvenes hablaran. Cuando por fin se toparon en el baño una noche en que Nathan lloraba por su madre, ella también lloró. No solo lo hizo por la escena, la que imaginó sin problemas a pesar de que su padre no era un escritor; lo hizo también porque por fin estaba conociendo al Frank antes de la pérdida, de la culpa y la soledad.
Ese adolescente de catorce, quince y dieciséis años era tan lejano y al mismo tiempo tan cercano al hombre que la había criado, que Gabriela no podía evitar un escalofrío cada vez que Nathan describía sus bromas o las charlas que ambos tenían.
Cuando llegó al final de la última de las libretas, supo que de nuevo la dejaban a medio camino de conocer la verdad. Los diarios de su padre habían llegado a un punto en que cada uno describía un año de escolaridad en Markham y el cuarto correspondía a su penúltimo año, justo antes de convertirse en un prócer.
Con un vacío enorme, Gabriela entendió que todo aquello había sido como leer una novela a la cual le faltaba la última parte, la más importante. No podría conocer de primera fuente lo que había pensado Nathan al conocer a su madre, ni mucho menos seguir los hechos que habían desembocado en su muerte. Pero, sobre todo, lo que más le llamaba la atención es que alguien como su padre, que describía cada cosa importante que le pasaba y que ya en las últimas páginas de la cuarta libreta añoraba y temía todo lo que le esperaba antes de la graduación, hubiera dejado de escribir justo entonces. Debería haber un quinto diario, no tenía sentido que no existiera.
Cuando ya no tuvo más libretas que leer, había vuelto a refugiarse en El Club de los Seres Abisales. De nuevo no tenía sentido, pero sentía que esa era, de momento, la única continuación a la historia de su padre y su tío de la que disponía. Y el hecho de que el lazo con la novela fuera más fuerte desde la llegada a esa casa y en especial desde el descubrimiento de los diarios, hacía que esa sensación incrementara.
Luisa Corvalán tenía razón: algunos, al morir, no se iban del todo. Se aferraban a objetos, personas o lugares para quedarse en parte. ¿Había hecho eso su padre? ¿Lo había hecho con ese libro?
Miró el espacio vació frente a ella, al otro lado de la tela que contenía todo lo que sabía sobre Mateo Salvatierra y los Sotomayor. Lo imaginó, sentado con las piernas cruzadas, el pelo castaño rojizo brillando con la luz temblorosa prodigaba por la vela.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
—Lo único que tiene sentido —le respondió él en su mente.
Casi pudo verlo sonriéndole, cómplice. Entonces, ella también sonrió.
—Bien, escribiré la reseña de El Club de los Seres Abisales.
Feliz cumpleaños, _-A-l-e-x-a-_ Bienvenida a la maldita adultez. Te quiero <3
Y GRACIAS A TODOS POR LEER :)
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