la notificación
A Sutton la despidieron aproximadamente alrededor de las dos del mediodía, probablemente un poco después. Lo cierto era que ella tenía intuición para esas cosas y ya se lo esperaba, pero perder un trabajo cuando lo necesitas es una sensación horrible de ansiedad y estrés. Así que allí estaba Sophie Sutton, llorando desconsolada en un autobús en el que era invisible a ojos de los demás. Lo peor de todo era tener que llorar por un trabajo que le parecía aburrido, irritable y poco ético. Jamás habría sido feliz sentada durante horas frente a una pantalla que le lanzaba llamada tras llamada, luchando desesperadamente por conseguir que alguien cediese a su chantaje para volverse socio mensual de aquella organización supuestamente benéfica. No, aquella no era definitivamente su vocación. Quizá, pasados los días, se alegraría de no haber sido contratada.
La vieja y destartalada casita en la que vivía estaba a las afueras de la ciudad de Gullyshore, rodeada de carreteras y fábricas a lo lejos. A medida que caminaba desde la parada de autobús hasta su portal, la muchacha pudo visualizar con claridad el jardín, el único atractivo que tenía aquel lugar, y los gatos que lo habitaban jugando animadamente entre ellos. Se detuvieron al verla cruzar la carretera hacia la puerta, sonriendo con tristeza. Todo en ella parecía estar a punto de desmoronarse, incluso su moño negro y la gabardina de color canela arrugada. Se detuvo para sacar las llaves y abrió la puerta, dejando que algunos gatos entrasen con ella antes de cerrarla de nuevo. Deambuló como un fantasma a lo largo del corredor que estructuraba todas las estancias de la casa y se dejó caer sobre su cama. Los gatos maullaron en el suelo, exigiendo que mantuviera la compostura, pero Sophie los ignoró. Se abrazó a sí misma sin quitarse la gabardina y, al igual que su moño, se deshizo y cedió a la desesperación.
Sophie Sutton apenas alcanzaba la treintena. Era una mujer adulta e independiente, pero no tenía suerte. Quizá sí la tenía, todo podría ser mucho peor, en realidad. Descendía de una larga saga de inadaptados y conformistas llegados de otras regiones del Reino Unido, todos atrapados en Gullyshore como las moscas quedan atrapadas en las lámparas fluorescentes hasta acabar muertas. A menudo Sophie hablaba de una especie de maldición, una metáfora para contener toda su insatisfacción vital. Ella era una aspirante a escritora nacida de una familia en la que no se leían libros, una idealista originada por personas pragmáticas. Se sentía como un pez fuera del agua, tanto era así que llevaba años alejada de la mayor parte de sus familiares. Vivía sola en aquella casa venida abajo, a las afueras de una ciudad que la trataba con una pequeña parte de la dureza con la que ella se trataba a sí misma.
El teléfono, olvidado en una esquina de la cama, había sonado varias veces sin haber conseguido captar la atención de Sophie. Más calmada minutos después, la mujer cogió el teléfono entre sus esqueléticas manos para devolver la llamada a su mejor amiga, Maia. La chica mostraba indicios de estar enfadada por la ausencia de Sophie, pero se mostró comprensiva porque sabía que Sophie estaba destruída por lo ocurrido, aunque no quisiera reconocerlo.
—¡Sutton! —la regañó levemente al otro lado de la llamada—. Me había preocupado, ¿cómo estás?
—Bien, no te preocupes. Perdón por no haber respondido.
—Sé que no estás bien, es imposible que lo estés. Estás de vuelta en la casilla de salida, sola en esa casa ruinosa, y ni siquiera te han dado un motivo claro para no contar contigo.
—Gracias, Maia. Eres todo un apoyo.
—Para eso estoy —declaró la muchacha sin captar la ironía en la voz de Sophie—. Sutton, no desesperes. Tu momento llegará.
Sophie suspiró al incorporarse. El teléfono estaba en manos libres sobre la colcha grisácea de la cama y ella, con las rodillas presionadas contra su pecho, mantenía su mirada fija en algún punto del horizonte a través de la ventana. El sol comenzaba a ponerse por detrás de los edificios del centro de Gullyshore, que se veía a lo lejos, y la sensación de que el día se había acabado suponía un pequeño alivio para ella.
—¿Por qué no vienes a cenar a casa?
—Maia, ya sabes que los autobuses no pasan a su hora y no quiero quedarme tirada.
—Puedes quedarte a dormir en mi casa. Venga, te va a venir bien. No te hagas de rogar.
Sophie resopló hastiada. Lo cierto era que no quería ir, pero tampoco quería estar sola. No quería habitar su cuerpo en aquellas circunstancias, pero no tenía ninguna alternativa. Accedió a ir mientras se colocaba el abrigo gris y recogía sus cosas rápidamente.
—¿A qué hora te pasa el autobús?
—En unos veinte minutos.
—Dios, vas a tardar casi una hora en llegar. Olvídalo, voy a buscarte. Estaré ahí en menos de diez minutos.
La llamada se cortó después de que Sophie se despegara el teléfono de la oreja. Lo dejó olvidado en el bolsillo de su abrigo. Salió a la calle y se dio cuenta de que los gatos la seguían. Se agachó en cuclillas para saludar a su favorita, una gatita muy jóven a la que había llamado Brígida. Estuvo dándole mimos sin descanso hasta que las luces del coche de Maia hicieron que el animal se pusiera en alerta para finalmente acabar huyendo. El coche pequeño y oscuro de su amiga se detuvo paulatinamente frente a ella para que pudiera subir. Una vez estaba dentro, Maia y ella se abrazaron. Las manos de su amiga acariciaron su espalda mientras las ventanas del coche se empañaban por el calor de la calefacción.
—Tranquila, tía —le decía su amiga una y otra vez—. No pasa nada, llora si lo necesitas.
—Maia, no estoy llorando.
—Claro, claro...
—Hablo en serio —dijo separándose para poder mirarse a la cara—. ¿Ves? No estoy llorando.
—Pero lloras por dentro —le respondió Maia poniéndole una mano en el pecho—. Puedo sentirlo.
—No sé por qué me he dejado convencer. Conduce, anda.
El coche se perdió en dirección a la ciudad. Las luces de Gullyshore brillaban distintas aquella noche, tal vez no, quizá fuera Sophie la que estaba diferente. Achaparrando su cuerpo contra la puerta del copiloto cada vez más imponía una fría distancia entre Maia y ella. Esa fue la confirmación de que, efectivamente, algo iba mal. Algo que trascendía el mero hecho de haber sido despedida de un trabajo repugnante, probablemente tenía que ver con una frustración personal que la había acompañado durante toda su vida. Sophie solo tenía un sueño, pero o el sueño era demasiado rápido o ella era demasiado lenta, quizá ambas al mismo tiempo. En cualquier caso, Sutton jamás alcanzaba su deseo de convertirse en escritora. Pensar en eso le dio la prueba que necesitaba de que aquello era lo que la tenía tan apática. Decidió sacudir la cabeza y concentrarse en el momento presente.
Maia preparó algo de picoteo. Era una experta en esas cuestiones, combinaba el ingenio y unas dotes culinarias envidiables para crear algunos de los tentempiés más extravagantes que Sophie hubiera probado jamás. Aquello noche fue todo más modesto, dadas las circunstancias. Sobre la mesita de café reposaban un cuenco de olivas negras, unas patatas fritas de la marca más barata y desconocida que Maia había encontrado en el supermercado y dos vasos con un poco de soda. Charlaron sobre Maia y su tesis doctoral sobre la absorción de calcio, sobre la situación política mundial, sobre la diferencia entre los distintos tipos de olivas y sobre la última película que habían visto en el cine. La conversación fue distendida y ayudó a mejorar el ánimo de Sophie. Entonces su teléfono se iluminó y la mujer soltó un grito que hizo callar de pronto a Maia.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Mira, dime que no me he vuelto loca.
Maia tomó el móvil entre sus manos y leyó la notificación en silencio. Al acabar, dejó el móvil sobre el sofá y gritó más fuerte de lo que Sophie había gritado antes.
—Dime que vas a aceptar. ¿Vas a aceptar? ¡Tienes que aceptar!
—¿Por qué estás más emocionada que yo? Iré a la entrevista y ya veremos.
Maia no se creía la calma con la que Sophie estaba reaccionando. Por fin recibía una oportunidad en el mundo de la literatura de la mano de una editorial bastante conocida. ¿No era para estar desquiciada de emoción? Releyó la oferta de nuevo antes de devolverle el móvil a su amiga. Citaban a Sophie en un exclusivo hotel del centro de Gullyshore con la agente literaria que le había enviado el correo electrónico. Ursula Street. Para Maia parecía inverosímil la cuestión de la entrevista, ella ya veía a su amiga con un libro publicado, firmando ejemplares por librerías de las principales ciudades del Reino Unido. La nueva J. K. Rowling, pero sin ser tránsfoba. Sophie únicamente veía una razón más para estar intranquila.
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