el hijo pródigo
Sophie salió de su casa rebuscando en el bolso para comprobar que lo había cogido todo. Había preparado todo con antelación, era prácticamente imposible que hubiera pasado algo por alto, pero aquel era uno de esos hábitos que había desarrollado a lo largo de los años gracias a su naturaleza ansiosa y a la imperiosa necesidad que tenía de anticiparse a todos los posibles escenarios que se le pasaban por la cabeza. El autobús pasó puntual, señal que ella interpretaba como un buen augurio, y la dejó en el centro de la ciudad unos veinticinco minutos después. Tenía una caminata de diez o quince minutos por delante para alcanzar el Cattlefish Shore y aún así llegaría antes de la hora acordada.
Era la primera vez que iba a reunirse con Michael y se había vestido acorde con la situación. Llevaba una camisa y un pantalón vaquero de cintura alta, un abrigo largo que le quedaba por los tobillos y unas gafas de sol oscuras. En el bolso llevaba sus pertenencias, un bloc de notas con un bolígrafo de tinta azul y el cargador del teléfono móvil. Llegó a las puertas del glamoroso hotel con la coleta de caballo meciéndose como el péndulo de un reloj. Aguardó con paciencia jugando al ajedrez en el móvil, revisando constantemente la hora. Estaba nerviosa, pero el cántico de las gaviotas y la brisa fresca la ayudaban a controlarse. Llegó la hora acordada, pero Michael no apareció. Esperó por varios minutos hasta que recibió una llamada de él. Respondió con la poca simpatía que podía fingir hacia él.
—Puedes entrar y sentarte. Llego enseguida.
—¿Disculpa? ¿Es una broma?
—No, estoy en un atasco. Llegaré en breves, pero no hace falta que me esperes.
—Ya, muy considerado por tu parte, pero ya llevo rato esperándote. Quizá habría...
La llamada se cortó de pronto. Sophie no podía creérselo, había abierto la boca completamente descolocada.
—¿Hola?
No había nadie al otro lado que pudiera responder. La llamada había finalizado. Negó con la cabeza mientras entraba en el restaurante, guardándose el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Un hombre elegantemente uniformado la recibió para preguntarle si tenía reserva, a lo que ella respondió afirmativamente antes de dar el nombre de Michael.
—Oh, sí, la Srta. Sutton —dijo el muchacho agitado de pronto—. Sígame, por favor. Su mesa está en el reservado.
Incómoda ante la formalidad con la que había sido tratada, Sophie avanzó por el comedor, esquivando mesas en las que había gente de todo tipo conversando, riendo, comiendo y bebiendo. Su destino era el área de reservados, un lugar al fondo del comedor en el que había cámaras separadas, cada una decorada de una manera particular. Era una zona exclusiva, podía verse desde la entrada. Michael había reservado la Sala Atenas. Era un comedor privado con una enorme sala rectangular en el centro de la estancia, una hermosa alfombra con patrones florales en el suelo y unas luminosas paredes blancas decoradas con lienzos de la Acrópolis de Atenas. A través de los gigantescos ventanales sin cortinas podía apreciarse un azul infinito, ataviado con alguna que otra marca blanca en las zonas en que las olas estaban fuera de control.
—¿Desea pedir algo? —preguntó el hombre sacándola de sus pensamientos.
—No, no será necesario —le contestó Sophie incapaz de apartar su mirada del ventanal—. Esperaré al Sr. Johns. Muchas gracias.
—Para servirle —se despidió el hombre asintiendo.
La puerta a su espalda se cerró. Sophie caminó hacia el centro del comedor, quitándose el abrigo en el camino. Lo dejó sobre la larga mesa y siguió andando hasta el ventanal, deteniéndose para observar las vistas con más detenimiento. Se abrazó a sí misma como si pudiera sentir el tacto de la brisa marina sobre la piel. Estaba hechizada por el espacio, no podía obviar esa realidad. Quizá aquella comida no se le haría tan difícil como había supuesto en un primer momento. El optimismo se fue de golpe cuando escuchó la puerta abrirse a su espalda. Michael había llegado. Ella no se giró para recibirlo al escuchar los pasos del hombre cada vez más cerca.
—Alucinante, ¿verdad? —preguntó él quedando justo a su lado.
—¿El qué? ¿Las vistas o el hecho de llegar casi un cuarto de hora tarde a una cita de negocios? —inquirió ella, girándose para mirarlo a los ojos.
Michael Johns lucía muy similar a la persona que ella tenía en mente, pero había algo extraño en él. Efectivamente era alto, delgado, con el rostro alargado y huesudo y la nariz extrañamente chata. Los ojos azules estaban ocultos tras unas gafas que ella no recordaba haber visto en las revistas y venía vestido con un esmóquin negro. Tenía la barba recortada, pero comenzaban a notarse las consecuencias de no haberse afeitado recientemente, y se percibía en la distancia un fuerte olor a perfume.
—¿Tienes por costumbre ser tan impertinente? —le preguntó con una sonrisa.
—¿Y tú tan impuntual?
—Nunca llego tarde a los sitios en los que quiero estar.
—En ese caso seamos rápidos —escupió Sophie molesta, tomando asiento—. A mí tampoco me hace especial ilusión estar aquí. Me gustaría grabar la conversación, si no te molesta, para tener todas las conversaciones a mano y no perder detalle de lo que me cuentes.
—Vaya, has activado el modo profesional. Me gusta más que el desagradable.
—No es mi cometido agradar y mucho menos a ti. Centrémonos en la obra, por favor. Antes de pasar propiamente a hablar sobre ella, deberíamos concretar aspectos formales.
Michael caminó con las manos en los bolsillos hasta la mesa, sentándose justo frente a Sophie en una postura relajada. Estaba reclinado hacia atrás y tenía las manos unidas sobre el estómago. Su actitud, incluso habiendo llegado ya, seguía siendo poco profesional a ojos de la escritora, pero Sophie decidió no decir nada al respecto y anotar todas las ideas y sugerencias que Michael ponía sobre la mesa. Michael Johns quería una biografía ordenada por capítulos relativos a las distintas fases de su vida, quería dedicarle el mismo tiempo a su infancia que a su actualidad, y sabía perfectamente que eso era lo que quería su larga fila de seguidores. Sophie anotaba todo en el bloc de notas. Estaba absorta en su trabajo, apoyada sobre sus antebrazos y con la mirada fija en lo que hacía. Michael la observaba fijamente. Calló de repente.
—¿Para qué grabas la conversación si estás anotando todo lo que digo?
—Para que no se me pase nada. Te lo he dicho antes de empezar.
—¿No será que quieres seguir escuchándome en casa?
Sophie levantó la cabeza para mirar a Michael a la cara. Sonreía con picardía, pero ella estaba seria. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y carraspeó antes de hablar.
—Va a ser la primera y la última vez que hagas un comentario de esa naturaleza, ¿de acuerdo?
—Solo era una broma —protestó él riéndose—. Dios, eres un aburrimiento. Te lo tomas todo con demasiada seriedad.
—Al contrario que tú, según parece. ¿Podemos centrarnos en la biografía?
Michael asintió riéndose entre carcajadas. A Sophie le recordó el graznido de los cuervos, le pareció un sonido irritable. Se dio cuenta en aquel momento de que se le había erizado la piel, tal era el sentimiento de rechazo que sentía hacia él. ¿Por qué? No acababa de tener una respuesta clara, se dio cuenta en aquel preciso instante. Lo que sí sabía era que Michael no le caía bien y no tenía recursos ni fuerzas para ocultarlo. La conversación se encauzó finalmente y avanzaron bastante. Él confiaba en la visión artística de la escritora, al menos lo suficiente para dejar todos los aspectos formales en sus manos. Lo que quería era empezar a hablar de su vida y a Sophie no le pareció mal; es más, le resultó divertido.
Michael fue el primero de los hijos de sus padres. Tras él llegaron dos niñas, una por cada intento de salvar el matrimonio. Su hermana Kelly pareció mitigar los desencuentros entre sus padres, pero a la llegada Millie resultaba evidente que su madre no aguantaría mucho más tiempo en aquella relación. Sophie se dio cuenta de la forma en que los ojos del hombre brillaban cuando relataba el proceso de divorcio de sus padres. En un momento de la explicación se detuvo a coger aire. Sophie dejó el bolígrafo sobre la mesa, creyendo que Michael rompería a llorar.
—Podemos parar si lo necesita —le expuso—. Hemos avanzado mucho para ser el primer día.
—Todavía no hemos pedido nada de comer —respondió él aliviado de poder tomarse un respiro—. ¿Tienes hambre?
—Mucha, en realidad. Quizá me vaya ya.
—¿Tan insoportable te parezco que no quieres comer aquí?
—Me pareces insoportable, pero no eres tú. Son los precios. Este sitio es un poco excesivo para mi bolsillo.
—Descuida —dijo él levantándose para ir en busca del camarero—, corre de mi cuenta. Ya invitarás tú en otro lugar la próxima vez. ¡Brian!
Unos segundos más tarde apareció por la puerta el hombre que había atendido a Sophie anteriormente. Saludó a Michael con un apretón de manos, seguido de un abrazo.
—Sophie, quiero presentarte a Brian. Es el maestresala del comedor del hotel.
—Un placer conocerla, Srta. Sutton. ¿Qué desea comer?
—Lo mismo digo —sonrió ella desde su asiento—. Pediré una ensalada césar y agua del tiempo, muchas gracias.
—A mí me pones lo de siempre —le dijo Michael sonriendo.
—Ahora mismo se lo traemos todo.
Tan pronto como Brian abandonó el comedor, Michael comenzó a caminar hacia su asiento. Se sorprendió al ver que Sophie había parado la grabación. La chica estaba guardando todo en el bolso y se levantó para poner el teléfono a cargar. La reunión había acabado oficialmente. Esperaron la comida charlando distendidamente sobre literatura y la situación del mercado editorial. Sophie no se esperaba que un hombre como Michael entendiera de aquellos asuntos, pero resultó que el hombre era un lector empedernido.
—¿Qué puedo decir? —se pavoneó—. Soy una caja llena de sorpresas.
—Espero que haya alguna buena —bromeó ella sonriendo.
—Te he caído mejor de lo que esperabas, reconócelo.
—Es pronto para afirmarlo.
—Oh, vamos, estás sonriendo.
Sophie negó con la cabeza con una sonrisa. Era cierto, estaba sonriendo.
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