
Capítulo 6
El servicio del Château era amable pero reservado. Podría decirse que eran educados con ella, pero no tan cercanos como hubiese esperado de unas personas sencillas y provincianas. Incluso la propia Valerie, que la trataba muy bien, ponía cierta dosis de distancia para no caer en temas demasiado personales. Belle lo prefería así, ella misma no quería contar de su vida pues tenía mucho que ocultar.
Aquellos hombres y mujeres parecían aislados del mundo: como si el Château fuese para ellos todo su universo y que fuera de él les importase poco el mundo exterior: la política, las noticias, el deporte, la cultura… Nada de eso parecía llamar su atención salvo su trabajo, al que consagraban su vida. En las vacaciones, se marchaban cerca de allí: Belle descubrió que en algunas oportunidades veraneaban en Marsella y que luego no tardaban en volver al Castillo.
Los señores Flaubert rondaban los setenta años, eran los más antiguos y había trabajado desde el comienzo para la abuela de Lagardère. Ella era la cocinera y él, el jardinero del Castillo. La cocinera se llamaba Blanche y su esposo Étienne, ambos eran bajos de estatura y de pelo cano. Blanche era afectuosa y parlanchina, pero no decía nada importante, como si en medio de su locuacidad supiese medir muy bien sus palabras. Étienne no hablaba casi, más bien se mostraba hambriento y centrado en el humeante cocido que tenía delante.
Se hallaban en el comedor que utilizaba el personal de servicio: una amplia mesa de madera y una estancia decorada en tonos marrones, con paneles de cerámica de antiguos caballeros.
Valerie estaba sentada al lado de su esposo, Gustave, al parecer no habían tenido hijos: él era un hombre de sesenta años, alto, calvo, de expresión serena y ojos claros. Se encargaba de contratar los servicios de reparación que hiciesen falta, buscaba las provisiones a la ciudad, el correo, pagaba las cuentas y hacía lo que fuese necesario por mantener al Castillo en perfecto orden y funcionamiento.
La última en llegar al comedor fue Marié, la hija de los Flaubert. Se parecía a su madre: baja de estatura, pero el cabello no tan canoso, si bien tenía más de cuarenta años. La mujer se encargaba de ayudar a su madre en la cocina, aunque también limpiaba las dependencias privadas del señor Lagardère. El resto del Castillo lo asumía una empresa de limpieza, que jamás osaba invadir el espacio del propietario del Castillo, en el que unos pocos eran los autorizados.
Marié saludó a Belle y se sentó a comer también. Su esposo era el guarda de seguridad al que después le llevaría su cocido al puesto donde vigilaba. Belle se centró en su humeante plato y comió con deseos, estaba delicioso.
—He hecho tarta de cerezas, la preferida del señor Lagardère —le comentó Blanche cuando terminó de comer—, ¿gustas de comerla como postre?
—Muchas gracias —contestó Belle—, pero intento no comer dulces. Soy diabética y vigilo mucho mi dieta para no tener problemas. Soy insulinodependiente —explicó.
—¡Vaya! —exclamó Marie—. Eso es muy delicado.
—Uno se acostumbra —contestó Belle encogiéndose de hombros.
—Tienes razón —apuntó Valerie—, tomando todos los cuidados y llevando una dieta balanceada no debes tener problema alguno.
Eso esperaba Isabelle, por lo general tenía buena salud y tomando sus inyecciones y manteniendo su peso y una alimentación adecuada, podía hacer su vida normal.
Después de la comida, y de descansar media hora, entró a la biblioteca. Tenía mucha curiosidad y deseos de regresar ella sola, para escudriñarla a sus anchas: lo primero que hizo fue recorrerla de punta a punta, deteniéndose en los libreros a observar los títulos. Allí se encontraban obras recientes y otras que, por la carátula desteñida o el lomo de piel, se notaban que eran antiguos. Luego se atrevió a subir los escalones de la escalera helicoidal para llegar al segundo piso.
El corredor estrecho de madera bordeaba casi todo el perímetro del amplio salón, formando un rectángulo imperfecto ya que finalizaba en el vitral de colores de un lado y del otro. El corredor de madera era sostenido por arcos y columnas corintias que daban más realce al salón principal y que permitían que esa estructura tan extensa en dimensiones no se desplomase. Belle caminó por todo el corredor, le tenía cierto respeto a las alturas, así que luego de unos minutos decidió bajar y sentarse en el escritorio para escudriñar el sistema de catalogado que habían instalado.
No resultaba difícil introducir los datos de los libros, así que abrió uno de los cajones del archivo, donde se encontraban ordenadas las obras por el nombre del autor. Solo la letra A poseía decenas de tarjetitas, así que con paciencia sacó un número de ellas para iniciarse en aquella titánica tarea. No iba ni por la décima parte de ellas, cuando un par de horas después, la presencia de Valerie la trajo de vuelta a la realidad.
La dama avanzó y se sentó frente a ella, en una silla de terciopelo rojo y patas de bronce.
—¿Todo en orden? ¿Te va bien?
—Excelente, me estoy adaptando, pero he entendido bien el procedimiento, tampoco es demasiado complejo. Es una labor más monótona y paciente, que complicada.
Valerie asintió y la miró a los ojos. Había algo que quería decirle.
—Me ha mandado a llamar el señor Lagardère luego de leer tu currículum —comentó al fin.
—¿Hay algún problema?—-Isabelle temió por un momento que Lagardère hubiese descubierto que era nieta de Aurore o, peor aún, que supiese algo del asesinato de su abuela.
—Se ha quedado impresionado con tu gran calificación —respondió la mujer.
Belle suspiró.
—Agradezco su valoración y la posibilidad de empleo que me ha brindado.
—Eso es precisamente lo que no deja de sorprenderle —le interrumpió Valerie—, que una joven como tú haya decidido venir a este rincón de Francia a hacer un trabajo que está por debajo de su capacidad y del salario que hubiese ganado en cualquier otro sitio.
—¿Me están despidiendo? —preguntó Belle temerosa, pensando que quizás hubiese perdido su empleo en el primer día de trabajo.
—No es eso —dijo la mujer—. El señor Lagardère está de acuerdo en que te quedes, solo me ha preguntado con extrañeza los motivos de tu decisión.
—Ya se los expliqué a usted esta mañana —contestó Belle.
—Vagamente —indicó la dama.
Isabelle volvió a suspirar.
—Quedé huérfana de padre y madre a los dos años, a causa de un accidente del cual yo sola me salvé —comenzó a explicar—. Mi abuela paterna fue quien me educó con amor. Ella era el centro de mi vida, la única persona que me ha amado de verdad; me ofreció estudios y junto a ella me hice la persona que soy hoy. Sin embargo, mi abuela murió repentinamente hace poco. Los litigios de herencia con mi tía no se hicieron esperar, pues ella me considera su adversaria. En un abrir y cerrar de ojos me vi sin familia, sin apoyo, habiendo perdido mis ahorros en un proceso sucesorio que no pude ganar, a pesar de que mi abuela hubiese querido entregarme la mitad de su patrimonio… —Aquello no era exactamente así, pero no podía hablar del asesinato—. En esas circunstancias, acudí al único sitio donde puede haber encontrado refugio: Saint Priest, pues mi abuela nació en esta pequeña ciudad y me hablaba con mucho cariño de ella, a pesar de que no nos quedan parientes aquí. Es por eso que estoy en Saint Priest, para buscar abrigo en un lugar que me recuerda a ella.
—Está bien —contestó Valerie levantándose—. Gracias por ser tan sincera. Le explicaré al señor Lagardère tus motivos. Nos vemos a las siete y media en el comedor de servicio para cenar.
Belle continuó trabajando tranquila y a la hora convenida volvió a encontrarse con el insulso grupo del servicio del señor Lagardère, que una vez más no tenían nada interesante que decir.
Una hora después estaba de regreso a su habituación. Se dio un baño y descansó un poco. En su mesa de noche colocó una fotografía de su abuela, y la miró con cariño, como si la tuviese delante y quisiese darle un beso. Justo a las nueve escuchó el enorme reloj del salón dar las campanadas y recordó lo que le había advertido Valerie: “no acudas jamás a la biblioteca después de las nueve de la noche, el señor Lagardère acostumbra a ir”.
Belle no podía negar que sentía curiosidad por saber quién era él y a las nueve y media se levantó de la cama, decidida a saciarla. Llevaba un pantalón de algodón de color azul oscuro, un abrigo blanco y unas medias. Introdujo los pies en unos saltos de cama que se había llevado y anduvo por el corredor muy nerviosa.
Atravesó el salón inmenso de las dos escaleras y vio el fuego de la chimenea ardiendo. Luego se acercó a la puerta principal de la biblioteca, para su sorpresa, la luz estaba encendida y se filtraba a través de ella: Lagardère se encontraba allí. Belle se quedó en silencio y puso la mano encima del picaporte… ¿Un simple vistazo podría ser tan grave?
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