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Capítulo 4

El día siguiente amaneció soleado y frío, por lo que Belle no dudó en salir a dar un paseo. Cerró su cuenta en el Hotel y sus pasos le llevaron hasta el Castillo, a fin de aceptar el empleo y de definir su destino. Al Chateau llegó por un camino rojo de tierra, bordeando el río Loira. Se había construido en aquella región boscosa y montañosa la presa de Villerest, y el Castillo se encontraba en una isla en medio del agua, y al fondo de él, en la otra ribera, una poblada arboleda que contribuía a realzar su atractivo y a forjar su leyenda.

El Château Saint Priest la Roche era impresionante, parecía sacado de un cuento de hadas.

El río Loira, de aguas azules y tranquilas, reflejaban al majestuoso Castillo medieval construido en el siglo XIII y remozado por completo en el XX. Su fachada era blanca, de piedra, y tenía varias torres puntiagudas de color gris. A Belle le recordó el Castillo de la película de Disney: La Bella Durmiente, sin duda era un sitio mágico.

Se colocó de frente al Castillo y caminó cincuenta metros por un puente de piedra que conducía a él, por encima de las aguas del río.

Llegó a la puerta principal, donde aguardaba un guardia de seguridad que le preguntó qué deseaba. Belle respondió, un poco aturdida, que acudía a causa del empleo.

—Pase, por favor —le dijo el hombre.

Isabelle se vio en un patio interior de piedra gigantesco, de forma rectangular, desde donde podía observar mejor las torres altísimas y la construcción principal de la edificación. En otro tiempo aquel fue el patio de las armas, donde se congregaban los caballeros del señor. Se quedó absorta mirando hacia el cielo, con el aire frío dándole en el rostro, hasta que se percató de que al lado suyo se hallaba una mujer de sesenta años, que esperaba a que despertase de su ensoñación.

—Perdone —se excusó Isabelle—, el Château es encantador y me ha impresionado mucho.

—No hay problema —repuso la señora, que vestía un traje de color oscuro—. No eres de aquí, ¿verdad?

Belle no supo qué le había delatado, pero asintió.

—¿Vienes a causa del empleo?

—Sí, estoy interesada.

—Entonces acompáñame —le pidió la mujer.

Entraron por una enorme puerta de madera de medio punto a un salón tapizado de grandes proporciones y lleno de alfombras, lámparas de pie de hierro forjado y muebles de piel. Atravesaron el salón de punta a punta hasta llegar a un despacho más pequeño y acogedor donde repiqueteaba el fuego de la chimenea.

—Mi nombre es Valerie Bonet —se presentó la dama dándole la mano—. Soy el ama de llaves y administradora del Château y he puesto el anuncio por petición del propietario. Por favor, siéntate.

Isabelle así lo hizo. La mesa de madera tenía un estilo medieval muy acorde y sobre ella un candelabro de bronce con las velas encendidas. Las cortinas de color verde esmeralda contrastaban con el tono marrón del mobiliario que no era elegante, sino rústico. Una enorme cabeza de un alce, cazado hacía años, a juzgar por su antigüedad, colgaba de la pared de manera intimidante.

—Mi nombre es Isabelle —dijo la joven, quien ocultó en principio su apellido, aunque después lo daría con su identificación—. Estoy interesada en el puesto de bibliotecaria.

—Muy bien, dime primero qué haces en la ciudad y por qué estás interesada en este trabajo.

Isabelle suspiró. La dama de pelo oscuro y ojos grises le inspiraba confianza, pero no podía negar que tenía miedo.

—Mi abuela murió hace poco y estoy muy triste, necesitaba un cambio de aires, así que me mudé. Ella vivió un tiempo en la ciudad y me hablaba con cariño de este sitio.

No quiso revelar la identidad de su abuela ni que había trabajado a su vez en el Castillo en su juventud, por si de alguna manera llegaba hasta allí la noticia del asesinato. Isabelle se sentía segura en aquel sitio, ¿quién le encontraría en una ciudad de doscientos habitantes y en un Castillo en medio de un bosque que nadie parecía visitar?

—Siento escuchar eso —contestó Valerie—. Entonces te has mudado buscando tranquilidad y sosiego.

—Así es —respondió la joven—. De los empleos que ofertaban, este me pareció el más atractivo. Soy graduada de Literatura Inglesa en la Universidad de París X, traigo mis certificaciones y un breve currículum —le dijo mientras sacaba de su mochila una carpeta.

La dama los miró con interés.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Eres muy preparada! ¿Seguro que estás dispuesta a vivir en un sitio como este?

Belle asintió.

—Lo necesito, estoy abrumada y preciso de un empleo tranquilo y una buena paga, como me ofrece este.

—De acuerdo —continuó Valerie—, estoy impresionada con tu currículum y me parece que eres idónea para el cargo. De hecho, para serte honesta, eres la primera persona que viene preguntando por este empleo, ya que los pobladores no se sienten particularmente cercanos al Castillo, fue por eso que al verte imaginé que no eras de la zona.

Eso lo explicaba todo: la joven del hotel, como muchos habitantes de Saint Priest, temían trabajar en aquel lugar a causa del hombre-lobo. Solo ella, que era foránea y no creía en las historias populares, había sido capaz de presentarse para el empleo.

—Quizás en la ciudad ya te hayan dicho algo sobre este Castillo —prosiguió con tacto Valerie—, te confieso con tristeza que las personas tienden a fabular en torno a un sitio como este que, por demás, parece irreal. Te aseguro, Isabelle, que cualquier cosa que hayan podido decirte sobre el Castillo o sus moradores son puras fantasías…

Valerie hablaba con seriedad e Isabelle se sorprendió al ver que se refería a aquel asunto de manera tan abierta.

—Eso significa que podré conocer al propietario… —se atrevió a insinuar.

Valerie entornó los ojos y meditó por un segundo.

—El señor Lagardère es muy celoso de su intimidad —respondió ella—. Trabaja mucho y yo misma lo veo poco. El Castillo es tan grande que ni siquiera nos topamos durante el día, por lo que es probable que te suceda lo mismo. Sin embargo, si haces bien tu trabajo y te ganas su confianza, quizás en algún momento llegues a conocerle.

Belle se mordió la lengua. Quería preguntar si en verdad era un hombre-lobo, pero se abstuvo de hacerlo, aquello le parecía de lo más inadecuado.

—Soy una mujer moderna e instruida —le aseguró Belle—. No me fío de comentarios malintencionados y no tengo intención alguna en quebrar la intimidad del señor Lagardère.

—Perfecto. —La dama le sonrió—. Eso es lo que precisaba escuchar.

—Solo quería preguntarle si, como soy nueva en la ciudad y no tengo un hogar, puedo residir en el Castillo, junto al personal de servicio. En el diario advertían que era una posibilidad.

—No hay ningún problema —prosiguió la mujer—, de hecho, iba a sugerírtelo. Por lo general, el personal que trabaja en el Castillo permanece en él todo el año. No tenemos mucha relación con el pueblo, aunque disfrutamos de un mes de vacaciones fuera de aquí con completa libertad. El salario que paga el señor Lagardère es muy bueno y compensa el sacrificio de permanecer aquí. En el Castillo vivimos dos familias: mi esposo, que se encarga de hacer las compras y de la administración al igual que yo; los señores Flaubert: la cocinera y el jardinero, tienen una hija que ayuda en la limpieza, aunque para ello contratamos también un servicio especializado que viene de la ciudad dos veces a la semana. Ya tendrás tiempo de conocer al personal.

—Será un placer para mí.

—Vayamos ahora hacia la Biblioteca para mostrarte tu lugar de trabajo y lo que debes hacer.

Salieron al enorme salón de tapices y tomaron un corredor que las llevó a otro salón de piso de mármol lustrado. Al fondo, dos escaleras: una a la derecha y otra la izquierda, con su baranda negra y dorada, que conducían al piso superior. La altura del salón era de aproximadamente ocho metros, Isabelle se sentía diminuta en él y se quedó observando las pinturas que se hallaban en las paredes.

Otra chimenea grande, en una de las paredes, brindaba un calor agradable. Isabelle se percató de que había unos muebles que se hallaban junto al fuego y se preguntó si alguna vez el dueño de la casa utilizaría aquel salón.

—Arriba se encuentran las dependencias privadas del señor Lagardère. Es importante que jamás subas sin ser llamada, para evitar quebrantar su privacidad.

—Por supuesto. —El señor Lagardère debía ser un maniático, al parecer.

—Y esta es la entrada a la biblioteca —comentó Valerie señalándole la puerta de dos metros y medio de caoba negra—. Aguarda aquí un momento, por favor. Yo entraré primero.

Valerie desapareció dentro de la estancia. La puerta quedó entreabierta e Isabelle pudo escuchar la conversación, aunque ese no fuese su propósito.

—¡Ah, señor! —exclamó Valerie sorprendida—. Perdone que le interrumpa, no imaginé que estuviera aquí en la biblioteca a esta hora, aunque quise cerciorarme. Es que ha llegado una joven que aspira al puesto de bibliotecaria y, en realidad, me he tomado el atrevimiento de aceptarla, pues tiene un currículum increíble.

—Está bien, confió en su criterio —respondió una voz grave pero melodiosa que Belle supuso sería del señor Lagardère—. Después lléveme copia del currículum a mi habitación, para echarle un vistazo.

Isabelle se estremeció.

—Señor, la joven se encuentra afuera aguardando en el salón. He quedado en mostrarle la biblioteca y explicarle el trabajo que debe hacer.

Isabelle sintió como si una silla se corriese.

—Yo me marcho entonces —dijo la voz—, y le dejo la biblioteca para que pueda mostrársela con tranquilidad. Muchas gracias, Valerie.

—Gracias a usted por su gentileza —contestó la dama.

Belle aguardó expectante por si Lagardère salía de la biblioteca por la puerta que tenía delante, pero para su decepción, a la única que vio asomarse fue a Valerie. Al parecer, la biblioteca poseía más de un acceso y el señor Lagardère no estaba dispuesto a verle. Había sido muy amable con Valerie, ¿lo sería también con ella?

—Ya puedes pasar, Isabelle. Espero que sea de tu agrado.

Isabelle entró al recinto y de inmediato, su corazón se disparó ante lo que sus ojos veían.

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