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La mañana del domingo empezó mal, porque me desperté de nuevo en suelo, con pintura seca en las manos y aquellas voces en mi cabeza que no me dejaban dormir toda la noche.
Repetían la misma frase, una y otra vez sin cansancio, eso en serio era molesto. Creí que se trataba de una alucinación, porque las voces sonaban iguales; vacías, apagadas y con el mismo nivel bajo de emoción.
Sin embargo, después de prestar atención, noté que seguían el mismo patrón.
«Entrégate a él, Miranda», ¿quién era él y a qué se referían?
«Tienes que hacerlo ahora», ¿qué pasaría si no lo hacía?
«Te estamos esperando», ¿desde cuándo me esperaban?
«Te necesitamos, Miranda», ¿necesitar para hacer qué?
«Ven con nosotros», ¿quiénes eran ellos?
«No podemos esperar», eso me quedaba muy claro.
Afortunadamente las músicas que flotaban en la casa dispersaban mi mente.
Sabía que papá las reproducía, porque tenía buen gusto por la música clásica, aun cuando era fin de semana. Yo, sin embargo, no tenía ganas de levantarme, pues me sentía relajada entre las sedosas sábanas.
Hice a un lado las bajas emociones y me puse en pie, dirigiéndome al baño.
Me repetía constantemente que la higiene era una prioridad para mí.
Al terminar, lo primero que hice fue cambiarme de ropa, porque tenía que limpiar el dibujo que cubría el suelo, esta vez en tinta negra, porque la roja se había terminado ya. Ahora, de pie frente al espejo, parecía diminuta, similar a una niña de apenas quince años: rostro redondo y cansado, cabello dorado enmarañado, ojos color avellana y brazos llenos de cicatrices.
Por fortuna nadie ha notado eso.
Sí, claro. Como si yo no fuera capaz de cometer un crimen que va en contra de la naturaleza humana.
Aun así, los contornos que rodeaban toda mi piel eran suaves y consistentes. Mis manos eran largos; mis dedos cenceños y delicados como los de un bebé.
Luego de un desayudo apresurado, quedé en reunirme con mis amigos habituales para una investigación de campo que involucraba la alcaldía de Hillertown.
La tarea se nos había asignado un par de días atrás, consistía en obtener información de los pocos registros históricos que quedaban resguardados en el complejo de la alcaldía. Papá afirmó que el fin de semana habría menos gente para realizar la encuesta programada.
Y ahí estábamos Hanna, Cliff, Davis, Amanda, Hunter y yo, esperando que el personal respondiera las preguntas.
Uno a uno íbamos recogiendo las hojas, revisando las respuestas que reuníamos con demasiada lentitud.
—Me pregunto qué tan bien les fue a los demás —comentó Hunter.
—Vamos, Hunter, esto no es una competencia —respondió Davis.
—Pues debería —repuso Hunter.
Un grupo estaba en el Museo Brookline, recopilando datos de fundación, muestra y colección de todo lo que se encontraba en el complejo. El siguiente equipo fue a la Iglesia Central, no supe muy para qué. Y el último grupo se presentó a mi lugar menos favorito de todos: la Biblioteca Sky.
—Ya me aburrí, no quiero seguir esperando —se quejó Cliff.
—¿Podemos irnos ya? —preguntó Davis, un chico de mediana estatura. Caminaba en diferentes direcciones, impaciente. No interactuaba mucho con él y lo conocía muy poco, aun así, me caía bien.
—¿Cuántos quedan? —susurró Hanna a mi lado.
Conté el fajo de hojas que tenía en las manos y luego respondí:
—Tres, creo. Porque nos sobraron seis encuestas.
Me encogí de hombros, restándole importancia.
—Bien. Al menos superamos el número previsto.
Asentí con la cabeza, viendo a varias personas pasar y mirarnos con una sonrisa amigable y de fingida hospitalidad. Escuchaba voces en los pasillos, en las secciones contiguas y sobre todo afuera.
El ajetreo era menor, sí, pero seguía siendo bastante aburrido y cansado.
—¿Y si vamos por un helado? —propuso Hunter.
Se acercó a mí sin hacer ruido y a tientas me sujetó la mano libre.
Sus dedos largos y delgados estaban fríos. Hunter, entretenido, masticaba el extremo opuesto de su boligrafito, concentrado toda su atención al frente.
—¿Solo nosotros dos? —cuestioné sin mirarlo. Hunter asintió, echándome un vistazo—. ¿No te parece un poco egoísta? —agregué, mostrando descontento en mi voz.
—¿Qué tiene?
—Somos un equipo, Hunter.
—¡Bah! Los demás no me importan.
Me quedé paralizada al escucharlo decir eso.
—¿Por qué? ¿No te gusta estar con ellos?
Hunter encogió los hombros con aire pensativo y poco equivalente a lo que estaba tratando de expresar.
—Me da lo mismo —repuso.
Abrí la boca para dejar escapar una exhalación de sorpresa y aprensión.
—¿Y qué hay de mí?
—Eso es totalmente diferente.
—Me parece que no —sentía sus dedos tirando de mí.
—Quiero estar contigo, eso es todo.
—¿Lejos de mi familia? ¿En serio?
—¡Vamos, Miranda! Solo estaba jugando.
Aflojé su agarre y me solté de él bruscamente.
—No me gusta —sisé, doblando de manera involuntaria las hojas que sujetaba en ese momento—. Está bien que estemos juntos, pero por ahora somos un equipo. Trabajar juntos, ayudarnos entre todos. Eso debemos hacer. Una vez que termine esto, podemos estar los dos solos.
—Está bien, entiendo tu punto.
Sin mediar palabra, me acerqué a Hanna y me quedé a su lado.
No estaba buscando consuelo o algo semejante, en realidad únicamente quería despejar mi mente y bajar mis niveles de alteración.
Sin embargo, empezaba a sentirme frustrada.
(Te necesitamos, Miranda).
Cerré los ojos y apreté los dientes con fuerza, tratando de suprimir las voces en mi mente.
Estaban de regreso y no parecían contentas.
(Hazlo ahora).
Miré de arriba abajo, a la izquierda y a la derecha, buscando el lugar donde provenían, pero las personas que trabajaban en la alcaldía no se miraban en ninguna parte y mis amigos guardaban silencio; sabría si eran ellos al momento de hablar, porque el sitio no era bastante grande y no sabía a quiénes pertenecían las voces.
Respiré profundo, bloqueando mis pensamientos.
(Date prisa, Miranda).
—¡Cállense!
Hanna se acercó a mí, preocupada.
—¿Qué sucede?
(No podemos esperar).
—Esas voces... no se callan...
(Ven con nosotros).
Cliff se unió a nosotras, seguido de Hunter.
(Sabemos qué hacer contigo).
—¿Qué voces? —susurró Hunter, con la mirada seria.
(Ya es hora).
Tenía la sensación de querer llorar, pero no lo haría frente a mis amigos.
—Nada, creo que...
(Entrégate a él, Miranda).
—Necesito aire, en serio necesito aire.
Me alejé de ellos sin decir otra cosa.
Las voces no eran mi mayor problema, por ahora.
Me preocupaba la reacción inoportuna de Hunter, como si empezara a apoderarse de mí sin mi consentimiento y quería mantenerme controlada; algo que no había ocurrido siquiera una vez desde que nos conocimos.
Cuando nuestra estadía en el complejo de la alcaldía terminó, la mitad de nuestro grupo se separó, para regresar a casa. Cada uno llevaba un manojo de encuestas que debía procesar, analizar y por último reportar los resultados obtenidos.
Sin darme cuenta, pasaba del mediodía.
Tenía sed y hambre. Mucha hambre.
Llegamos a un pequeño parque que estaba del otro lado de la alcaldía, tenía una vista estupenda del ambiente y nos permitía recuperar aire. Después de eso, discutimos lo siguiente que haríamos.
—Debo ireme —dijo Hanna.
—Vamos al restaurante de comida china, yo las invito —ofreció Hunter de pronto.
Me volví para verlo, demasiado intrigada ante la oferta.
—¿Hablas en serio?
Hunter se quitó los lentes y me devolvió la sonrisa.
No pude evitar esbozar una sonrisa.
—Por supuesto.
—Pues me apunto —respondí. Me giré para ver a mi amiga—. ¿Vienes, Hanna?
Ella negó con la cabeza.
—No me gusta ser el mal tercio —rio sin ganas.
—Iremos los tres como amigos —convino Hunter.
Hanna miraba a los lados, nerviosa.
—No lo sé...
—Ven, será divertido —insistí, acercándome a ella.
Tardé un par de minutos en convencerla, para eso, tuve que llamar su madre para hacerle saber que nos acompañaría a comer y que probablemente tardía en llegar a casa, más de lo acordado.
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