» 28 «
Apenas pude engullir la comida que mamá me preparó con mucho cariño, ya que mi apetito era ofuscado por la emoción de regresar pronto a mi rutina.
Sobre todo estar con mis amigos y Hunter.
—¿Cuál es la prisa, Miranda? —cuestionó ella.
—Ni te imaginas, mamá.
—Ya lo creo. Oye, hija, estarás pensado contarle a todos lo del cementerio, ¿verdad?
Resoplé, completamente indignada.
—No, mamá.
—Será mejor dejar eso en manos de tu padre.
—Me parece prefecto —fue mi respuesta.
Terminé mi desayuno y subí a mi dormitorio; caminé en círculos durante unos minutos, sin saber qué hacer.
Una vez organizados mis pensamientos, empaqué mis cosas en mi mochila y caminé directo a la parada del bus.
Era obvio que la mañana se abría paso con pereza, se notaba en el cielo y los rayos dorados que bañaban el lejano horizonte. Mientras tanto, no dejaba de pensar en lo que había estado pasando.
Hacía un día que ofrecí algo a cambio y el mundo no parecía haber cambiado.
No obstante, ¿existiría alguien que pudiera pronosticar la muerte? ¿Sería eso posible? Era evidente que no... Aun así, sobraban maneras para evitar tragedias, pero no se me ocurrían ningunas.
Tal vez el no mandar a nadie directo a la boca del lobo.
Y yo hice todo lo contario.
Porque traje de vuelta a Hunter.
Ignorando ese pensamiento, me di cuenta que aquel martes llegué temprano al colegio.
Saludé a varios profesores durante mi recorrido, esbozando una sonrisa tranquila y haciendo gestos amistosos, solo que ellos no las devolvían. En lugar de eso, apartaban la mirada o fingían no haberme visto.
Dejé de saludar y seguí mi camino.
Fui la primera en ingresar al aula y ocupar mi asiento, esperando que todos llegaran a su debido tiempo. No les dije nada a Cliff y Hanna, ni mucho menos a Hunter, al que deseaba tanto volver a ver, que llegaría antes que todos.
Estaba sola, de pronto empecé a sentir que algo me estaba asfixiando.
(Te necesitamos, Miranda).
Levanté la cabeza, buscando el origen de la voz, sin encontrarlo.
Entrecerré los ojos y seguí escuchando con atención.
No era el espacio reducido del salón, ni las ventanas cerradas bañadas por el resplandor dorado del sol o la soledad lo que me estaba causando el malestar. Su raíz era dentro de mí y no permitía regular el oxígeno dentro de mis pulmones.
(Ven con nosotros).
—¿Quién dijo eso? —quise saber a nadie en particular.
El salón de clases seguía completamente vacío.
Mis manos sudaban y sentía una comezón entre mis dedos. El dolor en mi pecho no aflojaba; sentía una carga pesada que no me permitía liberar la presión atrapada. Cada músculo de mi cuerpo dolía, un sobresalto inquieto emergía ahora en el pozo culpable de mi alma.
(No podemos esperar).
—¡Cállense de una buena vez! —exclamé, ocultando mi rostro con ambas manos.
Las voces resonaron hasta detenerse abruptamente, similar a la música en una fiesta que todos despreciaban.
Varias preguntas flotaron en mi mente, cada una dispuesta a hundirme en el océano enfurecido en el que se había convertido. ¿Qué había hecho? ¿Sería castigada por haber roto el equilibrio? ¿Qué precio tendría que pagar una vez haya dejado esta tierra?
Volvía a sentir miedo de solo pensarlo.
Minutos después, escuché voces en el pasillo.
Uno a uno, mis compañeros de clase llegaban en solitario y otros en pequeñas tropas. Saludé a varios, sin moverme de mi lugar. Mis amigos, Hanna y Cliff, fueron los siguientes en arribar.
Me aproximé a ellos, emocionada.
—¡Hanna! ¡Cliff! —exclamé—. ¡Me da gusto verlos!
Ella me miró y encogió los hombros, sin responder.
Cliff apenas esbozó una sonrisa.
Reduje el paso y arrugué la frente, extrañada.
—¿Qué pasa? ¿Está todo bien? —pregunté.
—Sí, todo bien —dijo Cliff sin emoción.
—¿Qué tal estás? —inquirió Hanna.
—Completa y feliz —la interrumpí, fingiendo alegría.
Cliff fue el siguiente en cuestionar:
—¿Y eso por qué?
—Porque los tengo a ustedes, a mi familia... y a Hunter —apreté los labios.
Hanna torció el gesto.
—Ah, claro. Por cierto, ya se tardó, ¿no?
—¿Quién? —intervino Cliff, como si no formara parte de la conversación.
—Hunter Armentrout.
Me pareció raro que Hanna mencionara su apellido, porque no recordaba la úlima vez que lo había hecho.
—Sí, es verdad —Cliff miró por todas partes—. Ayer, durante las clases, no dejaba de decirnos que nos llevaría al refugio. Es fascinante, ¿no crees?
—¿Y cómo estaba? —jadeé con desespero.
Cliff, ceñudo, sonrió de lado.
—Aparte de preocupado, triste y cada vez más enamorado de ti, supongo —Cliff soltó una carcajada apagada—. Se notaba en sus ojos, ¿sabes? Casi como un letrero grande de neón colgado a cierta altura.
Tragué saliva con fuerza.
Empecé a respirar de forma acelerada.
—¿Sigue siendo dorado? —quise saber—. Me refiero a su ojo.
Hanna exhaló un ruido de sorpresa
—¿Su ojo? Vaya, qué raro. No recuerdo que sus ojos sean dorados en lugar de azules.
—Ah, sí... olvídenlo —les dije.
Me sorprendió que me hicieran caso al instante.
Ambos ocuparon sus asientos y no volvieron a dirigirme palabra.
Yo, sin embargo, tenía la esperanza de que Hunter llegaría, y pronto.
Su lugar, el que estaba a unos escritorios de distancia del mío, permanecía vacío. Un mes atrás, la decepción era brutal, incluso se convirtió en una total tortura su repentina ausencia. Y cada vez que alguien entraba a la clase, mi corazón se encogía y deseaba que fuese Hunter y no otra persona.
Era horrible tener que vivir algo así cada día.
Veía a mis compañeros conversar y reír, y parecía que ellos estaban exentos de algún obstáculo o una situación complicada. Y en el fondo quería unirme a ellos y no sentirme marginada del grupo, sin embargo, al mismo tiempo quería estar sola... o muy posiblemente con Hunter.
De todas formas, sabía que él volvería.
Y el ciclo doloroso, que a mi parecer duró una eternidad, ya no se repetiría nunca más, pues estaba completamente segura que eso había terminado. Lo supe en cuanto vi entrar a Hunter, desfilando a la par de los últimos compañeros de clases.
Tenía el mismo aspecto que recordaba; solo que su cabello oscuro recortado y sus nuevos anteojos le daban otro toque formal. Su piel aceitunada parecía iluminar y atraer con la mirada a los que estábamos a su alrededor.
Sin previo aviso, me puse de pie y corrí a él, con los brazos extendidos.
Rodeé su cuello y oculté mi rostro en su pecho sin medir mi fuerza, escuchando a su vez su respiración. Hunter se tambaleó por la sorpresa y recuperó el equilibrio al instante, soltando una carcajada nerviosa.
—Hunter, que gusto verte —murmuré, aun sin separarme de él.
—Miranda...
Hunter no sabía cómo reaccionar.
Aun así, intentó corresponder mi abrazo con torpeza y no pudo soltarme. Absorbí el aroma de su perfume y la calidez de sus manos mientras me sostenía, sin saber por qué me aferraba a él como un sueño lejano y lleno de alivio.
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