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Un par de horas más tarde, el cansancio y el aburrimiento ya nos habían vencido.

—¿Qué harás después?

—Tenía pensado salir a caminar un rato —respondí con poco entusiasmo—. Estar encerrada no ayuda mucho. ¿Quieres venir conmigo?

Ella negó varias veces.

—Debo irme o mamá se enfadará si llego tarde.

—Ah, claro. ¿Te acompaño en la parada del bus?

—¿Segura quieres hacer eso?

—Desde luego. Por mí iría a dejarte hasta tu casa —bromeé.

Ella no se rio.

—Está bien. Vamos, te acompaño —concluí.

Recogió sus cosas sin demasiada prisa y luego se despidió de mamá y papá.

Juntas salimos de casa y nos encaminamos a la parada del bus.

—Hace demasiado frío para ser octubre —decía Hanna mientras caminábamos por la ruta principal. No había mucha gente deambulando y eso que no pasaban más de las cuatro.

—El clima suele ser bien raro —musité.

—Y me sorprende que tus padres te dejaran salir —observó ella, dándome un ligero tirón en el brazo.

Pocos eran los autos que transitaban en ese momento y al cruzar la siguiente calle, nos detuvimos sobre la cera, esperando que el semáforo nos dejara pasar. Un chico que andaba en bicicleta nos saludó cuando pasó a nuestro lado.

Le devolvimos el saludo con torpeza.

—¿Lo conocías? —inquirió Hanna, al borde de una risotada.

—Claro que no. Creí que era amigo tuyo —dije, y sentí mis mejillas arder.

—Era guapo —admitió ella.

—Ni me he fijado.

Hanna pareció ignorar mi comentario.

En ese lado, la calle estaba desolada. Dos perros dormían  al pie de una casa. Algunas tiendas y diferentes locales estaban ya cerrados más temprano de lo habitual. Solamente una farmacia, una bodega  y complejo de apartamentos parecían tener actividad.

—No olvides la tarea de mañana —indicó Hanna, caminando despacio.

—¡Uff, gracias! Veré cómo administro mi tiempo. Esos puntos son imprescindibles para mi calificación final de esta unidad.

Doblamos hacia la izquierda, justo en la 5ª calle y la 2ª avenida, donde había un restaurante pequeño, un banco y unos metros más adelante, la parada del bus.

—Tengo un par de ideas —comentó Hanna—. Entre las dos…

Ya no escuchaba lo que decía, porque mis ojos captaron una presencia.

Un chico, sabía que era un chico, estaba de pie en el callejón. Tenía la misma apariencia que Hunter, la misma estatura, tonalidad de piel, cabello e incluso el mismo suéter que llevaba puesto el día del incidente en los baños.

—¿Miranda? ¿Qué sucede, cariño? —susurró Hanna.

Estrié la mano y señalé con el dedo lo que veía.

—¡Allá, mira! ¡Es Hunter!

Tras echarme una mirada, él se dio la vuelta y se perdió de vista.

—¡Espera! —chillé y lo seguí.

—¡Miranda! —exclamó mi amiga—. ¿Adónde vas?

No le respondí.

El callejón estaba inmerso en un silencio terrible y también un una penumbra envuelta en un frío que me calaba los huesos.

—¿Hunter?

Puntos blancos permanecían estáticos a mi alrededor y al fondo, una figura que se abría paso en mi dirección.

—¿Hunter? —repetí inocentemente—. ¿Hunter, eres tú?

Entonces escuché un gruñido en señal de respuesta.

Considerando las cosas, yo jamás tuve un perro como mascota cuando era niña, mamá nunca me permitió tener uno, sin embargo, reconocía los sonidos propios de un animal. Y ese, en particular, me provocó un miedo vertiginoso.

Era una mezcla de rabia y repulsión contenidas.

Luego, sin previo aviso, el perro se abalanzó sobre mí. 

Su cuerpo tenía el peso suficiente para derribarme; caí de espaldas y sentí un dolor pasajero. Usé mis débiles brazos para protegerme, pero la enorme criatura empleó sus patas delanteras para sujetarme. Sus garras me perforaron la piel y el ardor arrasó todo a su paso como una corriente eléctrica.

Grité. O al menos imaginé que fue un grito.

Abrí los ojos de par en par y advertí que dos esferas rojas y brillantes me devolvían la mirada con repugnancia. El perro seguía gruñendo y al tener la boca abierta, sus afilados colmillos posaban cerca de mi garganta, listos para arrancar piel y tendones.

Dejé escapar un jadeo y escuché al mismo tiempo una voz zurrando en mi cabeza:

(No lo hagas, Sterplick. No lo hagas).

Se esfumó tan rápido como apareció.

Mientras luchaba por soltarme, logré liberar uno de mis brazos y mi mano viajó en dirección al pelaje del perro. Sin embargo, su garra logró hacerme daño. Le resté importancia y lo sujeté lo más fuerte que pude y le arranqué una porción considerable de mechón oscuro y grueso.

Dando patadas y guantazos con la mano libre, gritaba:

—¡Quítamelo! ¡Quítamelo! ¡Quítamelo!

El dolor me arrastraba a sus fauces y estaba por rendirme; le pedía que me llevara de una vez y dejar de sufrir. Finalmente unas manos me levantaron y me sacudieron. Me tomó tiempo recuperar el control y fue ahí cuando me fijé que Hanna estaba inclinada, viéndome con preocupación.

Sobresaltada, empecé a retroceder.

—Tranquila, tranquila —Hanna se acercó a mí con sigilo—, todo está bien, estás bien. Ahora relájate, ¿quieres?

Mi pecho subía y bajaba de forma frenética y mi pulso se había disparado. Todo mi cuerpo me dolía e incluso estaba sudando por el esfuerzo empelado y había un leve olor metálico que manaba de alguna parte de mis brazos.

—Te ves muy mal —afirmó Hanna, ayudándome a levantarme. Sacudió el polvo en mis ropas y me alisó el cabello—. Estás muy pálida. ¿Qué ocurrió?

El miedo y el nerviosismo no me permitían emitir palabra.

—Me detuve por un instante y luego ya no estabas. Te busqué y no te encontraba —me explicó despacio—. Cuando oí tus gritos, corrí lo más rápido que pude.

—El perro —jadeé—, el perro me atacó.

—Miranda, yo no vi ningún perro. ¿Estás segura?

—¡Lo vi! ¡Él trató de matarme! —exclamé—. No lo imaginé, ¡fue real!

—Baja la voz, los vecinos pueden escuchar —me sugirió ella.

Hanna me tomó del brazo.

—¡Suéltame, Hanna!

—No lo haré.

Me arrastró con algo de brusquedad, sin embargo, yo me resistí.

Logré zafarme de su agarre y la encaré.

—¿Cómo explicas esto? —mascullé, mostrándole mis heridas en ambos brazos. Hanna abrió la boca, pero no dijo nada—. ¿Y esto también? ¿Crees que estoy mintiendo? —le tendí el pelaje que le había arrancado al perro y vi como ella palidecía al instante.

—Miranda…

—¡Te dije que no estaba mintiendo! ¡El perro es real! —mi cuerpo temblaba, mis pies y manos me temblaban, todo mi cuerpo se sacudía de forma frenética y sin darme cuenta, estaba llorando.

—Te creo, Miranda. En serio que te creo —concluyó Hanna, abrazándome. Dejé caer los mechones del perro y la abracé también.

—No sé qué está pasando —admití entre lágrimas—. Tengo miedo, mucho miedo.

Ella seguía calmándome sin tener éxito.

—¿Qué hacemos?

—Buscar ayuda —me respondió.

—¿Y dónde crees que la vamos a encontrar?

Hanna terminó el abrazo y, tras cerciorar que nadie más nos prestaba atención, me tomó de las manos y dijo:

—Déjamelo a mí, ¿está bien?

Asentí varias veces.

Si existía una manera de darle fin a esto, no dudaría en hacerlo.

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