1911: Ruina y ascenso
Arthur Grace, con apenas veinte años, tenía pensado unirse al Cirulo, solo que ellos ya no se hacían llamar así. Ahora se llamaban los Guardianes de Kin-raa, en honor a aquella entidad malvada que llevaba siglos queriendo dominar al mundo.
Arthur era un chico solitario, su familia se había desintegrado debido a varios conflictos y a raíz de eso, no le quedó otra alternativa que alejarse. Vivía como un vagabundo y, cuando el nuevo alcalde de Smeilash juró que había erradicado a las sectas satánicas, la gente muy entusiasmada dejó que él eligiera el nuevo nombre del pueblo.
El chico estuvo presente en la solemne ceremonia realizada en el parque y no le sorprendió el nombre que había elegido: Hillertown.
Ese era un nuevo comienzo para muchos.
Para otros, eral el fin.
Meses más tarde, Arthur se dio cuenta que todo era una mentira, una farsa cuidadosamente elaborada para no levantar sospechas y dejar que más personas se asentaran en Hillertown y así, dejar que la economía se elevara por los cielos. Y de hecho, el propio alcalde formaba parte de los Guardianes.
Era como si todos formaran parte del plan.
No obstante, en la mansión Haven, Christopher Allen adquiría más poder y reclutaba más miembros. Sin embargo, después de varios intentos fallidos de fortalecer al Geksei, el cuerpo receptor que permitía al demonio vivir de manera temporal, tenía planeado realizar otro tipo de ritual, ya que la mayoría de los mortales enloquecían.
Aun no hallaban una manera de revertir el proceso.
Pero, cuando encontró a Arthur vagando una fría noche de enero, logró manipularlo y llevó a cabo el proceso de Conversión, se dio cuenta que era alguien que prometía cambios positivos y poseía mucho potencial para los Guardianes.
Incluso con él hallarían al mejor Geksei de todos.
Se acercaba la próxima Luna Roja y tenían que preparar minuciosamente cada detalle y de ese modo complacer a Kin-raa. Incluso Christopher le había comentado a Arthur que él había causado desgracias a sus víctimas y en medio de la desesperación, aseguró que ofrecerían algo a cambio.
Solo que había un problema: el ritual funcionaba, sin embargo, la ofrenda perdía fuerza. Se dieron cuenta que quizá eso estaba por cambiar, o a menos, lo intentarían. Para ellos el fracaso no era una opción.
Así pues, Christopher le había pedido a Arthur que fuese al cementerio Stone.
Allí realizarían el primer trato, bajo el poder de la Luna Roja.
El chico obedeció y se dispuso a cumplir su primer encargo. Por algún motivo que se le escapaba de las manos, se sentía nervioso, porque no sabía qué tan bien haría su trabajo o qué factores jugarían en su contra.
De todos modos, estaba seguro que no fallaría.
Christopher le había dicho que en el cementerio estaría un hombre, su nombre era Harrison Gold y hacía poco tiempo que su esposa de había muerto mientras daba a luz a su primogénito.
Harrison no entendía muy bien qué había pasado, pues todo parecía marchar bien, sin embargo ella aparentemente no pudo soportar el procedimiento y su pulso empezó a disminuir hasta convertirse en un leve latido y luego... prácticamente en nada.
El hombre no quería aceptar su realidad.
Estaba lejos de poder hacerlo.
Pasaron días, semanas incluso y seguía sumido en una burbuja de impotencia e incertidumbre. Él no podía cuidar a su indefenso hijo, no sabía cómo hacerlo, no tenía a nadie más que pudiera ayudarlo y la desesperación empezaba a consumirlo como el papel expuesto al fuego.
Arthur, usando a su favor esa útil información, fingió ser amigable y acercarse sin verse amenazante.
Harrison le daba la espalda.
Había llegado el momento de actuar.
—Una difícil despedida, ¿eh? —dijo Arthur en voz baja.
Harrison volvió la cabeza con torpeza.
—Yo... sí, la verdad sí —comentó en tanto se ponía en pie. Se quitó las lágrimas rápidamente, mientras sostenía algo en sus brazos.
—¡Ah! Y tiene un hijo, vaya sorpresa.
—Sí, se llama Norman. Yo soy Harrison. Harrison Gold.
—Un placer, señor Harrison. Soy Arthur —se acercó otro poco—. Y si me permite, le doy mis sinceras condolencias. Perder a alguien importante es algo difícil —sonrió con fingida tristeza—. Una parte de nosotros se va con esa persona y la otra no vuelve a ser la misma, ¿sabe?
Harrison asintió, pues él lo entendía a la perfección.
Arthur volvió la mirada, esta vez seria.
—¿Hace cuánto que murió? —quiso saber, aunque ya sabía la respuesta.
—Unos tres meses —afirmó Harrison. Le dolía pronunciar aquellas palabras—. Sufrió un problema durante el parto... y, bueno, no pude salvarla.
—Lamento escuchar eso —Arthur inclinó la cabeza en señal de respeto—. Y usted, ¿cómo se encuentra? ¿Todo bien?
Harrison apenas pudo formular una decente respuesta.
—Algo así —confesó—. Lo tengo a él —dijo, señalando a Norman con la mirada—, es el fruto del amor que nos teníamos Marinneth y yo.
—Sí, es verdad.
Arthur, suspirando, levantó la vista con disimulo y se dio cuenta que la Luna Roja estaba en pleno apogeo. El cielo oscuro y despejado dejaba a la vista aquel hermoso y cautivador paisaje, digno de memorar hasta la eternidad.
Sintió el pulso de energía que brotaba de sus entrañas.
Harrison suspiró con pesar.
—Norman es el motivo por el que haré lo que sea para seguir adelante.
—Eso es admirable —Arthur dio unos pasos y se detuvo—. Pero, según me han comentado, existe una manera de recuperarlos. A los que hemos perdido, quiero decir —dijo.
Harrison levantó la vista de golpe.
La sorpresa y desesperación eran una mezcla evidente en sus cansados ojos.
—¿Qué? ¿Habla en serio? ¿Es eso posible?
—No sabría decirle. Aunque, los que sí se han atrevido a intentarlo, afirman que el resultado es poderoso.
Harrison miró a Arthur, luego a la tumba de su esposa.
Algo inquieto y molesto en su interior se revolvía.
—¿Qué...?
—¿Qué tiene que hacer? —preguntó Arthur—. Bueno, honestamente no sé cuál es el truco que esconde la gente. Sin embargo, se dice que se tiene que sacrificar algo que haya pertenecido a la persona. Algo que tenga un intenso valor. De esa manera, el procedimiento puede tener mayor poder.
Se acercó a Harrison y le estrechó la mano.
—Nos veremos pronto, señor Harrison —dijo.
Este sintió una descarga eléctrica potente y brutal que le provocó un leve malestar. Parpadeó varias veces, ignorando el cosquilleo que emergió desde sus pies hasta el extremo de su cabeza.
Arthur empezaba a alejarse ya, casi con una expresión fantasmal.
—¡Espere! ¡No se vaya! —exclamó, pero se interrumpió para no despertar a su hijo.
Harrison se movía casi con lentitud.
—Dígame algo... yo...
Arthur paró en seco y miró por encima de su hombro.
—Lo recomendable es hacerlo a medianoche. A esa hora es posible abrir una brecha entre la vida y la muerte, y traer de vuelta a quien usted en verdad ama desesperadamente.
Harrison se quedó sin palabras.
No sabía qué decir o cómo actuar, aquello lo tomó por sorpresa.
«Puedo hacerlo —pensó—. Puedo traer de vuelta a Marinneth».
Pero no sabía qué objeto usar... ni el precio que debía pagar por ello.
Mientras divagaba, notó que Arthur había desaparecido en su totalidad.
«Falta mucho para que sea a medianoche —pensó de nuevo—. No puedo aguantar más. Quiero a Marinneth de vuelta conmigo. Ahora».
Harrison empezó a caminar en círculos en aquel frío y desolado cementerio.
Eran casi las cinco de la tarde, o ya muy probablemente las seis, no podía asegurarlo porque no contaba con un reloj. Sin embargo, no había nadie más allí, en realidad era el único que visitaba una necrópolis desde hacía tiempo.
Suspirando, levantó la cabeza y observó la tonalidad roja que pintaba la luna.
Era extraño aquel fenómeno, sin embargo, parecía tranquilizarlo.
—¿Qué voy a hacer, Marinneth? ¿Cómo voy a traerte de vuelta? —hizo una pausa, viendo a su entorno—. ¡Dime qué debo hacer! —su grito fue suficiente para despertar a Norman, quien se sacudió y empezó a llorar.
Harrison gruñó para sí mismo.
—Ya, pequeño. Siento haberte despertado —decía para tranquilizarlo—. Juro que no lo volveré a hacer —repuso, meciéndolo despacio—. No lo volveré a hacer. Juro que no lo volveré a hacer.
De pronto Harrison se quedó quieto, viendo al bebé que se había puesto rojo del llanto.
Era vagamente consciente del frío al que estaba expuesto el pequeño Norman, también del peligro que suponía estar fuera de casa y la tristeza que significaba no contar con una figura materna por el resto de su vida.
«Se dice que se tiene que sacrificar algo que haya pertenecido a la persona. Algo que tenga un intenso valor. De esa manera, el procedimiento puede tener mayor poder», recordó las palabras de Arthur, aquel extraño hombre que había desaparecido tan pronto como había puesto un pie en aquel cementerio.
¿A qué se refería? ¿Qué era ese «algo» del que estaba hablando?
Harrison no había conservado nada de Marinneth, porque había vendido todas sus cosas para poder comprar ropa para Norman, también comida y el resto del dinero lo conservaba, pensando que le serviría cuando arribara al primer pueblo que encontrara...
Fue el llanto apagado de Norman que lo trajo de vuelta a la realidad.
Esta vez parecía tranquilizarse momentáneamente.
«Se dice que se tiene que sacrificar algo que haya pertenecido a la persona. Algo que tenga un intenso valor. De esa manera, el procedimiento puede tener mayor poder».
Harrison sacudió la cabeza varias veces, pero la voz de Arthur seguía en su mente.
—No tengo nada de mi querida Marinneth —dijo en voz baja para sí mismo—. Norman es lo único que me queda de ella.
«Se dice que se tiene que sacrificar algo que haya pertenecido a la persona. Algo que tenga un intenso valor. De esa manera, el procedimiento puede tener mayor poder».
Harrison, con la expresión pálida y tiesa, miró a su hijo que ya había dejado de llorar.
«Se dice que se tiene que sacrificar algo que haya pertenecido a la persona. Algo que tenga un intenso valor. De esa manera, el procedimiento puede tener mayor poder».
No, él no haría algo así.
Era su hijo, desde luego.
Pero... había pertenecido, de algún modo, a Marinneth. Y eso imponía un valor más poderoso que un anillo de bodas, un par de aretes, un vestido o un abrigo.
«Se dice que se tiene que sacrificar algo que haya pertenecido a la persona. Algo que tenga un intenso valor. De esa manera, el procedimiento puede tener mayor poder».
Sus manos reaccionaron primero: sus largos y gruesos dedos rodearon el cuello de su pequeño hijo y ejercieron presión. Su fuerza bastó para alzarlo. El manto que lo cubría se deslizó y cayó sobre la tierra. Poco a poco le cortaba la respiración a Norman, quien se sacudió por la impresión pero, debido a su corta edad, simplemente se agitó y esperó dejar de respirar hasta morir.
Se escuchó un crujido y la cabeza de Norman cayó de un lado; su boca abierta formaba una pequeña O, sus dedos contraídos empezaban a enfriarse ya. Incluso la piel de su cuello estaba adquiriendo un color rojo oscuro, el mismo que teñía la luna.
El golpe de la realidad derribó a Harrison. El hombre no podía respirar, su pecho subía y bajaba por el miedo que le causaba su aberrante acto.
Acababa de matar a su hijo.
En serio lo había hecho.
Harrison, sosteniendo el cuerpo sin vida de Norman, se dejó caer de rodillas y gritó hasta quedarse sin voz y luego empezó a llorar.
Después de unos minutos, levantó la mirada y miró el cielo.
—¿Qué hice? ¿Qué hice? Marinneth, por Dios, ¿qué hice?
Sus ojos escocidos miraban a su hijo, deseando que reaccionara. En ese momento, el viento sopló y trajo consigo un fuerte olor nauseabundo, como el de un cuerpo en estado de descomposición.
Harrison miró su entorno, asustado.
Entonces la superficie donde él estaba postrado empezó a temblar ligeramente. A su derecha, cerca de la tumba de su esposa, una columna de humo plateado se desplazaba despacio y luego se alzó hasta convertirse en una pared que poco a poco dejaba al descubierto una figura encapuchada.
El suelo dejó de sacudirse y el olor se hizo más intenso.
La figura se acercó, pero se detuvo antes de pisar el manto de Norman.
—Harrison... —era la voz de una mujer.
Giró la cabeza y encontró a Marinneth ante él.
Sonriendo, por un momento creyó que el sacrificio había resultado, pero luego se dio cuenta que Marinneth no era la misma. Su ropa estaba húmeda y manchada de tierra, su piel no tenía color, su cabello enredado le caía como una cascada oscura sobre su espalda y sus ojos eran dos cuencas oscuras que lo observaban con recelo.
La carne en sus labios empezaba a desprenderse.
Harrison sintió nauseas.
—Has cometido un crimen —la voz de Marinneth resonó por todo el cementerio—. Has acabado con la vida de alguien que no lo pidió. Alterar el orden de las cosas de esa manera merece un castigo severo —repuso ella, estirando una mano. No era hueso lo que Harrison vio, sino carne descompuesta y llena de gusanos—. Tu propio pensamiento egoísta te cegó y ahora tendrás que pagar.
Harrison se puso de pie no por su propia voluntad.
Marinneth lo rodeó, sin embargo, se colocó a un lado de la figura.
«La Muerte», supuso Harrison.
—Es demasiado tarde para emendar lo que has hecho.
Marinneth inclinó ligeramente la cabeza.
—Arthur no era un hombre, era un espectro que te engañó y te usó porque vio la aflicción en tus ojos. Ahora tiene poder sobre ti.
Harrison tragó saliva con fuerza.
—El ser humano depende de un orden, está regido por leyes naturales y cambiar totalmente eso trae graves consecuencias —su tono era profundo e inquietante—. Caminarás sobre la tierra como un errante, buscando a aquellos que han hecho lo mismo que tú —Marinneth levantó la mirada y añadió—: Tendrás que impedirlo, si fallas, el castigo será peor hasta saldar la deuda final. Juntos hallarán una muerte digna y entonces podrán descansar finalmente en paz.
La figura encapuchada se disolvió de nuevo en aquel humo plateado y flotó hasta Harrison.
Marinneth siquiera se movió.
—La Muerte de mala gana ha cedido esa alianza contigo, porque yo se lo he pedido. No quiero que más gente caiga en la desesperación y sacrifique algo en vano. Nuestro hijo es la prueba de ello —Marinneth adquirió un resplandor azulado—. Búscalos, Harrison. Busca a los Guardianes de Kin-raa y tienes que deshacerte de ellos. Esa es tu misión —dicho eso, desapareció.
—¿A quién? Marinneth, espera...
Harrison no tuvo tiempo de reaccionar; abrió la boca y absorbió todo el humo plateado.
Apretando los dientes, se inclinó sobre la tierra y se sostuvo el corazón acelerado. El dolor era insoportable, tanto que sentía que los huesos se le derretían y la sangre se convertía en lava recorriendo cada parte de su cuerpo.
De pronto sufrió una embestida y cayó de lado; los dedos de sus manos y pies se contrajeron y su espalda se arqueó debido a la tortura que estaba experimentando. Se estaba ahogando, sus pulmones intentaban recuperar aire pero, no funcionaba.
Pasaron varios segundos hasta que finalmente dejó escapar un grito. Sin embargo, no fue un grito de dolor humano ordinario; fue un grito como el de un animal.
El silencio se apoderó por última vez del cementerio. Lentamente todo volvía a la normalidad, aunque no había rastro de su dolor, de su tristeza y resentimiento con el mundo.
Nada de eso quedaba ya.
La humanidad de Harrison Gold se había esfumado por completo, como la bruma en sus pensamientos y en su lugar solo quedaba la presencia de un perro grande y temible; su pelaje oscuro era el reflejo de su reciente crimen y sus ojos rojos se convirtieron en la sangre de su inocente víctima.
Le llevó tiempo recuperarse, cuando logró levantarse en su cuatro patas, tratando de adaptarse a su nueva y extraña forma, el mareo lo atacó.
Los primeros pasos que dio eran torpes y descoordinados; casi como si hubiese vuelto a nacer. Aun así, su vista era impresionante y muy sofisticada. Podía percibir el aroma del cementerio y también la presencia de los otros animales e incluso seres que se escondían en la oscuridad, porque Harrison ya no era como alguien con la capacidad de pensar y actuar como lo haría normalmente.
Y su primer instinto fue buscar el lejano arrepentimiento.
Tardaría en poder encontrarlo, pero lo haría, de todos modos.
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