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Hillertown, septiembre de 2012.

Temprano aquel sábado, Hunter y yo estuvimos viendo una película.

Mamá y papá no estaban en casa, por lo que decidimos pedir comida a domicilio, sin escatimar en gastos.

Y de haber sabido que el eclipse solar despertaría los demonios que se escondían en los rincones más sombríos de cada persona, yo habría hecho otra cosa excepto apreciar aquel impresionante fenómeno natural en compañía de Hunter.

Como regar tranquilamente las plantas de mamá dispuestas en la sala, o escuchar las músicas clásicas favoritas de papá desde su ordenador o ahorrar dinero mediante algunas comisiones de dibujo que he hecho con mis compañeros de clases.

Me cuesta creer que las acciones de Hunter acabaron mal, muy mal.

—¿Se lo mostraste a tu madre? —pregunté.

—Ella misma se dio cuenta —me respondió él.

Apreté lo labios, deseando no hostigarlo con mi siguiente pregunta.

—¿En serio? ¿Qué te dijo?

—Que usara gotas de colirio y evitara picarme el ojo —explicó, soltando un leve suspiro. Se sentó al borde del sofá, haciendo un gesto impasible—. El ardor es lo que más me molesta, casi no puedo ver —siguió diciendo, parpadeando simultáneamente—, ¿crees que me recuperaré?

—Jamás he visto algo así —admití—, pero probablemente estarás bien en los próximos días.

Me acerqué a él, lo abracé desde la espalda y absorbí su aroma.

Invertimos un par de horas más viendo películas y series juntos, previa a la llegada de mamá y papá. Como era costumbre, Hunter se quedó a comer con nosotros. En ese lapso papá le hizo varias preguntas, algunas eran bastante comprometedoras que me involucraban y otras aceptables, como querer saber los planes de su futuro y esas cosas.

Al menos no preguntó nada sobre su ojo, de lo contrario me alteraría y sacaría a Hunter de ahí lo antes posible.

En un parpadeo la tardé llegó, como una fiel compañera.

Los fines de semana eran mis favoritos, porque podía pasar tiempo con Hunter, sin que nadie nos molestara. Incluso podíamos darnos el lujo de olvidarnos de las tareas abrumadoras y divertirnos con cualquier actividad que implique estar con la naturaleza y aire libre, pero a veces he tenido que ayudar a mamá en el restaurante.

Aun así, íbamos al ya muy frecuentado parque Denver, por ejemplo. O el impresionante Río Ventury, que está a unos quince kilómetros, al sur del límite de Hillertown, nuestro querido y atestado pueblo.

Desde que éramos niños, Hunter siempre me había gustado. Sin embargo, no encontraba una manera de decírselo, hasta el día que supe que íbamos a estudiar juntos el bachillerato en el mismo colegio.

Fue tanta mi euforia que mi madre se preocupó, porque ella temía que su única hija se convirtiera en una acosadora innata.

Eso no pasó, afortunadamente.

Hunter era conocido por ser el hijo del hombre que murió, recibiendo una fuerte descarga eléctrica, mientras reparaba los cables en lo alto de un poste. Evan Armentrout murió cuando Hunter era apenas un niño.

Recuerdo haber ido al funeral y lo único que quería era poder consolarlo, porque se notaba la tristeza en su mirada. Sus hermanos Kurt y Aline, aunque eran unos años mayores que Hunter, estaban igual de consternados que él. Fue una etapa muy difícil para ellos, y su madre Bonnie, en especial, le había afectado más que a sus hijos.

No me puedo imaginar una vida sin una figura paterna.

Debe ser horrible.

Tantos años después, el peso de la pérdida en ellos había disminuido, pero en Hunter aún era latente.

—Déjame ver tu ojo —le pedí a Hunter—. ¿Puedo?

—Sí, claro. Adelante.

Se dejó caer de espaldas con suavidad sobre la cama, desde esa posición, aproveché para quitarle los lentes con mucho cuidado. Su piel aceitunada parecía pálida que de costumbre.

—Ya puedes abrirlos, Hunter.

—¿Y si te hago daño?

—No eres Scott Summer, tonto —le dije.

Hunter dejó escapar una risa ahogada.

Entonces abrió los ojos.

La parte blanca donde había sido menos afectada, quedaba un pequeño rastro rojo, como diminutas raíces. Sin embargo, la retina dorada seguía ahí. Casi como ver un pequeño disco dorado y llamativo incrustado a la fuerza en el ojo.

—¿Te duele?

—No mucho —respondió, mientras yo retrocedía y le daba espacio para poder levantarse y ponerse de nuevo los anteojos.

—¿Qué fue lo que te dijo el oftalmólogo?

—Dijo que podría estar relacionado con heterocromía.

Apreté los labios para no soltar un comentario fuera de lugar.

—A veces siento que una aguja entrara en mi ojo y perforara mi carneo, es muy doloroso —su voz se convirtió en un susurro—. Tengo miedo de quedarme ciego.

Mi corazón se apretujó en mi pecho al escuchar eso.

—No sucederá, Hunter. Lo prometo.

Él me necesitaba y haría lo que fuese necesario para hacer que se sintiera mejor.

—Muchas gracias, Miranda.

Tomé su rostro y le di un suave beso en la frente.

—Sabes que cuentas conmigo, tonto.

En otras circunstancias, Hunter lograba mantener siempre una sonrisa radiante en el rostro y un espíritu alegre y dinámico; incluso hacía chistes y se las ingeniaba para trasmitirnos paz en épocas de exámenes, donde la tensión era fuerte y nuestra concentración fatal.

Ahora, notaba su esencia apagada, como una vela consumida hasta el tope.

—¿Qué quieres hacer? —quiso saber él, tras quedarse en silencio.

—Las tareas no, evidentemente —mi respuesta estaba cargada de una sutil ironía—. Siendo honesta, prefiero quedarme en casa, ¿y tú?

Lo forcé a recostarse conmigo en la cama.

Estando en mi habitación, nadie podía interrumpirnos.

Ese espacio era solo mío, de los dos, en realidad y siempre ha sido así. Mis padres, por fortuna, han respetado mi privacidad, aunque, bueno, mi madre suele ser demasiado estricta y me ha advertido que evite esos besos que me harían comentar un factible error y obligarme a pisar una iglesia diciendo «sí, acepto».

—Hoy estás muy callada —observó Hunter.

—No es verdad —repliqué—, es solo que me cuesta procesar todo esto.

Hunter reposaba ligeramente sobre mi pecho; podía sentir su respiración chocando contra mi piel expuesta. Él no era robusto o muy ancho de cuerpo, más bien era de poca carne y de una estatura muy alta, por cierto.

Me sacaba varios centímetros de diferencia.

Ser menudita tenía sus ventajas y desventajas.

—¿Y ahora qué hacemos? Estoy aburrida.

Hunter levantó la mirada, por un momento pensé que estaría enojado conmigo, pero no era así.

Su sonrisa me relajó un poco.

—Tengo una idea —me dijo, acercándose. Sentí uno de sus dedos, deslizándose a través de mi cintura hasta llegar a mi cuello. Lo aparté de un suave golpe. Hunter soltó una carcajada—. ¡No es lo que estás pensando! —exclamó.

Hice espacio entre nosotros, luego me crucé de brazos con un gesto de fingida indiferencia.

—¿Entonces?

—Pintemos —contestó. Adoptó una posición como un niño esperando muy ansioso por ver su caricatura favorita de las tres. Le dirigí una mirada confusa—. Sí, ya sabes, hacer trazos y mancharnos de pintura. Sería fabuloso, ¿no crees?

Medité por unos segundos.

¿En serio acababa de pedirme hacer una de sus actividades menos favoritas? No lo venía venir. Quizá lo hacía por complacerme o en verdad quería hacer tal cosa.

De todos modos, me pilló desprevenida.

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